Comunicación en la formación médica: campos implicados y debates pendientes
Communication in medical education: fields involved and pending debates
María Valeria AlbardonedoLa incorporación de la comunicación en la academia médica se presenta en la actualidad como una tendencia que se ha generalizado y formalizado a nivel político- institucional desde la década de 1990 en los países de Latinoamérica y Europa, inclusive en Argentina. En tanto tendencia, se asume como orientación con características innovadoras en la formación de profesionales médicos; que se adopta en función de fortalecer cuestiones relativas al profesionalismo, así como también indagar sobre las particularidades que hacen a la relación médico-paciente.
La revisión de casos, modalidades y experiencias curriculares en los continentes citados y en nuestro país en particular, permiten dar cuenta de los argumentos que inicialmente resultaron determinantes para que la academia médica apele a la noción de comunicación. Entre ellos se destaca la meta de la efectividad al momento de la entrevista clínica y los aspectos psico-sociales en el vínculo médico- paciente (Vidal y Benito, 2007; Moore, Gómez, Kurtz y Vargas, 2010).
La literatura coincide en señalar cambios en los modos de fundamentar y presentar su especificidad a partir de la década de 1990. En conferencias y encuentros internacionales de singular trayectoria sobre Educación Médica –Toronto 1991 y Michigan 1999- se establecieron directrices y lineamientos tendientes a valorar componentes de una “buena comunicación médico-paciente”. Dichos lineamientos sentaron las bases para estandarizar la enseñanza de la comunicación en la formación médica. No obstante, surgieron nuevos interrogantes que resultaron significativos y a la vez complejizaron el establecimiento de criterios para la estandarización. A su vez, “Se evidenciaron las limitaciones de las recomendaciones pragmáticas centradas en el paradigma biomédico y utilitarista” (Hamui Sutton et. al, 2015, p. 19).
Las limitaciones citadas quedaron en estado latente, siendo relegadas de manera tácita por la academia médica dada la urgencia por las acreditaciones y certificaciones de carreras y residencias. La estandarización materializó y legitimó la inclusión curricular de la comunicación en términos de competencias y habilidades, nociones que presentan ambigüedades originadas en el tránsito de las mismas del mundo laboral al campo educativo. A pesar de las ambigüedades su impulso en la agenda de la Educación Superior ha sido notable en la actualidad, al punto de instalarse la tendencia del curriculum por competencias.
Por lo expuesto, la inclusión de la comunicación como contenido en la formación superior de profesionales de la medicina ha evidenciado desde sus inicios y en su avance a través de distintas modalidades, una serie de regularidades y controversias que configuran una inscripción problemática, pasible de ser abordada en clave crítica e interdisciplinaria.1
Entre las regularidades puede observarse en primer lugar que su “formalización”; es decir, la incorporación explícita, literal y consecuente establecimiento de la comunicación como contenido en planes de estudio y asignaturas o bien áreas de cursado obligatorio, coincide con un ciclo de reformas en Educación Superior que en la mayoría de los países citados se implementan paralelamente al avance del neoliberalismo.
En segundo lugar, también se advierte que el proceso de incorporación curricular de la comunicación tiene lugar en el marco de los avances más significativos en torno al debate que ha signado la educación médica durante el siglo XX y el actual; el posicionamiento sobre los avances científico tecnológicos, la problemática de los sistemas de salud y los perfiles a los que apunta la formación (Morales Castillo y Varela Ruiz, 2015). En relación a los perfiles de formación, cabe destacar que la Organización Panamericana de la Salud (OPS) viene estableciendo de manera enfática en la región latinoamericana -a través de diversas reuniones y publicaciones- lineamientos y estrategias para una formación médica orientada a la Atención Primaria de la Salud (APS).2 (Venturelli, 1997; Borrel, Godue, García Dieguez, 2008).
En torno a las controversias, cabe destacar que inicialmente giraron sobre la condición epistemológico-conceptual de la comunicación poniendo en duda si podía constituirse como objeto de un proceso de enseñanza-aprendizaje. La discusión -aún vigente- se sitúa en la indefinición intrínseca de las categorías que involucra el concepto y en las consecuencias de privilegiar paradigmas positivistas en la objetivación de la relación médico- paciente (Moore, Gómez y Kurtz, 2012; Hamui Sutton et. al 2015; Cléries Costa, 2010).
Por último, a la inscripción problemática del tema en cuestión, se agregan los cambios operados en el discurso educativo. Cambios que demuestran la manera en que el avance de la economía global sobre dominios e instituciones sociales –la educación entre ellas- organiza y define su rol social en términos de producción, distribución y consumo de mercaderías y bienes. Fairclough (2001, 2008) describe el fenómeno como “mercantilización/comercialización del discurso público” y plantea que:
El discurso educativo operado por la tendencia a la mercantilización es dominado por un vocabulario que incluye no sólo la palabra ‘habilidades’ y palabras asociadas como ‘competencia’ sino también una lexicalización completa de procesos de aprendizaje y enseñanza basados en el concepto de habilidad, ‘entrenamiento de habilidades’, ‘uso de habilidades’, ‘transferencia de habilidades’ y otros (p. 156).
En este sentido, surge una discusión mucho más amplia y urgente que tiene como eje central el rol de la universidad en un contexto de profundización acelerada del capitalismo global. En la misma discusión se dirime fundamentalmente, si la formación universitaria responderá denodadamente a las exigencias de dicho contexto dominado por la lógica del mercado o bien apostará a una formación crítica y comprometida con las necesidades y problemas emergentes de la sociedad a la que pertenece.
La formación académica de profesionales médicos, no se encuentra al margen del debate. Por el contrario, el mismo impacta de manera particular en los perfiles de formación que se construyen y consolidan en función de determinados modelos de atención. La formación orientada por las premisas del mercado impulsa el desplazamiento hacia la práctica individual (Chapela Mendoza y Jarillo Soto, 2006) y a la vez exalta rasgos del modelo médico hegemónico tales como el individualismo, la orientación curativa, las asimetrías en los vínculos y la concepción mercantilista del proceso salud-enfermedad (Menendez, 1978, 1981, 1983, 1990).
Cabe recordar que dicho modelo se comprende como conjunto de prácticas, saberes y teorías generados por el desarrollo de la medicina científica, el cual ha ido logrando establecer como subalternas, prácticas y saberes hasta lograr identificarse como la única forma de atender la enfermedad legitimada tanto por criterios científicos, como por el Estado (Menéndez, 1988). Consecuentemente, los rasgos enunciados gravitan en los vínculos y relaciones que la medicina como forma hegemónica impone, confirmándola y afirmándola como tal.
Por otro lado, si bien la formación orientada hacia la APS discursivamente fortalece la concepción de la salud como un derecho social básico, resulta paradójico sostener planes de estudio pronunciados en ese sentido en el marco de un sistema fragmentado, que se encamina hacia parámetros comerciales y privatistas de creciente repercusión y aceptación en el continente latinoamericano. También en torno a esta paradoja pueden leerse y reconstruirse interrogantes, argumentos y discursos que avalan y legitiman la inclusión de la comunicación en la formación médica.
En la discusión planteada, la Educación Superior constituye el escenario en el que operan las reformas poniendo de manifiesto las lógicas de la economía global. Lógicas que simbólica y materialmente se expresan a través de las políticas educativas mundializadas.
Las políticas pueden entenderse como discursos (Chapela Mendoza et al; 2006) que como tal se construyen desde condiciones de producción socio- culturales y económicas por lo tanto pueden modificarse en el transcurso de su generación y consumo por parte de grupos sociales. En tanto discurso, las políticas implican “contenidos simbólicos explícitos e implícitos que inciden en la reproducción de la vida social” (Chapela Mendoza et al; 2006, p.4).
En la actualidad, las políticas de educación mundializadas inciden regulando las prácticas educativas. En el marco de dicha regulación surge todo un arsenal de nociones que permiten instalar sentidos propios del mundo laboral y empresarial. El dominio competencias/habilidades puede advertirse como emergente de dichos sentidos. En consecuencia, se vuelve necesario revisar su constitución como enfoque a través de una lectura crítica que logre visibilizar el tránsito del concepto, su aceptación y las disputas que se producen en torno a su consolidación en el campo de la Educación Superior.
Tanto los términos implicados como la construcción discursiva del “enfoque” que surge aparejado, son actualmente debatidos y problematizados desde las Ciencias de la Educación, sobre todo en los estudios acerca del currículum y evaluación. El término “competencia” puede entenderse, de manera general, como una medida de síntesis que indica lo que una persona puede hacer correctamente como resultado de la integración de sus conocimientos, habilidades, actitudes y cualidades personales. Está fuertemente asociado con la capacidad para dominar situaciones complejas y cambiantes. Esta asociación hace que el foco de atención se sitúe en los resultados que obtiene el individuo frente a las demandas que se le plantean tanto en su profesión como en un rol social o un proyecto personal determinado. Como indica Moreno Olivos (2009) el término ha llegado a convertirse en atractivo tanto para educadores como para empleadores porque es fácilmente identificado con capacidades, aptitudes y habilidades apreciadas. No obstante, el mismo autor alerta sobre la impronta de sentido común y el lenguaje ordinario que caracteriza el empleo del término, aún en ámbitos académicos.
En la mayoría de los casos, el diseño curricular enuncia “competencias” y “habilidades” como sinónimos y si bien la competencia incluye habilidades, las últimas se distinguen porque conllevan un periodo de aprendizaje relativamente corto, dirigido a una meta específica. Se las caracteriza y se las diferencia también de las aptitudes, otro término que suele estar incorporado a las competencias. Siguiendo a Hontangas (1994) pueden establecerse criterios que permiten diferenciar aptitudes de habilidades. Las primeras tienen un carácter estable, innato y se infieren a partir de la conducta; mientras que las habilidades pueden modificarse, se aprenden y son observables.
Se encuentran intentos de reconstrucción del concepto de competencia que relevan el tránsito del mismo en distintas disciplinas. Se reconocen dos puntos de influencia: uno proviene del campo de la lingüística, el otro del mundo del trabajo (Díaz Barriga, 2005). El primero, resulta del concepto de “competencia lingüística” acuñado por el filósofo y lingüista Noam Chomsky quien intentó, a partir del mismo, delimitar categorías que sirvieran a la formalización disciplinaria de la lingüística. La noción fue generalizándose hacia distintas disciplinas afines. El segundo, en cambio, encuentra correlato con un sentido utilitario desde el cual se fijan las tareas que deben corresponderse con un desempeño técnico promedio, tareas que permitan dar cuenta de un parámetro de eficiencia. El enfoque de competencias en la Educación Superior ha privilegiado -para proyectarse- el segundo punto, sumando un tercer componente que refiere estrictamente a desempeños propios del mundo del trabajo en un contexto globalizado.
Diversos artículos e investigaciones, realizadas en Latinoamérica y en España, indican que el concepto cobró relevancia especialmente tras el proceso de globalización (Barrón Tirado, 2000; Cejas Martínez, s. f; Díaz Barriga, 2006; Bolivar, 2008; Rué, 2008). Relevancia que encuentra correlato en el establecimiento de sistemas de conocimiento en los que el trabajo, la formación y la educación se orientan principalmente por principios competitivos y valores meritocráticos.
Fundamentado en una conexión funcional con el mundo del trabajo y las exigencias tecno-informacionales propias del mundo actual, el enfoque de competencias se ha proyectado como una estrategia innovadora a través del cual las políticas de Educación Superior han establecido una agenda de cambios para el currículum universitario. Los cambios se concentran en optimizar el currículo hacia las demandas actuales del mercado laboral en detrimento del saber erudito y la formación enciclopedista; dogmas que durante mucho tiempo se postularon estructurantes de la formación académica.
Si bien se vuelve urgente y necesario un debate constructivo, crítico y actual sobre la transferencia de conocimientos, el enfoque de competencias no ha representado un aporte sustantivo a dichas demandas. Esto se justifica en el grado de diversificación del concepto, que impacta en los procesos de diseño curricular, estableciendo “tipos” de competencias. Así, los diseños curriculares re-definen la profesionalidad en base a listados de competencias que los estudiantes deben adquirir para conseguir el título. Se pasa por alto la discusión sobre los marcos teórico-conceptuales orientativos y fundantes del sentido de la Educación Superior, consolidando así una cultura académica proclive a valorar productos en detrimento de procesos.
También en el marco de la pregunta por el sentido de la Educación Superior es dable promover el interrogante sobre cómo se postulan las competencias y habilidades comunicacionales. Según las concepciones y la impronta caracterizada como predominante, la idea de competencia denota capacidad y resultados y, connota éxito y competitividad. Resulta en principio precaria una concepción de competencia comunicacional que tenga como premisa un “resultado exitoso”. Inicialmente y en el campo de la salud específicamente, la pregunta que surge es quién o quiénes se arrogan el éxito y qué características toma el proceso de intercambio de saberes si se prioriza el resultado.
La producción de conocimiento en torno al carácter de campo de la Educación Médica destaca dos perspectivas de carácter paradigmático. La primera, deudora de los aportes fundantes de Abraham Flexner, un destacado profesional que centró sus intereses en la investigación pedagógica sobre la educación médica estadounidense. El ideario flexneriano establece y define el rol del médico a través del tratamiento de la enfermedad. Además, prioriza la dimensión biológica del proceso salud-enfermedad en la formación y consecuentemente, la atención basada en la “departamentalización” del conocimiento y la especialización de la práctica médica. Las premisas expuestas continúan vigentes atravesando el curriculum legítimo y oculto de la mayoría de las carreras de medicina de América Latina y Europa; validando así un modo de comprender el ejercicio de la medicina.
Por otro lado, se ubica un modelo epistemológico-crítico que se desarrolla principalmente en América Latina, a mediados de la década de 1960. Se apunta a un modelo educativo alternativo que se proyecta fundamentalmente desde la relación salud-modos de producción- contexto socioeconómico para que el sistema de salud pueda dar respuesta a las necesidades de las comunidades (Pinzón, 2008). Enriquecido con la consolidación de la Medicina Social en tanto corriente que fortalece la comprensión de la determinación social de la salud, el paradigma crítico instaló la idea del currículo basado en la comunidad a través del acercamiento de los estudiantes a distintos espacios comunitarios, desde los primeros años de la carrera.
A tono con el modelo de cuño latinoamericano, a principios de los 90, la II Declaración de Edimburgo, expresó las conclusiones de la Cumbre Mundial de Educación Médica, evento que movilizó expertos de todo el mundo con el objetivo de redefinir el rumbo de la formación de cara a la situación epidemiológica imperante, al contexto sociopolítico y al enfoque de los determinantes sociales de la salud3.
Con el legado de estas dos perspectivas paradigmáticas a cuestas, la educación superior médica transita hasta la actualidad un profuso debate en el que además de la pugna consolidada sobre los perfiles profesionales –especialistas versus generalistas- se discute también una profunda revisión del objeto de estudio de la medicina, que se centra fundamentalmente en el cuestionamiento de la enfermedad para establecer disciplinariamente la profesión médica y las consecuencias que esto ha tenido en los modelos de atención. Al respecto y en línea con el legado continental, resulta esclarecedor el posicionamiento de organizaciones latinoamericanas como la Organización Panamericana de la Salud (OPS) y la Federación Panamericana de Asociaciones, Facultades y Escuelas de Medicina (FEPAFEM). Ambas entidades (1993) plantean que:
El objeto de estudio de las facultades de medicina es el ser humano en su integralidad biológica y social indivisible, por lo cual debe superarse la estrecha concepción que asigna carácter científico en salud únicamente a lo clínico-biológico. Esto plantea un falso dilema entre ciencias naturales y sociales e impide la articulación de saberes distintos, restringiendo la comprensión y acción coordinada e interdisciplinaria frente a la problemática de salud de la población (p. 133).
De acuerdo a las tensiones expuestas se ha iniciado un proceso de cambio que, si bien se explicita en un sinnúmero de programas y proyectos, concretamente en experiencias curriculares en distintas universidades del mundo y especialmente en Latinoamérica; se desarrolla en un marco que presenta no pocos obstáculos. Resultan exponentes de un escenario complejo, la brecha generacional que hace que profesionales formados en el auge del paradigma biomédico se muestren reticentes a los cambios curriculares y a las modalidades pedagógicas que conciben el aprendizaje centrado en el estudiante; los intereses de las corporaciones médicas que se desarrollan en cada región y los vaivenes que implica la política pública de salud de cada país.
Ha sido contundente el pronunciamiento a favor de producir cambios en las metodologías y orientaciones educacionales de todas las profesiones de salud por parte de las organizaciones internacionales tales como la Organización Mundial de la Salud (OMS) y OPS (Venturelli, 1997). Entre los fundamentos concluyentes que sostienen la necesidad de cambio, se enfatiza el caso de Estados Unidos, país que ha instituido la especialización de forma excesiva pero que no ha logrado transferir mejoras sustanciales al estado de salud de las poblaciones.
Puede advertirse un consenso sobre algunos de los puntos clave a los que debe atender la educación médica moderna de cara a los cambios que se esperan. De esto modo y tal como expresa Venturelli (1997): “El modelo centra la educación en el estudiante, se basa en problemas, es integrado, centrado en medicina comunitaria (aunque no excluye la hospitalaria), favorece los cursos electivos y asegura un aprendizaje sistemático” (p. 25). En el marco de las claves mencionadas, se considera y enfatiza la formación en comunicación. Explicitada como una “destreza”, se hace referencia a las dificultades de los médicos para comunicarse con sus pacientes, brindar la información requerida y posicionarse ante situaciones dramáticas y/o dilemáticas. Cabe destacar la preocupación creciente por las disputas legales contra los profesionales médicos, problemática en la que la comunicación es señalada como factor desencadenante (Venturelli, 1997).
En ese sentido, se alude a las “competencias comunicacionales” y se citan los avances que ha realizado la “Conferencia de Bellagio” en 2001, una reunión que se llevó adelante con representantes de la Fundación Rockefeller, la OPS, la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional y el Proyecto “Cambio” con el objetivo de aplicar modelos de competencias al campo de la comunicación para el desarrollo y el cambio social (Irigoin, Tarnapol Whitacre y Coe, 2002). En el recurso al fomento de dichos modelos y particularmente, en la referencia a una reunión internacional que aborda la comunicación para el desarrollo, se va consolidando un modo de concebir la misma en la formación médica. Surge un modo que, a primera vista, prioriza un rol subsidiario e instrumental de la comunicación. Se enuncia lo que puede producir, mejorar y atenuar, siempre y cuando el profesional lo practique. Su “utilidad” y “aplicabilidad” es lo que se valora.
La formación en comunicación surge y se enfatiza aún con mayor fuerza en las estrategias, propuestas e intervenciones que plasmó la OPS en la serie “La Renovación de la Atención Primaria de la Salud en Latinoamérica”, documentos de divulgación dirigidos a profesionales de la salud, equipos técnicos y decisores de política pública que consultan los lineamientos de la OPS.
En el marco de un modelo de formación en el que se apunta a desarrollar “sólidas competencias técnicas y sociales, un pensamiento interdisciplinario y un comportamiento ético” (Borrel, et al., 2008, p. 7) se destacan aspectos teóricos y prácticos que deben considerarse en el diseño de los planes curriculares orientados hacia la APS. Entre los mismos, la comunicación surge como un eje valorado y en el que coinciden la mayoría de los voceros/representantes de facultades de medicina de América Latina y el Caribe. Desde el mismo, se propone trabajar la relación médico-paciente, el trabajo en equipo, la noción de comunidad y las estrategias de promoción y prevención, así como la formación continua en informática (Borrel et al., 2008).
Un rápido diagnóstico sobre la forma en que la Educación Médica ha transitado y aún transita sus dilemas epistemológicos y en el epicentro de ellos, las discusiones sobre los perfiles profesionales, devuelve una instantánea del campo en la que la inclusión de la comunicación surge en los discursos más actuales que enfatizan sobre la necesidad de las transformaciones. Sin embargo, como se ha relevado, los enfoques enunciados en dichos discursos valoran exclusivamente la aplicabilidad que el profesional puede darle a “la comunicación” sin tener en cuenta la relación medicina-salud-sociedad, en la que se sustancia el intercambio simbólico fundamental.
Por lo expuesto, no se advierte una problematización de las perspectivas comunicacionales que vaya más allá de lo declamado para trascender la tendencia de las consabidas “competencias”. Resta incluir y optar por conceptos, concepciones y teorías que fortalezcan la dimensión ético-política de los perfiles profesionales que la región latinoamericana demanda en el campo de la salud.
La relación Comunicación y Salud se concibe como un espacio multidimensional, relacional y complejo que construye su objeto de estudio en la intersección del campo comunicacional y el campo sanitario, abarcando así fenómenos que se expresan en diversas prácticas sociales. Desde lo vincular hasta lo institucional, pasando por la configuración de políticas públicas, los procesos de gestión y la dimensión mediático-tecnológica que atraviesa las prácticas, completan apenas parte de la construcción del escenario epistémico del campo.
A propósito de su configuración, Cuberli y Soares de Araújo (2015) destacan las implicancias que conlleva enunciar el mismo desde el conectivo “y”, “Comunicación y Salud”. Dicha denominación indica articulación y, a la vez, delimita un territorio de disputas específicas integrado por los elementos característicos de cada uno. Petracci y Waisbord (2011) contextualizan la formalización del mismo en algunos países europeos y en Estados Unidos a partir de la década de 1960. Caracterizan el campo desde la interdisciplina y destacan los diferentes intereses teóricos y pragmáticos que en él confluyen. Otras denominaciones frecuentes como “Comunicación para la salud” o “Comunicación en salud” acotan el vínculo a la funcionalidad de la comunicación, cuestión que implica la pérdida de la dimensión de campo.
No obstante, la “Comunicación en salud” se reconoce como antecedente ya que, tanto a partir de diversas iniciativas como desde la multiplicidad de situaciones que producen sentido y evidencian el encuentro entre las dos áreas de conocimiento, comenzó a constituirse un espacio de reflexión que derivó en la conformación del campo académico.
El campo de la salud comienza a interesarse por la dimensión comunicacional a partir de la crisis del concepto biomédico de salud en la década de 1970, lo cual conduce a la emergencia del paradigma de la medicina social -el mismo que ya fuera enunciado en el apartado anterior, como referente fundante de un modelo de formación para la Educación Médica-. El paradigma citado jerarquiza un concepto de salud integral, multidimensional y complejo que trasciende el binomio enfermedad-curación y comienza a incorporar una comprensión dialéctica en el que interactúan salud, enfermedad, atención y cuidado.
La OMS promueve y concreta toda una serie de encuentros de donde surgen lineamientos fundamentales para orientar las políticas de salud a nivel mundial. La Declaración de Alma Ata en 1978, la Carta de Ottawa en 1986 y la Declaración de Yakarta en 1997 se consolidan como los documentos fundacionales de la relación comunicación-salud. En ellos se explicitan matrices argumentativas que instan a la inclusión de la comunicación como área estratégica para los fines de la salud; inclusión que debe sustanciarse desde las áreas de gobierno y que debe traducirse a nivel de servicios de salud. Como filosofía y estrategia, la APS y la Promoción de la Salud (PS) hacen hincapié en el reforzamiento de las capacidades de la población para incidir en el cuidado y el control de la salud, partiendo de las necesidades sentidas y de una construcción colectiva del ideal de salud al cual apuntar. “Todo esto supone información, educación y comunicación en estrecha relación, con repercusiones en el plano discursivo, en el desarrollo de nuevas áreas/proyectos de investigación y la creación de diferentes áreas de formación profesional” (Cuberli y Soares de Araújo, 2015a, p. 345).
Desde el campo de la comunicación, una primera referencia ineludible han sido todas las experiencias y, paralelamente, el campo de estudios conformado desde la Comunicación para el Desarrollo que en América Latina toma la forma de práctica de intervención a fines de 1950, en el marco de los procesos de transferencia cultural y tecnológica desde las sociedades consideradas “desarrolladas” hacia las “tradicionales”. En dicho contexto, se implementaron programas de comunicación para la salud que se caracterizaron por el uso de medios masivos e interpersonales y la investigación dirigida a establecer audiencias e indagar sobre los efectos de los mensajes para evaluar las estrategias implementadas. Los modelos teórico-metodológicos que subyacen son consecuentes a una comprensión funcionalista y conductista enfocada hacia la persuasión y el cambio de conductas (Cuberli, 2008).
Teniendo como horizonte el paradigma de la comunicación para el desarrollo, los modelos centrados en concepciones instrumentales y conductistas se consolidaron como dominantes, tanto en la investigación como en la práctica. No obstante, la producción de conocimiento teórico- conceptual con sello latinoamericano que se inicia a través de la Teoría de la Dependencia en 1960, puede referenciarse como pionera en la disputa por la hegemonía de la comprensión instrumental de la comunicación. Los consiguientes cambios y revisiones que se suscitaron, abrieron el horizonte para pensar en “otra comunicación para otro desarrollo”.
Así surgieron con fuerza los abordajes centrados en la dimensión sociocultural de la comunicación, desde los que se enfatiza el contexto, los determinantes de la salud y las concepciones de participación que dan cuenta de los procesos a partir de los cuales sujetos, colectivos y comunidades logran involucrarse cada vez más en la salud.
Tal como indican Cuberli y Soares de Araújo (2015a) los paradigmas dominantes siguen fuertes en muchos espacios institucionales, determinando maneras de concebir la comunicación en las prácticas de salud. Sin dudas, la Educación Médica en tanto campo puede considerarse a la vez, como espacio institucional exponente de dichos paradigmas. Si bien el reconocimiento conceptual de la APS y los principios de la PS avanzan sobre todo en la formación médica latinoamericana; en la manera de conceptualizar sus prácticas, instrumentos y estrategias se advierte la continuidad de una comprensión de la comunicación en tanto recurso, apoyatura y soporte que siempre es patrimonio del profesional o bien del sector salud para dinamizar los procesos.
Más allá de la trascendencia de las perspectivas funcionalistas, el campo Comunicación y Salud ha capitalizado la trayectoria político institucional y académica de los abordajes centrados en concepciones que priorizan la dimensión procesual de la comunicación. Abordajes que han visibilizado desde el juego de poder en la interacción médico-paciente, la dimensión significante en los procesos de participación comunitaria, la consideración de la interculturalidad, la construcción de redes y grupos de pares que inciden en el diseño de políticas de salud y hasta una legitimación de los conflictos y problemáticas que derivan del vínculo médico-paciente y servicios de salud-comunidad. Según Petracci (2015) esta línea o postura se desarrolla en las últimas décadas con los aportes de los estudios de recepción, los estudios culturales y el análisis del discurso.
Actualmente en el marco de cambios tecnológicos, sociedades globalizadas y profundamente desiguales, el énfasis de la Comunicación y Salud -con el debate previo a cuestas- recae en la construcción de autonomía y la ampliación de ciudadanía en lo que respecta a la salud individual y colectiva (p. 14).
La relación interpersonal, entre individuos y profesionales de la salud, se problematiza en el seno del campo como parte del ámbito de la participación (Cuberli y Soares de Araújo, 2015a) y también como dimensión que organiza y define el alcance de la comunicación en el ámbito de la salud en términos de intereses epistémicos, posibilidades de intervención y análisis. La dimensión interpersonal reconoce no sólo la comunicación médico-paciente sino la comunicación entre pacientes y entre profesionales de la salud (Petracci, Cuberli, Palopoli, 2010).
Ambos tratamientos resaltan la asimetría y la desigualdad en la comunicación médico-paciente como características definitorias, fundadas tanto en el saber profesional y las cuestiones simbólicas que de ellas se desprenden -el lenguaje, el trato, la distancia que impone el uniforme- como desde las propias concepciones socioculturales que traen y dinamizan a través del vínculo los profesionales. Rasgos todos que terminan generando barreras culturales en el acceso al sistema y mecanismos de exclusión; muchas veces con repercusiones en el procesamiento del diagnóstico y la adherencia al tratamiento.
El peso del tipo de formación incide sustantivamente en la naturalización del vínculo caracterizado; aunque actualmente surge un nuevo escenario donde la tecnología, sus mediaciones y la jerarquización de la PS demandan una nueva manera de pensar y proyectar la relación médico-paciente.
Desde la dimensión interpersonal deben plantearse investigaciones acerca de las prácticas, representaciones y necesidades de los distintos sujetos y colectivos para incidir sobre todo en estrategias tendientes a la accesibilidad, asumiendo que la misma se origina en las condiciones y discursos de los servicios y las condiciones y representaciones de los sujetos (Petracci et al., 2010). En ese sentido, es fundamental revisar el tipo de vínculo comunicacional que se promueve en la formación de profesionales de la salud.
1Un abordaje crítico-discursivo del tema fue objeto de la Tesis de Maestría¨ La inclusión de la comunicación como contenido curricular de la formación médica en la Universidad Nacional del Comahue. Un estudio bajo la perspectiva del Análisis del Discurso¨, presentada por la autora para alcanzar el grado de Magister en Ciencias Sociales y Humanidades en la Universidad Nacional de Quilmes. La investigación, dirigida por la Dra. Milca Cuberli y co-dirigida por la Lic. Ana Aymá, recuperó varios años de aproximación al tema desde la práctica docente y la investigación en comunicación y salud. Se llevó adelante una investigación cualitativa basada en el Análisis Crítico del Discurso (ACD) centrada en la unidad de análisis mencionada en el título de la tesis.Se implementaron técnicas de investigación documental y entrevistas semi- estructuradas a informantes clave para conformar el corpus del análisis. El presente artículo retoma y re-elabora en tono reflexivo, dos capítulos centrales de la tesis citada.
2El concepto citado se ha difundido y establecido mundialmente a partir de la Declaración de Alma Ata, en 1978. El documento surge como producto de la Conferencia Internacional homónima, patrocinada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) con el fin de afirmar un nuevo modo de concebir la salud y su atención en función de las crecientes inequidades evidenciadas a partir del avance del capitalismo a nivel mundial.
3Los determinantes sociales de la salud se comprenden como las condiciones sociales en las cuales viven y trabajan las personas, el proceso en el que despliegan su ciclo vital, lo que incluye las condiciones de su producción y reproducción ampliada, el acceso a sus derechos y a la protección social en todas las dimensiones humanas y sociales. El concepto cobró relevancia a partir de la década 1970 en Europa, en el contexto de un cambio de paradigma en la comprensión de la salud pública. A partir del mismo, comenzó a tener peso el análisis socio- estructural para desarrollar políticas públicas en el ámbito de la salud.
En los itinerarios de los tres campos propuestos se revelan debates intrínsecos y tensiones aún vigentes que resultan significativas para una reflexión sistemática y crítica sobre la incorporación de la comunicación como contenido curricular en la formación médica. A partir de su reconocimiento, se pretende iniciar un ejercicio de análisis que permita dirimir si la incorporación curricular de la comunicación en la formación médica, tal como fue estableciéndose, logra de alguna manera incidir en la transformación de las asimetrías y las exclusiones materiales y simbólicas que caracterizaron históricamente los vínculos entre médicos y pacientes y las relaciones medicina-salud-sociedad.
En principio cabe reparar en el carácter dilemático y ambiguo que reviste el concepto de competencias y la relevancia que ha tenido para incluir la comunicación en los ámbitos de formación académica de profesionales de la medicina. Tal como se advirtió, el campo de la Educación Superior, viene dando el debate sobre el concepto y el enfoque de competencias, poniendo el acento sobre todo en la connotación eficientista y operativa que despliega. Y si bien, el campo también se ha hecho eco de las debilidades de una formación centrada en la erudición, alejada de los contextos y realidades construidas y sentidas por los colectivos y las comunidades, la formación académica orientada hacia el dogma de la eficacia, no resuelve ni atenúa dichas debilidades. Por el contrario, obtura con mayor intensidad el tratamiento de marcos conceptuales situados política y epistemológicamente; marcos que resultan fundantes de praxis transformadoras.
Por otro lado, resulta imperioso preguntarse por las implicancias de una expresión que el ámbito de la Educación Médica declama y naturaliza; las “competencias y habilidades comunicacionales”. Los dos primeros términos se implican mutuamente. Suponen la adquisición de atributos para poner en práctica y así poder ejercer un cierto grado de control sobre determinadas acciones. Competencia es sinónimo de “autoridad”, “incumbencia”, “dominio”, “poder”. En el contexto de formación en el que se ha difundido equivale a un “saber hacer”. Imbuida en ese encadenamiento significante, la comunicación debe proyectarse demostrable, tangible, aplicable. Lo que se debe demostrar es que se puede “comunicar al paciente” o a “la comunidad” de manera eficiente pero la “eficiencia” en un proceso de comunicación, la mayoría de las veces, es un valor a construir entre emisores y receptores.
Ahora bien, si la comunicación se incluye y legitima curricularmente como una habilidad que el profesional debe dominar. Si se la conceptualiza como una serie de atributos que incrementa y pone en práctica. ¿Dónde reside la posibilidad de acortar la asimetría en tanto característica de la relación médico-paciente? ¿Cuáles serían aquellas habilidades que alojan y legitiman el discurso de los padecimientos y los saberes que de ellos emana? Es dable pensar que cuanto más se prescribe el proceso de la comunicación en los procesos de salud-enfermedad-atención menos margen queda para la construcción conjunta de sentido acerca de los saberes y padeceres de los sujetos y las comunidades.
Por otro lado, la impronta de la APS y su impacto en las discusiones sobre los perfiles a los que apunta la formación médica en el continente latinoamericano, apelan a la comunicación como un eje sustancial y una herramienta decisiva a la hora de identificar los atributos que deberían caracterizar el profesionalismo de los futuros médicos comprometidos con la estrategia. No obstante, la misma surge enunciada y declamada sin involucrar categorías teóricas de las Ciencias Sociales ni las perspectivas latinoamericanas que ya en el devenir del campo Comunicación y Salud han tenido trascendencia en la superación del “sesgo instrumental”. En este sentido, se vuelve necesario analizar críticamente incluso, el discurso que sostiene la APS sobre la comunicación en la formación médica.
Finalmente, el campo Comunicación y Salud se propone como referente epistémico para fortalecer la formación en comunicación en la formación médica. Desde su constitución, se ha dado las discusiones necesarias en torno al legado desarrollista y las consecuencias de reproducir discursos, prácticas y estrategias centradas en perspectivas instrumentales, que tomaran lo comunicacional en términos estrictamente funcionales u operativos. Tal como resalta Petracci et al, “lo comunicacional en salud no es meramente una estrategia de pasos a seguir. Si bien ponerla en marcha será necesario, el punto de partida es teórico y conceptual” (2010, p. 1). Un debate fructífero que aloje dicho “punto de partida” es lo que no se percibe en las discusiones iniciales que legitimaron académicamente la incorporación de la comunicación en la formación médica. Tampoco se advierten indicios de un tratamiento crítico en el discurso de organismos internacionales y latinoamericanos que impulsan la formación alineada a la concepción de APS.
El campo también aporta sustantivamente al fortalecimiento de una formación ético-política, ya que concibe la relación medicina-salud-comunidad a través de las desigualdades y asimetrías que residen en constructos simbólicos arraigados y legitimados pero disputables desde lo comunicacional. Disputa que se vuelve posible al internalizar lo comunicacional como un proceso esencialmente social y cultural, desde el que se revela y comprende la construcción de roles, representaciones, discursos y creencias. Miradas y perspectivas que permiten cuestionar y consecuentemente, modificar las desigualdades naturalizadas en el ámbito de la medicina y la salud.
En suma, los conceptos, la producción de conocimiento y las apuestas actuales del campo Comunicación y Salud, apuntan a la construcción de autonomía en el campo de la salud (Petracci, 2012) y ese objetivo es justamente el principio para una formación cada vez más crítica y comprometida con la democratización del conocimiento científico-médico y la construcción de una cultura de salud.
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