Roberts, Mary Louise (2023). Puro sufrimiento. La vida cotidiana de los soldados en la Segunda Guerra Mundial. Siglo XXI Editores, Argentina. 1era Edición. 224 páginas. ISBN 978-987-801-226-1
Alejandro Socol“Después de la guerra, escribiré una crónica detallada de todo este sufrimiento. El público y el resto del ejército deben saber cómo es esto realmente” (Roberts, 2023, p.16). Este sugerente testimonio de un soldado llamado George Neill en 1944 en el frente de batalla de la localidad de Bastonia fue recuperado por la historiadora Marie Lois Roberts en su reciente obra.
El libro editado en 2023 por Siglo XXI, había tenido una publicación original en inglés, Sheer Misery. Soldiers in Battle in WWII, en el año 2021. La edición en español, traducida por Elena Marengo, pertenece a la famosa colección hacer historia de la mencionada editorial, coordinada por reconocidos investigadores e intelectuales como Lila Caimari, Vera Carnovale, Roy Hora, Sylvia Saítta y Marcela Ternavasio.
La selección del testimonio -que no de manera causal se ubica en la introducción del libro- se debe a que expresa algunos de los interrogantes y de la búsqueda que la autora aborda en su obra, a saber: ¿Por qué al joven soldado le interesa realizar una crónica del sufrimiento padecido? ¿Por qué comunicarlo al público? ¿A qué se refiere con el “resto del ejército”? ¿Cómo eran realmente estos padecimientos?
En tal sentido, Roberts emprende la ardua tarea de recuperar nociones compartidas acerca de las sensaciones de aquellos que sufrieron y continuaron el enfrentamiento bajo el aspecto más crudo de la guerra: la infantería. Para la autora, las impresiones sensoriales que predominan en los recuerdos de los hombres afectados a la contienda pueden ser historiadas porque son producto de un contexto particular recuperable a través de los relatos en primera persona. El modo en que los soldados entendían su cuerpo y los múltiples estímulos sensoriales a su alrededor forjaba su propia experiencia de la guerra. Es por ello que la autora persigue con notable éxito la recuperación de esas nociones compartidas que constituyen un campo de conocimiento histórico específico: la historia somática.
El libro, de tipo ensayístico, se encuentra organizado en cinco capítulos que abordan estas experiencias cotidianas, el impacto emocional que generaban tanto en el momento como en el recuerdo posterior a la guerra, y esas maneras de significar las sensaciones y confrontar con ellas.
En este sentido, se centra en tres campañas militares que constituyeron el apogeo de los padecimientos de la infantería durante los dos últimos años de la Segunda Guerra Mundial: la campaña del invierno septentrional de 1943-1944 en las montañas de Italia, las batallas de verano de 1944 en Normandía y los combates que tuvieron lugar en el noroeste de Europa durante el invierno de 1944-1945.
El primer capítulo, titulado los sentidos, busca explorar a través de los recuerdos extraídos de los testimonios de los soldados, el complejo paisaje sensorial que en todas las direcciones ejercían violencia sobre los sentidos de los soldados. El oído era el sentido más importante, porque el reconocimiento de los sonidos de la guerra les permitía reconocer e interpretar diferentes detonaciones del armamento enemigo para ayudarlos a ubicarse en un campo de batalla. En cambio, los olores tenían escaso valor estratégico; los soldados intentaban ignorarlos toda vez que evocaban el resultado del combate. La falta de higiene personal, la suciedad general, el hedor producto de la descomposición de los cadáveres, representaban el caos y el hecho consumado que entrañaba la guerra.
En este capítulo aparecen las tensiones entre las formas impersonales a las que eran sometidos los soldados en calidad de cuerpos despojados de subjetividad y las reacciones de rechazo y desconfianza por parte de los soldados ante las decisiones de los altos mandos en relación al equipamiento, la limpieza, la comida o el tratamiento médico. Todo ello es abordado en torno a las sensaciones de los protagonistas que son analizadas en los siguientes capítulos.
El capítulo 2 rescata experiencias significativas sobre cómo los soldados construyeron sentido a partir de formas de resistencia subterránea ante el proceso de despersonalización, de obediencia y de control sobre los cuerpos.
Ello se expresaba en la suciedad del cuerpo, un tema que preocupaba a las autoridades castrenses y por la cual existía casi una obsesión. Se volvía necesario estigmatizar la suciedad para justificar el complejo régimen de limpieza y las estrictas normas de higiene que condenaban cada vez más lo sucio. Esa exigencia extrema de pulcritud se anclaba en su asociación con la buena moral y la disciplina. La suciedad en cambio, era sinónimo de degradación moral, depravación e incluso posible amotinamiento. Insistir en la limpieza, no solo se fundamentaba en salud de higiene y limpieza para evitar la disentería o el pie de trinchera, sino una forma de controlar el cuerpo del soldado.
La autora narra la historia del soldado Bill Mauldin y su caricatura titulada Up Font, cuyos personajes eran dos sucios y desaliñados soldados de infantería. Roberts argumenta que su tira cómica combatía los estereotipos porque para salir airosos del campo de batalla, los soldados sencillamente tenían que ensuciarse. A su vez, había algo de regocijo pecaminoso en el hecho de andar sucios, porque en combate, las reglas de higiene parecían más un ejercicio de control en sí mismo. Up Font, pues, canalizaba la ira y el destrato que recibían los soldados que regresaban del frente. Como señala la historiadora, la barba de Willie, personaje de la tira, era un símbolo de desobediencia racional y resistencia a la autoridad de un modo más elevado.
Por otro lado, la suciedad del cuerpo se transformó en un símbolo de heroísmo y virilidad. Estar sucio suponía la adquisición de la insignia de guerrero, a la vez que denigraba a las jerarquías del ejército que no se ensuciaban las manos. El barro graficado en los rostros y vestimenta de la tira cómica, representaba las relaciones de poder entre los hombres del frente y los oficiales de la retaguardia. Esta situación se daba hasta tal punto, que la suciedad se transformó en una ventaja, e incluso, una mercancía. Así pues, los soldados novatos pagaban altos precios por la ropa embarrada de los veteranos.
El siguiente capítulo, titulado los pies, explora cuestiones relacionadas a la poca adecuación de la vestimenta a las extremas condiciones climáticas del entorno. Entre ellos, destaca el pie de trinchera como uno de los padecimientos más habituales de los soldados de infantería. Si bien aquí la historiadora distingue el equipamiento del ejército británico por sobre el estadounidense, señala los aspectos generales de esta suerte de epidemia del pie, que incapacitaba a una gran cantidad de soldados: dormir en hoyos cavados en la tierra, pasar horas enteras bajo la lluvia o nieve, botas con suela de goma simple que no eran suficientes para proteger los pies de los soldados de las condiciones de los refugios y trincheras, falta de abastecimiento constante de medias secas.
A lo largo de este capítulo, expone la contradicción fundamental que atravesaba el ejército: mientras tomaba posesión del cuerpo y asumía la responsabilidad de protegerlo físicamente, también estaba autorizado a ejercer violencia sobre él; las heridas y la muerte solían ser la consecuencia de un cálculo consciente. En tal sentido, el pie de trinchera era resultado de la lógica militar que regía el cuerpo de los hombres de la infantería; un fundamento racional que esgrimían los mandos del ejército para justificar su facultad de poner en peligro a los soldados. Cuando un hombre se incorporaba al servicio militar, su cuerpo se transformaba en una meta primordial: los instructores contemplaban el cuerpo del recluta como un ente incompetente y descontrolado que debía ser trasfigurado en una máquina abstracta capaz de infligir daño. Para eso el entrenamiento ponía foco en la instrucción y en la resistencia.
Sin embargo, la meticulosa disciplina corporal que intentaba mecanizar al cuerpo del soldado de infantería no podía reproducirse en las terribles condiciones del campo de batalla. Incluso el cuerpo más disciplinado se encuentra sujeto a necesidades básicas como calor y alimento. El pie resultaba en la mayor representación de esta contradicción a nivel práctico y simbólico: fundamentales para las largas caminatas de los soldados de infantería, pero extremadamente frágiles y susceptibles a esas condiciones.
Por otro lado, Roberts plantea que, tal como los habían entrenado, muchos soldados pasaban por alto el dolor físico, cuya manifestación y pedido de auxilio médico era visto como un signo de debilidad y cobardía. La decisión de no exponer el propio estado físico resultaba en la culminación de un proceso de alienación del cuerpo iniciado en el entrenamiento del recluta. La autora expone la ironía de la situación que estribaba en cómo el ejército los había instruido para ignorar el dolor y luego, cuando lo hacían, se los acusaba de la falta moral por la dolencia física. Los altos mandos, pues, culpaban la falta de disciplina de los soldados para mantener la higiene del pie, de modo que sorteaban la contradicción planteada instalando la idea de que los soldados eran los únicos culpables de cualquier dolencia y no existía responsabilidad de la salud de los soldados por parte del ejército. El universo de las heridas aparece explorado con mayor profundidad en el siguiente capítulo.
En efecto, la autora nos relata la experiencia de los heridos desde sus propios testimonios así como el del personal médico británico entre 1943 y 1945. Allí parte de un interrogante que aporta en sí mismo una mirada novedosa sobre la experiencia de la guerra: ¿que significaban las heridas para quienes las sufrían, las evaluaban, las curaban o las operaban? La autora, pues, se embarca en la ardua tarea de recuperar las experiencias poliédricas del conjunto de los actores involucrados en la gestión, tratamiento y padecimiento de las mismas.
Un primer punto a destacar es el de la invisibilización y ocultamiento de los heridos para el público y el resto de los soldados. Así pues, las personas se enteraban de su existencia leyendo sus nombres en una lista de bajas y los camilleros se apresuraban a retirarlos del campo de batalla no solo para atender con celeridad sus heridas, sino para evitar que los vieran las tropas que avanzaban.
Las heridas tenían un significado específico para los que las padecían. Los soldados las clasificaban por categorías en relación con la parte del cuerpo afectada y por el contexto en que se había producido: agradecían ciertas heridas y temían otras. Los soldados las resignificaban otorgándoles sentido al clasificarlas según su gravedad y su capacidad de inhabilitar y humillar. Una herida de cierta gravedad pero que no implicaba la inhabilitación permanente constituía una garantía de escape y descanso honroso del infierno del frente de batalla. Esta búsqueda de sentido de la herida se expresaba, según Roberts, en los enormes esfuerzos por conectar los recuerdos aislados en un relato coherente ante las lagunas de su memoria en un intento de controlar la experiencia de estar herido.
En este capítulo, la historiadora recupera los testimonios del personal médico y sus significados en términos medicalizadores. En efecto, la herida cambiaba radicalmente de significado al alejarse del campo de batalla e ingresar al complejo sistema de engranajes del circuito médico militar. A partir de allí, la atención no se centraba más en el paciente sino en la lesión, que era sometida a una serie de procedimientos médicos y quirúrgicos que se transformaban finalmente en números. El tratamiento abarcaba dos procedimientos: evaluación y evacuación. En cada nivel del sistema médico había que decidir a quién tratar primero, una tarea muy estresante, de acuerdo a la autora, porque implicaba la toma de decisiones donde se ponía en juego la vida y la muerte.
El último capítulo, que podría funcionar de conclusión, se concentra en el estudio de los cadáveres, la muerte y su presencia cotidiana en el frente de batalla. Estos aspectos representaban las atrocidades ilimitadas de la guerra. Es por ello que la autora nos plantea un interrogante en torno a la relativa ausencia del abordaje de los cadáveres como objeto de estudio histórico en la historiografía militar.
En efecto, el cuerpo muerto llamaba la atención de todos los afectados por la guerra: oficiales, sepultureros, civiles, soldados, familias. Roberts señala que los testimonios eran omnipresentes y significativos; el cadáver simbolizaba el marco perfecto para encuadrar y comprender la guerra.
Así pues, a lo largo del capítulo se describe la puesta en funcionamiento de una intrincada maquinaria para poder administrar el proceso de la muerte y la gestión de los cuerpos. Aquí se destaca que la presencia permanente de la muerte y la incapacidad de ocultar la inmensa cantidad de cadáveres que arrojaba la guerra moderna industrializada, constituía la prueba irrefutable de la mecanización y desindividualización de los cuerpos que eran usados, descartados y reemplazados por otros.
Con todo, la obra de Roberts se aleja de representaciones del pasado bélico asociadas a las grandes batallas, las estrategias y tácticas militares y los armamentos, para poner el foco en lo más elemental y constitutivo del ser humano: el cuerpo y los padecimientos asociados a él. La autora maneja una firme voluntad de reflexionar sobre una experiencia colectiva a través del rescate de aquellas voces olvidadas en relación a las percepciones que los soldados de infantería transitaron en su vida cotidiana en el frente de batalla. Resulta notable, pues, como logra identificar a través de los testimonios recopilados, diversas formas de resistencia subterránea ante la calamidad cotidiana, múltiples construcciones de identidades específicas y maneras creativas de comprender el mundo que los rodeaba.
En tal sentido, la historiadora ofrece una perspectiva novedosa respecto a la situación de la infantería en las trincheras al buscar comprender la humanidad de los soldados, sus propias subjetividades, sus relaciones y sus estrategias colectivas para el manejo de las emociones y sensaciones. Un aspecto muy interesante si se tiene en cuenta que esa construcción privilegia las voces de los mismos actores que descendieron al infierno de la guerra en su forma más cruenta.