¿De qué hablamos cuando hablamos de desindustrialización? Un breve recorrido por el debate teórico y una reflexión desde el caso argentino
What are we talking about when we talk about deindustrialization? A brief tour to the theoretical debate and a discussion from the Argentine case
Germán Herrera BartisEn este ensayo reflexiono –con un lenguaje desprovisto de tecnicismos y una utilización mínima de datos cuantitativos– sobre las principales alternativas teóricas del debate sobre la desindustrialización en la literatura económica y analizo algunas características específicas que han definido al proceso de retracción industrial de la Argentina. El escrito se nutre de los resultados obtenidos en una serie de trabajos de investigación que realicé en los últimos años en el marco de mi tesis doctoral en Historia Económica y que pueden ser consultados por quien desee tomar contacto con un tratamiento mucho más documentado e intensivo en cifras estadísticas sobre el tema en cuestión (Herrera Bartis, 2017; 2017b; 2018; 2018b).
Uno de los puntos que se discuten en este ensayo está referido al hecho de que el uso del término desindustrialización en la literatura especializada estuvo atravesado por una serie de ambigüedades definicionales que han tornado impreciso el debate. Distintos autores han utilizado la expresión dotándola de significados muy dispares. En parte, eso explica por qué bajo algunas lecturas la desindustrialización ha sido interpretada como un resultado normal del devenir de una economía capitalista moderna mientras que otras interpretaciones lo han reconocido como un fenómeno peligroso con consecuencias negativas. Por otra parte, la discusión académica sobre la desindustrialización tuvo su origen en los Estados Unidos y el Reino Unido y estuvo fundamentalmente dirigida a estudiar las características del fenómeno en esos países. Sin embargo, el profundo deterioro industrial que experimentó nuestro país desde mediados de la década de 1970 presenta una serie de especificidades que lo alejan no solo de esas experiencias sino también de otros casos recientes de desindustrialización. Dada la extraordinaria importancia que reviste el fenómeno en la Argentina, y frente a las especificidades mencionadas, resulta relevante contribuir a precisar de qué hablamos cuando hablamos de desindustrialización desde una perspectiva propia y acorde a la experiencia doméstica.
Antes de discutir las dificultades definicionales que rodean al término vale la pena aclarar que el fenómeno de la desindustrialización es esencialmente ajeno a la agenda de trabajo del paradigma económico ortodoxo. En los ámbitos académicos y profesionales encuadrados bajo este paradigma el tópico en cuestión enfrenta normalmente uno de los dos recibimientos siguientes. El primero es la lisa y llana impugnación absoluta de la relevancia del tema. ¿Por qué razón –nos interpelarán– debería importar que un país elabore o no bienes industriales? El segundo recibimiento habitual –una versión matizada del anterior– consiste en trivializar el fenómeno a partir del señalamiento de que, bajo una mirada de largo plazo, la desindustrialización representa simplemente una etapa específica y completamente normal dentro de un sendero de desarrollo económico. Este señalamiento se vincula con la forma específica en que la desindustrialización fue originalmente definida por algunos autores que estudiaron lo sucedido en las economías centrales, por lo que volveré sobre el tema en el próximo apartado. Me referiré aquí al primer punto.
El hecho de que la desindustrialización sea considerada por el grueso de los economistas académicos un fenómeno irrelevante tal vez sorprenda al lector o lectora ajena a las reglas de juego de la disciplina. Al fin y al cabo, durante décadas, el vínculo entre industrialización y desarrollo conformó un sentido común generalizado en el discurso público (de hecho, las expresiones “países industrializados” y “países ricos” constituían poco menos que identidades terminológicas). Sin embargo, en el terreno específico de la teoría neoclásica (corriente hegemónica de la economía desde hace alrededor de un siglo y medio) la ligazón entre industrialización y desarrollo no es reconocida como tal. Más genéricamente y dicho de forma muy simple: para la economía ortodoxa aquello que un país produce resulta neutral en materia de crecimiento económico. En parte, como sucede en todo dogma que se precie de tal, el precepto de la neutralidad productiva neoclásica se manifiesta por omisión. En otros espacios, en cambio, el mensaje se torna algo más explícito. Esto último es lo que sucede en (las sucesivas versiones de) los modelos tradicionales del comercio internacional. La conclusión central de esos modelos es sencilla pero poderosa: con la especialización productiva –junto a la desregulación del comercio y de la circulación del capital– todos ganan. No existen, a priori, sectores o actividades cualitativamente superiores a otras, sino que cada país deberá especializarse en aquello en lo que presente “ventajas” frente al resto (la forma en la que se definen esas ventajas varía según el modelo, pero el punto esencial es que no deben ser promovidas sino asumidas como tales bajo una determinación estática).
Sin embargo, en cuanto abandonamos el universo ilusorio y autocomplaciente de la teoría neoclásica el principio de la neutralidad productiva desaparece. Posiblemente quién más y mejor enfatizó este punto ha sido el economista noruego Erik Reinert, quien en muchos de sus trabajos documenta el hecho de que la presunción de neutralidad sectorial constituye, bajo una mirada de largo plazo, una singularidad conceptual que supuso una ruptura con ideas económicas establecidas desde hacía –al menos– medio milenio (Reinert 1994; 2002; 2004; Reinert y Daastøl, 2004; Kattel, Kregel y Reinert, 2009).
Si aquello que una economía produce sí importa la desindustrialización verá reivindicada su relevancia como tema de análisis. Al fin y al cabo, para buena parte de la literatura sobre desarrollo, alejada del mainstream neoclásico, la industrialización representó el tránsito histórico que logró estimular –de forma inédita y autorreforzadora– la inversión, la innovación tecnológica, el aprendizaje de capacidades productivas y, en definitiva, el crecimiento económico acelerado en un conjunto de países que hoy llamamos desarrollados. Distintos factores han sido enumerados en la literatura económica heterodoxa para dar cuenta de la relevancia especial de la industria. Entre ellos, su mayor capacidad para explotar los beneficios derivados de las economías de escala (internas y externas a la empresa; y de carácter estático y dinámico) y, también, de las llamadas economías de gama; la tendencia de la productividad del trabajo en la industria a crecer por sobre la de otros sectores de la economía; la capacidad protagónica del sector para impulsar la innovación y el surgimiento de nuevos saberes tecnológicos; su mayor inducción de encadenamientos intersectoriales que complejizan el tejido productivo; la capacidad distintiva de los bienes industriales para exhibir características y prestaciones diferenciadas frente a la relativa homogeneidad de los bienes de base primaria; y la mayor demanda relativa de trabajo calificado en los eslabones industriales más intensivos en conocimiento.1
1 En Weiss (2002, Capítulo 4) y en Szirmai (2009) puede encontrarse un tratamiento detallado de varios de estos atributos específicos asociados a la industria. En términos algo más técnicos, puede señalarse que todos los factores apuntados integran una misma dimensión conceptual –de larga tradición en los escritos económicos– que permite sintetizar la respuesta al interrogante sobre la relevancia distintiva de industria manufacturera: el sector es “especial” porque presenta rendimientos crecientes, en el sentido amplio que autores como Young y Schumpeter le imprimieron al término (véase Herrera Bartis, 2018, sección II.2).
Pese a que existen antecedentes, el debate sobre la desindustrialización cobró fuerza en el Reino Unido y en los Estados Unidos en las décadas de 1970 y 1980 cuando una serie de economistas comenzaron a estudiar los cambios que estaban sufriendo las estructuras productivas de estas dos potencias económicas. Desde un principio resultó claro que el término en cuestión encerraba problemas de interpretación y que distintos autores lo utilizaban de forma disímil (Cairncross, 1979; Thirlwall, 1982). En otras palabras, nunca existió un acuerdo claro sobre qué variable específica resultaba más apropiada para medir la desindustrialización.
Lo anterior no significa que no haya existido una definición predominante sobre el tema. Esa definición existió y se expresó como una caída relativa del empleo industrial. Es decir, la desindustrialización, así entendida, consiste en la tendencia declinante de la proporción (no del número absoluto) alcanzada por los ocupados industriales en el empleo total de una economía. Esta definición resulta muy apropiada para la naturalización del fenómeno de la desindustrialización que normalmente llevaron adelante los pocos economistas ortodoxos que se dedicaron a analizar el tema en las economías avanzadas (Fuchs, 1968; Lawrence, 1983; Rowthorn, 1986; Rowthorn y Wells, 1987; Krugman y Lawrence, 1994; Krugman, 1996a; 1996b; Rowthorn y Ramaswamy, 1997; 1999; Rowthorn y Coutts, 2004). Como dijimos antes, estos economistas tendieron a trivializar el fenómeno describiéndolo como un proceso “natural” derivado de la propia madurez de la economía que no representa un peligro para el desempeño de las principales variables agregadas (como la tasa de crecimiento, el nivel de empleo, o el equilibrio de las cuentas externas). En estas interpretaciones, y bajo la definición mencionada, la desindustrialización ocurre porque la productividad media del trabajo (es decir, el valor agregado que cada trabajador genera en una unidad fija de tiempo) muestra una tendencia estructural a crecer más velozmente en la industria que en los servicios. En otras palabras: a medida que transcurre el tiempo, la industria es capaz de elaborar el mismo volumen de producción con una proporción cada vez menor de empleo. Adicionalmente, como un fenómeno que se suma al anterior, algunos autores también invocaron un supuesto declive tendencial del consumo (relativo) de bienes industriales y un paralelo giro de las preferencias hacia la demanda de intangibles.
Sin embargo, estuvo claro desde un comienzo, aún en el ámbito delimitado del debate de los casos británico y estadounidense, que la definición anterior no contentaba a todos. Una serie de economistas críticos comenzó a utilizar el concepto de desindustrialización en un sentido mucho más amplio que trascendía la definición estrecha mencionada anteriormente. Así, se llevó la atención a variables tales como la caída absoluta (y no solo relativa) del número de ocupados industriales, la contracción del valor agregado sectorial, el deterioro de los indicadores de inversión e innovación tecnológica en la industria, el ocaso de distintas ciudades afectadas por el cierre de sus principales fábricas y el desequilibrio creciente en la balanza comercial (Singh 1977; 1979; Freeman, 1979; Cornwall, 1980; Bluestone y Harrison, 1982; Thirlwall, 1982; Bluestone, 1983; 1984; Bazen y Thirlwall, 1989; Kitson y Michie, 1996; 1997; 2014).
Pese a sus diferencias, estos economistas entendían que la desindustrialización de los Estados Unidos y el Reino Unido no constituía una secuela natural de la madurez sino que suponía un peligro potencial para el desarrollo de mediano y largo plazo de esas economías. En particular, uno de los puntos que recibió más atención en el debate sobre el declive industrial del Reino Unido en los años 70 –y que posee resonancias directas para el análisis del caso argentino– giró alrededor del interrogante sobre cómo se podría solventar el creciente desequilibrio comercial externo de bienes industriales que comenzaba a padecer el país. De hecho, en un artículo sobre el tema que devino clásico, Singh (1977) definió la desindustrialización británica como la incapacidad progresiva enfrentada por la industria de ese país para generar las divisas que pudieran mantener las cuentas externas en equilibrio, un equilibrio que –subrayaba Singh– debía ser compatible con niveles de actividad, empleo y tipo de cambio “socialmente aceptables” (es decir, que no debía alcanzarse a expensas de una limitación del crecimiento o un elevado nivel de desempleo que deprimiera la demanda de importaciones). Al fin y al cabo, el segmento de los productos industriales había brindado al Reino Unido sus resultados comerciales más abultados en el siglo XIX y buena parte del XX, por lo que resultaba lógico preguntarse –frente a un escenario de desindustrialización creciente– cómo serían pagadas las importaciones a futuro. Desde entonces, esta interpretación fue conocida como “la mirada de Cambridge” sobre la desindustrialización del Reino Unido (Cairncross, 1979) y rivalizó con las lecturas más ortodoxas del fenómeno.
Más recientemente, diversos economistas heterodoxos (y algunos organismos internacionales) revisitaron el tópico de la desindustrialización a fin de caracterizar las particularidades del fenómeno en las economías atrasadas. Surgió así el concepto de desindustrialización prematura (Stein y Nissanke, 1999; UNCTAD, 2003; 2016; UNIDO, 2004; Palma, 2005; 2014; Dasgupta y Singh, 2006; Tregenna, 2009; 2011; 2013; 2015; Rodrik, 2015).
La desindustrialización prematura encuentra antecedentes teóricos en la noción de desindustrialización negativa o fallida que, una vez más, había surgido en el debate referido a las economías centrales (Rowthorn, 1986; Rowthorn y Wells, 1987; Bazen y Thirlwall, 1989). En un proceso de este tipo, la caída en el empleo manufacturero (que seguramente no será solo relativa sino absoluta) también se verá reflejada en el declive de la producción y el número de empresas industriales. La desindustrialización fallida afecta el desenvolvimiento de toda la economía y la fuerza de trabajo que expulsa la industria no logra incorporarse (al menos de manera formal) a otros sectores de actividad, por lo que se observa un aumento de las tensiones en el mercado de trabajo. Al mismo tiempo, el esperable deterioro en el intercambio comercial de bienes industriales no logra ser compensado por la aparición de nuevos sectores dinámicos en materia exportadora, lo cual genera una presión sistemática sobre las cuentas externas.
El concepto de desindustrialización prematura recuperó, profundizó y reelaboró las nociones precedentes en función de las especificidades mostradas por un conjunto de economías atrasadas que –generalmente a partir de los años 80– exhibieron una involución de su sector industrial y un paralelo deterioro de sus trayectorias de desarrollo. En particular, la identificación del carácter prematuro de la desindustrialización puso de manifiesto el hecho de que los países que padecieron este fenómeno exhibieron una caída del empleo (y/o del valor agregado industrial) a partir de niveles de ingreso medio mucho más bajos que los observados en las trayectorias de las economías centrales. Tal circunstancia implica que el proceso de maduración productiva y tecnológica de los desindustrializadores prematuros estaba lejos de sus fases avanzadas al momento de iniciarse la desindustrialización, por lo que estos países resignaron anticipadamente las ventajas que supone contar con un sector industrial dinámico y creciente. Sostiene Tregenna (2013): “la desindustrialización prematura tenderá a producir efectos particularmente negativos en el crecimiento de largo plazo, dado que una menor parte de los beneficios de la industrialización fueron previamente capturados” (p. 97, traducción propia).
Asimismo, el análisis de la desindustrialización prematura descartó que el fenómeno haya obedecido –como pudo haber sucedido en algunos países avanzados– a factores endógenos como el incremento diferencial de la productividad del trabajo industrial. Por el contrario, diversos autores identificaron un vínculo causal directo entre los programas ortodoxos de ajuste estructural (particularmente, en lo referido a la apertura comercial acelerada, la liberalización financiera y el desmantelamiento de las instituciones de promoción industrial) y la desindustrialización prematura de diversas economías de África Subsahariana y de América Latina (Stein, 1992; Shafaeddin, 1995; Bennell, 1998; Stein y Nissanke, 1999; Noorbakhash y Paloni, 2000; Thoburn, 2001; Palma, 2005; 2014; Dasgupta y Singh, 2006; Tregenna, 2013).
¿En qué lugar encuentra el debate precedente a la Argentina? Atendiendo a los diferentes indicadores disponibles, no parece exagerado sostener que nuestro país es “la tierra de la desindustrialización”, en cualquiera de las múltiples y versátiles acepciones del término. En efecto, la Argentina sufrió, a partir de mediados de los años 1970, un proceso de desindustrialización negativa y multidimensional que, por su extensión y profundidad, adquiere un carácter sumamente inusual (y, en algunas dimensiones, único). Un factor que ayuda a entender el por qué de esta situación es que la Argentina alcanzó –bajo una mirada comparativa– un lugar “incómodo” en la fase temporal precedente a la desindustrialización, en tanto no resulta fácil encontrar otra economía no desarrollada que haya llegado tan lejos en materia de industrialización.2 Dicho de otra forma: Argentina llegó a ser un país “demasiado industrializado” para los parámetros de una economía atrasada pero no tanto como para que su (accidentado y contradictorio) proceso de industrialización –y de desarrollo en general– pudiera tornarse autosostenible cuando el contexto político y económico interno y externo experimentó un giro radical. La Argentina tampoco logró –y este punto constituye una de las mayores evidencias del carácter prematuro y fallido de su proceso de desindustrialización– llevar adelante una reespecialización sectorial alternativa exitosa para dar respuesta adecuada a las necesidades de empleo e impulsar nuevas capacidades exportadoras. En lo que sigue discutiré alguna evidencia parcial respecto a lo afirmado.
Observando las definiciones alternativas que se presentaron antes, la desindustrialización de la Argentina presenta un punto de inicio disociado. La retracción industrial por empleo relativo tuvo lugar desde mediados de los años 1960, momento en el cual la ocupación en la industria representaba cerca de una cuarta parte del empleo total (Herrera Bartis, 2018b, p. 11). Sin embargo –y esto da cuenta de la limitada importancia del nivel de empleo relativo para caracterizar un proceso de desindustrialización– entre 1963 y 1974 la productividad media del trabajo industrial en la Argentina (que había permanecido más o menos invariable entre 1950 y 1963) ingresa en una fase de aceleración inédita y el PIB industrial per cápita crece a una tasa media anual superior al 6%, por encima del crecimiento agregado. Como se sabe, a partir de allí la historia se modifica. La secuencia del Rodrigazo en 1975 y del posterior cambio de régimen económico en forma de shock que dispuso la última dictadura militar a partir de 1976 establecieron un punto de no retorno para la industria argentina que comprende múltiples dimensiones.
Me referiré primero a lo sucedido con la economía a nivel agregado. Durante las tres décadas y media que transcurren entre el referido quiebre de mediados de los años 70 y 2010 se distinguen tres etapas en lo que a la evolución de la actividad económica se refiere. La primera de ellas se extiende hasta 1990 y está caracterizada por una prolongada contracción del PIB per cápita en el marco de una gran volatilidad macroeconómica. El segundo ciclo corresponde al auge y la caída del Plan de Convertibilidad, donde la actividad económica exhibe una trayectoria con forma de “U invertida”. Finalmente, la tercera etapa identificable comienza a partir de 2003, momento en el que la economía se expande dinámicamente hasta 2011. Dentro de ese sendero accidentado, existe un dato que desnuda el deterioro que mostró el desempeño de la Argentina en materia de crecimiento económico tras el inicio de su desindustrialización: el PBI per cápita de 2004 era, en términos reales, el mismo que el país había alcanzado tres décadas atrás. No resulta sencillo identificar otra economía que durante treinta años haya exhibido un crecimiento nulo de su ingreso medio.
Aunque cueste creerlo, la trayectoria de la producción industrial desde mediados de los años 1970 fue aún peor que la de la economía en su conjunto. En el piso que se alcanzó durante la crisis de 2002, el valor agregado industrial per cápita era, en términos redondos, la mitad del conseguido en 1974. En ese período, la industria argentina expulsó en términos netos más de 370 mil trabajadores, casi el 30% del total existente al inicio del ciclo de desindustrialización. Unas 25 mil empresas industriales (nuevamente, en términos netos) cerraron sus puertas durante esos años, lo que representa cerca de uno de cada cuatro establecimientos fabriles existentes en 1974. La industria –como la economía a nivel agregado– ingresó en una fase de crecimiento a partir de 2003 que se extendió hasta 2011, pero esa expansión no alcanzó para que el PBI industrial de nuestro país recuperara, en términos per cápita, el nivel alcanzado a mediados de los años 70.
Otra dimensión en la cual se manifiesta el carácter negativo de la desindustrialización argentina es la vinculada al cambio regresivo en materia sectorial que tuvo lugar al interior de la propia industria. En 1975, la Argentina era el país sudamericano que mostraba la mayor especialización relativa por empleo en sectores industriales intensivos en ingeniería (Herrera Bartis, 2017b, p. 22), agrupamiento que reúne una serie de actividades “complejas” en términos productivos y tecnológicos, tales como la elaboración de maquinaria eléctrica y no eléctrica, distintos bienes de consumo durable (como los electrodomésticos), el instrumental de precisión para uso profesional, el complejo automotriz, los astilleros navales y el sector aeroespacial, entre muchos otros. En conjunto, esos sectores explicaban cerca de uno de cada tres empleos existentes en la industria. Tres décadas y media más tarde las actividades intensivas en ingeniería habían perdido 8 puntos porcentuales de participación en el empleo industrial (todos los subsectores del agrupamiento vieron menguada su presencia relativa en el agregado de la industria). En contraposición, la elaboración industrial de alimentos ganó presencia relativa, lo que llevó a que las ramas intensivas en recursos naturales explicaran en 2010 cerca de la mitad de la ocupación industrial total. Dicho en otros términos: además de achicarse en términos agregados, entre 1975 y 2010 la industria argentina sufrió un cambio regresivo de su composición intrasectorial: se redujo la participación de las actividades que elaboran bienes diferenciados y creció la de las actividades intensivas en recursos naturales domésticos (fuertemente especializadas en elaborar commodities tales como harinas y aceites).
Frente a estos cambios productivos estructurales vale preguntarse por lo sucedido en materia de relocalización del empleo. En la Argentina –y esta es una tendencia generalizada en la región durante las últimas décadas– la desindustrialización condujo a un giro acelerado de la fuerza de trabajo hacia el macrosector de los servicios. En particular, cuatro segmentos de ese sector vieron incrementada su participación en el total del empleo entre 1975 y 2010: el sector público; los servicios financieros, inmobiliarios y de seguros; las actividades de comercio, restaurantes y hotelería; y los servicios personales y comunitarios.3 En conjunto, estos agrupamientos ganaron 20 puntos porcentuales de participación en la ocupación total en la etapa mencionada y llegaron a concentrar dos terceras partes del empleo de la Argentina en 2010. Sin embargo, y este es un punto que considero determinante, las cuatro actividades en cuestión exhibieron una caída de la productividad laboral media en la etapa mencionada. Dicho de forma sencilla: aquellos sectores económicos que en las últimas décadas ganaron más empleo (incrementando su participación en el total) vieron disminuir, en promedio, el valor agregado que genera cada trabajador. Como se comprenderá, el hecho de que el empleo se dirija masivamente a actividades de bajo dinamismo en materia de productividad no es una gran noticia para la economía en cuestión. Así, a nivel agregado, la productividad del trabajo en la Argentina se derrumbó, en tanto pasó de una tasa media de crecimiento anual de 1,6% entre 1950 y 1975 (un registro ya de por sí modesto) a una de 0,3% entre 1975 y 2010.
En buena medida lo anterior se vincula al aumento vertiginoso de la informalidad en el mercado de trabajo argentino durante las últimas décadas (la correlación entre el incremento de la informalidad laboral y el crecimiento relativo del empleo en los servicios en nuestro país es notablemente elevada). De hecho, resulta difícil no considerar como desempleo oculto a una parte sustancial del trabajo–informal y de baja productividad– que se localizó en algunas de las actividades de servicios mencionadas si se tiene en cuenta la enorme laxitud del criterio utilizado por las estadísticas oficiales argentinas para considerar que una persona se encuentra ocupada (basta con haber trabajado una hora semanal de forma remunerada en cualquier tipo de actividad y con independencia de la modalidad de inserción). En cualquier caso, si prestamos atención al dinamismo de la productividad del trabajo, parece indudable que, en el marco de una gran caída de la participación del empleo industrial, la oferta laboral en la Argentina no transitó durante las últimas décadas un sendero exitoso de relocalización sectorial.
Finalmente, el último punto que quiero considerar se refiere a las limitadas capacidades mostradas por nuestra economía en lo que a exportación de servicios se refiere. Actualmente, no menos de tres cuartas partes de los trabajadores argentinos registrados que se desempeñan en el sector privado se ubican en algún eslabón del –muy heterogéneo– universo de los servicios (la proporción crece si se incluye al empleo público y al trabajo informal). Sin embargo, a diferencia de lo sucedido en otras experiencias internacionales de desindustrialización, en los últimos 40 años la Argentina exhibió un déficit sistemático en el intercambio comercial agregado de servicios. En las últimas dos décadas ese déficit representó, en promedio, el equivalente a un punto porcentual del PBI por año. Lo anterior no quita que, tal como señala López (2017, p. 67), en ciertos subsectores puntuales de servicios intensivos en conocimiento la Argentina haya mostrado a partir de los años 2000 una elevada dinámica exportadora. Incluso, en dos de esos segmentos (software y servicios informáticos; y consultoría y gestión profesional) el país registró desde 2005 resultados sistemáticamente positivos (y de considerable magnitud) en su intercambio comercial con el exterior. Sin embargo, el punto que deseo remarcar es que, más allá de la aparición de nichos sectoriales específicos, durante las últimas décadas la Argentina no logró encontrar en los servicios, en términos agregados, una alternativa exportadora exitosa que pudiera contrarrestar los efectos de su proceso de desindustrialización en la balanza comercial. El desequilibrio estructural que muestra la Argentina en el intercambio externo de bienes industriales no se vio aliviado –como sí sucedió, por caso, en el Reino Unido– sino profundizado por la trayectoria del intercambio externo de los servicios.
Así, una de las características que han definido la desindustrialización de carácter fallido y prematuro de la Argentina es que el proceso derivó en una agudización de su tradicional dependencia de las exportaciones de bienes indiferenciados de base primaria. Frente a este cuadro, vale preguntarse –parafraseando a Singh– si existe acaso alguna evidencia en el recorrido histórico de nuestro país que indique que las divisas generadas por dichas exportaciones pueden resultar suficientes para alcanzar equilibrios externos e internos socialmente aceptables.
2Al respecto, véase la comparación de diez trayectorias de desindustrialización en América del Sur que se realiza en Herrera Bartis (2017b). Como allí se muestra, en ningún otro país de la región la proporción del empleo industrial en la ocupación total de la economía alcanzó una incidencia semejante a la mostrada en la Argentina. Asimismo, la participación del valor agregado industrial en el PBI registró un máximo muy superior al del resto de los países sudamericanos analizados (sobrepasó el 34% en 1974, medida a precios constantes de 1970); finalmente, dentro de los parámetros regionales, la industria argentina también alcanzó hacia mediados de los 70 un patrón distintivo en su especialización sectorial relativa, en tanto casi un tercio de los trabajadores industriales se desempeñaban en alguna de las ramas que componen el agrupamiento de las actividades más intensivas en ingeniería y conocimiento.
3 Puede consultarse la integración detallada de cada uno de estos sectores (técnicamente, secciones o letras del clasificador internacional CIIU revisión número 3) en Herrera Bartis (2018b, p. 21).
Este ensayo examinó sucintamente las principales alternativas conceptuales del debate sobre la desindustrialización (debate que tuvo su origen y apogeo hace algunas décadas alrededor de las experiencias de Estados Unidos y el Reino Unido) y expuso ciertas características distintivas que han definido al proceso de retracción industrial de la Argentina.
Como se argumentó, el uso del concepto de desindustrialización en la literatura económica ha estado atravesado desde siempre por una serie de ambigüedades e imprecisiones definicionales que han tornado impreciso el debate sobre el tema. Puesto de una manera más sugestiva: el concepto de desindustrialización ha sido objeto de disputa. Definir al fenómeno de una u otra manera, privilegiando una u otra variable para caracterizarlo, no representa una decisión formal, sino que guarda lazos directos con la determinación de sus causas y sus consecuencias. La disputa sobre el significado de la desindustrialización quedó inicialmente expuesta en el análisis de las trayectorias de desindustrialización de las economías avanzadas: bajo algunas lecturas, la desindustrialización era interpretada como un resultado normal del devenir de una economía capitalista moderna mientras que otras interpretaciones lo reconocían como un fenómeno peligroso con consecuencias negativas.
Recientemente, el tópico de la desindustrialización fue revisitado por un conjunto de economistas heterodoxos a fin de caracterizarlas particularidades del fenómeno en las economías atrasadas. Surgió de allí la referencia a la desindustrialización prematura como una reelaboración de la noción de desindustrialización negativa o fallida en función de las especificidades mostradas por un conjunto de economías atrasadas que, generalmente a partir de los años 80, exhibieron una involución temprana de su sector industrial (lo cual supone que no habían conseguido aún incorporarlos beneficios derivados de un proceso maduro de industrialización)y un paralelo deterioro de sus trayectorias de desarrollo.
Finalmente, en la búsqueda de articular el debate teórico sobre las alternativas definicionales e interpretativas de la desindustrialización con el análisis empírico del caso argentino, el ensayo propuso que el proceso de desindustrialización doméstico podía ser caracterizado como prematuro, negativo y multidimensional. En efecto, durante el período analizado la Argentina exhibió un deterioro generalizado de su sector industrial y no solo una caída de la participación del empleo manufacturero. Al mismo tiempo, los efectos nocivos de la desindustrialización fallida de la Argentina sobrepasan los límites del sector industrial y se reflejan en variables económicas agregadas, tales como el deterioro en el desempeño de la actividad económica, el aumento estructural del empleo precario, la notoria desaceleración de la productividad del trabajo a nivel agregado y la agudización de las tensiones en las cuentas externas, factor que históricamente condicionó la expansión de la economía. En este marco adverso, no resulta sorprendente que –como contrapartida de su desindustrialización– la Argentina no haya alcanzado en el plano del comercio exterior una reespecialización sectorial exitosa. Pese a que en los últimos años surgieron algunas actividades intangibles puntuales intensivas en conocimiento que mostraron una significativa capacidad exportadora, no adquirieron hasta ahora un volumen suficiente como para influir en los agregados. Así, durante las últimas décadas el sector de los servicios, considerado como un todo, manifestó un déficit comercial sistemático que se sumó al desequilibrio estructural que padece la Argentina en el intercambio externo de bienes industriales.
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