El significado de la conquista de la hegemonía en Antonio Gramsci
The meaning of the conquest of hegemony in Antonio Gramsci
Agustín E. CasanovasEn este trabajo nos interesa indagar en el significado de la expresión conquista de la hegemonía en Antonio Gramsci. La pregunta por el significado de esta expresión cobra relevancia a partir de que Gramsci parece indicar que, para evitar que la toma del control de las instituciones de la sociedad política sea efímera o devenga en una dictadura, es necesario que la misma esté precedida o acompañada de dicha conquista.
En un primer momento, nos detendremos en algunas cuestiones metodológicas basadas en los aportes de Fabio Frosini a las que volveremos a medida que avance el trabajo. Luego intentaremos analizar los diferentes usos que Gramsci hace del concepto de hegemonía en los Quaderni del carcere. Encontraremos allí al menos dos usos principales: la hegemonía como dirección política y la hegemonía como dirección cultural. La primera constituye un uso restringido del término; significa una alianza política entre el proletariado y otras clases subalternas para organizarse en contra de la burguesía. Tendría su origen en el movimiento obrero ruso, desde el cual pasó a los documentos de los congresos de la Tercera Internacional, pero Gramsci señala que es posible rastrearla hasta Marx. Veremos que la hegemonía como dirección cultural puede entenderse como una ampliación de este uso primigenio; Gramsci subraya el rol ideológico y cultural de la alianza con los otros sectores sociales explotados y propone que estos aliados deben llegar a compartir una nueva concepción del mundo, elaborada por los intelectuales orgánicos del partido y distinta a la promovida por la burguesía. Analizaremos que otra ampliación del uso del concepto de hegemonía consiste en utilizar a la hegemonía como concepto teórico de investigación revelador de los mecanismos con los que cuenta la burguesía, en una sociedad capitalista occidental, para ejercer el poder sobre las clases subalternas. Posteriormente se indaga el significado, en cada caso, de que la hegemonía esté en manos de la burguesía. Propondremos que para la conquista de la hegemonía como dirección política el proletariado debe repudiar su alianza con la burguesía y disponerse a hacer sacrificios que beneficien a las otras clases explotadas a las que pretende dirigir. Esto sólo puede hacerlo un partido político. Por otro lado, para conquistar la hegemonía como dirección cultural el proletariado debe repudiar la visión del mundo que le impide ver su colaboración con la burguesía como perjudicial y hacerse una nueva que pueda extenderse sobre las clases aliadas. También aquí el rol del partido político será fundamental. Veremos que ambas conquistas de la hegemonía se establecen en una relación dialéctica entre sí, ya que no podría haber avances en una si no se registran progresos en la conquista de la otra. Por último, nos preguntamos si la hegemonía conquistada se ejerce o no sobre la burguesía, a lo que respondemos negativamente.
De acuerdo con Fabio Frosini (2009), en los Quaderni del carcere, Gramsci propone una nueva forma de leer a Marx en la que el quinquenio que empieza en 1845 cobra una importancia capital. Gramsci señala que el año 1848 constituye, sí, una experiencia político-filosófica, pero no es un trauma que induzca a Marx a empezar desde el principio (Frosini, 2009). Gramsci lee entre los diversos textos de Marx una continuidad que le permite plantear al concepto de praxis como clave para entender el marxismo en toda su originalidad: no se trataría de una nueva filosofía sino la renovación del modo en que la filosofía se concibe a sí misma. Frosini (2009) interpreta que Gramsci lee, invita a leer, a traducir y a difundir Marx, por un lado, para justificar y legitimar su aproximación al nexo entre verdad y política, y por otro, para conferir al comunismo una verdad-potencia que ponga a distancia cualquier tipo de decisionismo o esencialismo. Con los Quaderni del carcere, Gramsci intentaría que el comunismo incorpore el que considera su descubrimiento más importante: la verdad redefinida en términos de praxis; la afirmación, de forma práctica, mundana e inmanente, de un modo de vida frente a otros posibles.
Frosini (2009) explica que Gramsci toma de Antonio Labriola el inmanentismo que sostiene como clave para entender la dialéctica marxiana; esto lo diferencia de cualquier otro exponente del marxismo de la época, como podrían ser Lukács o Korsch, que veían a la totalidad –una referencia hegeliana– como el elemento distintivo del marxismo. A partir de la inmanencia Gramsci puede leer a Marx teniendo como clave a la unidad entre teoría y praxis. Sin embargo, Gramsci se da cuenta de que para hacerlo es necesario efectuar una revaluación de la relación entre Marx y Engels. Este último había hecho de Marx un científico que había descubierto las leyes del desarrollo histórico de la humanidad; un economista con un pensamiento sistemático y cuya obra principal era El Capital. Sólo rescatando a Marx de esta tutela era posible recuperar a Marx en tanto político. Dejando de apreciar su obra como sistemática se podía verlo como al autor de un pensamiento estratégico, cuya actividad teórica se encuentra supeditada e intrincada a su actividad práctica. Atacando la vieja ortodoxia marxista iniciada por Engels y su Antidühring, Gramsci cree que puede ser inaugurada una nueva ortodoxia con la que se restaura la novedad inaudita de la filosofía de Marx, que había sido perdida. Al descartar aquello que ha sedimentado sobre el núcleo central de la vieja ortodoxia, lo que permanecería es la discusión misma sobre cuál sería el auténtico pensamiento de Marx. Y esto constituye una ortodoxia paradójica ya que a tal discusión no se le puede poner un cierre.
La ortodoxia, estipula Frosini (2009), se sustrae, de acuerdo a la lectura que sostiene Gramsci, a los hombres particulares. La ortodoxia se consigna a las relaciones entre ellos, por lo que no hay nada ni nadie que pueda intentar decretarla nuevamente: se trata de una práctica. Gramsci recupera así un tema decisivo y germinal del joven Marx: cuando la filosofía se apodera de las masas, de las relaciones reales y se vuelve realidad o se fusiona con ella, es la revolución.
El concepto de hegemonía en Quaderni del carcere
De acuerdo con Perry Anderson (1981), la conceptualización original de la hegemonía proviene del uso que esta tenía hacia el interior del movimiento obrero ruso previo a la revolución. Luego de la revolución de octubre, este término deja de tener relevancia en la vida política rusa, pero se vuelve parte del vocabulario utilizado en los documentos de la Tercera Internacional. Es probable que sea a partir de estos escritos que Gramsci se apropia del concepto, más cuando se tiene en cuenta que participó personalmente del Cuarto Congreso de dicha organización, en 1922. Como bien refiere Giuseppe Cospito (2004), la atribución gramsciana del concepto, sin embargo, apunta en un primer momento a Lenin. A éste se lo señala como aquel que ha teorizado y realizado dicha hegemonía (Gramsci, 1977b). Pero también, Gramsci (1977a) considera que el concepto de hegemonía se puede encontrar en forma germinal en Marx. En este punto es que cobra relevancia lo señalado por Frosini (2009).1
Norberto Bobbio (1990) señala que Gramsci hace uso del concepto de una manera similar a la de la Internacional Comunista, por ejemplo, en dos escritos de 1926, pero en los Quaderni del carcere y en las Lettere dal carcere, la hegemonía se amplía. Tanto Bobbio (1990) como Anderson (1981) coinciden en que las reconceptualizaciones integran el núcleo conceptual recibido de la Komintern, pero hacen que la hegemonía adquiera un nuevo interés práctico-político, ya que propone aspirar a lograr, por parte del proletariado, una ascendencia cultural sobre sus clases aliadas. Anderson (1981) agrega una segunda modificación en el concepto, consistente en la adquisición de un interés historiográfico; la hegemonía comienza a ser utilizada para analizar la naturaleza del poder burgués en las sociedades capitalistas occidentales.
Como señala Cospito (2004), la noción de hegemonía es introducida en el Quaderno 1 (Gramsci, 1977a), oscilando entre dos versiones: una que la identificaba con la dirección (hegemonía = dirección); y otra que le adjudicaba tanto la dirección como el dominio (hegemonía = dirección + dominio). Efectivamente, Anderson (1981) se refiere a la conceptualización que diferencia entre una hegemonía política, propia del Estado, y otra hegemonía civil, característica de la sociedad civil. Sin embargo, aclara que ésta no es la versión predominante. Respecto a nuestro problema, si la hegemonía efectivamente fuera algo que debe ser conquistado antes de tomar el control de las instituciones del poder político, no tendría sentido indicar que dicho control, que aseguraría el dominio, sea parte de la misma hegemonía. Es por esto y por el acuerdo general que hay entre los diversos comentadores que omitiremos el tratamiento de este tipo de versiones, intentándonos centrar, como intenta hacer Cospito (2004), en aquellas notas en que el concepto presenta elementos de interés y recorre contextos fuertes y significativos.
1 Cf. “1. Algunas consideraciones sobre la cuestión metodológica”
Como dijimos, el concepto de hegemonía presente en los Quaderni del carcere es fruto de un desarrollo a partir de un significado más restringido, propio del movimiento obrero ruso prerrevolucionario y, posteriormente, de la Tercera Internacional. Este primer significado no es excluido por la posterior reelaboración sino que se integra en esta última y consta de la dirección política que debe asumir el proletariado respecto al resto de las clases que se encuentran igualmente explotadas por la burguesía (Bobbio, 1990 y Anderson, 1981).
En este sentido, Gramsci (1977c) contrapone el hecho de la hegemonía al corporativismo. A este último se lo refiere también como sindicalismo teórico y se lo muestra como parte de una ideología más amplia: el liberalismo. De acuerdo con Gramsci (1977c) el corporativismo propicia la independencia y la autonomía de la clase o sector social que la corporación representa; privilegia acuerdos económicos que se limitan a su horizonte gremial que incluso podrían resultar perjudiciales a otros sectores subalternos. De esta forma, contribuiría a un aislacionismo del resto de las clases subyugadas que terminaría siendo funcional a la clase capitalista opresora. Gramsci (1977c) evalúa este grado económico-corporativo como la más elemental de las etapas por la que transita el momento de la relación de las fuerzas políticas; este grado se caracteriza por el sentimiento del deber de solidaridad con aquellos que pertenecen a la misma rama profesional. Este sentimiento moviliza a la organización del gremio para proteger los intereses compartidos. En el segundo grado, en cambio, se superan los límites del grupo profesional y se hace consciente la necesidad de solidaridad entre los miembros del grupo social. Sin embargo, los intereses compartidos todavía pertenecen exclusivamente al campo económico. En este momento surgen los reclamos de igualdad político-jurídica con los sectores sociales dominantes. En el tercer y último momento, que sería el de la hegemonía, los nuevos intereses que movilizan al grupo profesional o social en cuestión –por ejemplo, los obreros industriales–, que antes eran exclusivamente económicos, superan esta limitación. Así se revelan como adecuados para organizar la acción de todos los grupos subordinados –por ejemplo, de los campesinos. De esta forma, la hegemonía hace una especie de inversión de la lógica corporativista: en lugar de acuerdos, exige del proletariado –siempre y cuando no estén en juego cuestiones que le son esenciales– sacrificios económico-corporativos que le permitan convertirse en el grupo dominante del resto de las clases explotadas. Devenir clase hegemónica no significa subordinar los intereses de los grupos sobre los que se ejerce esta hegemonía a los propios. Al contrario, para pasar de la fase económico-corporativa a la fase de hegemonía ético-política es imperioso comprometer estos grupos teniendo en cuenta sus intereses y tendencias. La clase hegemónica debe estar predispuesta a hacer sacrificios que permitan alcanzar un equilibrio que asegure la alianza de clases. Mabel Thwaites Rey (1994), al referirse a las bases materiales de la hegemonía explica que una clase social sólo puede tener una supremacía sobre los otros sectores sociales si se presenta a sí misma como capaz de desarrollar las fuerzas productivas. Thwaites Rey (1994) enfatiza que una superación del economicismo vulgar no implica que sea posible construir un consenso si este no viene acompañado por algún grado de incorporación de los sectores populares en el desarrollo económico social.
También a nivel local, encontramos que Javier Balsa (2006 y 2007) se muestra reticente a llamar hegemonía plena o a otorgarle el tipo hegemónico a lo que llama la dominación como alianza de clases o la concepción leninista de hegemonía debido a que habría una ausencia de operaciones ideológicas o transformaciones de los sujetos sociales. A nuestro parecer, esta posición se relaciona con el hecho de que, en sus escritos, no distinga entre los que nosotros marcamos como el segundo y el tercer momento de la hegemonía como dirección política. Como señalamos, en el tercer momento los intereses dejan de ser exclusivamente económicos y sí parecería haber necesidad de alguna transformación por parte del proletariado como sujeto como para que éste sea capaz de realizar sacrificios económicos en previsión de algo mejor. Por otro lado, consideramos que poner el énfasis sólo en la hegemonía como dirección cultural podría hacer olvidar, velar o, al menos, dejar implícita la dimensión ético-política más básica del concepto que acabamos de describir, cuyo descuido podría explicar sendos retrocesos del campo popular desde mediados del siglo XX. Sin embargo, no dejamos de coincidir con este autor en que lo que él denomina lógicas de la construcción de la hegemonía sólo pueden operar de una manera articulada (Balsa, 2006).
Gramsci no parecería diferenciarse de las conceptualizaciones anteriores de la hegemonía por la inclusión de la ascendencia cultural que debe adquirir el proletariado sobre las clases que resultan sus aliadas. La distinción parecería ubicarse en haber subrayado este plano ideológico de la hegemonía de la forma más elocuente (Anderson, 1981). Dicho de otro modo: no está tan claro que Gramsci haya sido el primero en incorporar la dimensión cultural al concepto que estamos analizando, sin embargo, sí es posible afirmar que una de las novedades que dicho autor efectúa en el uso del mismo es haberle otorgado a la hegemonía en tanto dirección cultural el predominio que tiene por sobre la hegemonía como dirección política (Bobbio, 1990).
Gramsci (1977b) afirma que los diferentes grupos sociales suelen tener sus propias concepciones del mundo, aunque no sea más que de forma embrionaria. Durante el proceso de conformación de la hegemonía, de acuerdo con el autor, cada una de estas ideologías confrontará y/o se fusionará con otras hasta vencer o desaparecer. Sólo una o una combinación de varias se terminará imponiendo y se difundirá por la sociedad o por las clases que concertaron la alianza política (Gramsci, 1977c). Una vez que ha sido lograda dicha unificación, los objetivos político-económicos coordinados en la hegemonía como dirección política se ven acompañados por una unidad cultural, es decir, por una unidad intelectual y moral.
Apreciemos como ejemplo lo sucedido con los discursos que salían en defensa de lo que hoy conocemos como trabajo forzado. Nos resulta aberrante la posibilidad de una esclavitud o servidumbre sin interferencias y rechazamos aquellos relatos que figuran algo que podría parecérsele, como los que se encuentran en Susan Dabney Smedes (1887). La obra de Philip Pettit (2002) sobre la libertad, incluso, podría ser leída como el intento de justificar este tipo de intuiciones burguesas respecto al fenómeno de la esclavitud y escritos como los de John Roemer (1986), en donde esgrime que es un error considerar el trabajo asalariado como una forma de explotación, no se atreven a decir lo mismo en referencia al trabajo forzado. La ideología burguesa se ha encargado muy bien de que a la mayoría de nosotros nos resulten detestables la esclavitud y la servidumbre, al mismo tiempo que se ocupa de salvaguardar el empleo como fuente de dignidad o, al menos, como vía hacia una integración social fuerte, como postuló Robert Castel (1995).
El uso más novedoso que hace Gramsci del término hegemonía, de acuerdo con Bobbio (1990) y Anderson (1981), es su aplicación historiográfica para analizar las formas que adquiere el ejercicio burgués del poder en las sociedades capitalistas occidentales. Una de las cosas que llaman notablemente la atención respecto de esta modificación conceptual es que se daría, en una primera instancia, de manera inconsciente y a partir de cuestiones formales. Por ejemplo, Anderson (1981) atribuye este desplazamiento a las referencias fluctuantes que adquieren los apartados de los Quaderni del carcere en que Gramsci exponía sus ideas; esta forma de exposición, descrita como “protocolo de axiomas generales de sociología política” (p. 16), es atribuida a una estrategia para esquivar la censura o disminuir su meticulosidad. Esta generalidad lleva muchas veces a Gramsci a hacer referencia, por ejemplo, a una clase dominante, término bajo el que podría caber alternativamente tanto la burguesía como el proletariado revolucionario. Sin embargo, aunque los primeros desplazamientos del término no hayan sido intencionales, los usos ulteriores a estos sí lo son y representan el interés genuino de Gramsci en la estructuración del poder burgués, ya que de otra manera sería imposible explicar las referencias a las instituciones de la sociedad civil, propias de las sociedades capitalistas estabilizadas. En este sentido, John Merrington (1968) considera que esta modificación se alinea con el objetivo de Gramsci de definir el poder de una manera más comprehensiva que le permita articular, tanto a nivel político como ideológico, diversas instancias –por ejemplo, el rol que le atribuye a los intelectuales– en una estructura específica de poder en una formación social moderna dada. Esta visión nos permite entender cómo la incorporación de la dimensión cultural en la hegemonía está en estrecha vinculación con el uso de este término en la investigación teórica de la sociedad capitalista.
Podemos, a continuación, intentar comprender qué significa que la hegemonía, tanto en el sentido de dirección política como en el de dirección cultural, esté en manos burguesas. Como vimos, este desplazamiento del sujeto de la hegemonía desde el proletariado a la burguesía otorga a este concepto nuevas funciones teóricas en la investigación histórica marxista. Por ejemplo, Gramsci (1977c) analiza que en la época de Jean Bodin, la burguesía había coordinado sus intereses con los del resto de los sectores sociales que conformaban el Tercer Estado, haciéndolo actuar como un bloque único. Esto significa que, respecto de las clases subalternas, la burguesía había tomado el control también de la hegemonía en el sentido de dirección cultural. Sin embargo, el interés político del Tercer Estado, en referencia a los sectores sociales ajenos a éste, es el de alcanzar cierto consenso que ayude a encontrar un equilibrio entre todas las fuerzas sociales; de lo que se trata, en términos de hegemonía, es de llevar a cabo una alianza con las otras clases que le asegure la dirección política, la cual, de acuerdo con Gramsci (1977c), en esta época era ejercida por medio de la figura del rey.
Como se desprende de los fragmentos referidos al proletariado, que la burguesía tenga en su poder la hegemonía entendida como dirección política significa que, en algún momento –que probablemente se ubicaría en algún punto entre la consolidación de la monarquías absolutas y las revoluciones que las abolieron–, esta clase encontró ciertos intereses que compartía con los sectores sociales subordinados y que le permitían, a cambio de algunos sacrificios económico-corporativos que no hacían mella en su posición, convertirse en la organizadora de la acción de esta alianza (Gramsci, 1977c). Que esta hegemonía continúe hoy en día en manos burguesas significa que la alianza entre el capital y las clases que le están subordinadas sigue en pie, por lo que estas últimas, entre las que se ubicarían tanto el proletariado industrial como el campesinado, se encuentran prestando un consentimiento tan voluntario y activo como la colaboración (Anderson, 1981).
Un análisis análogo puede llevarse a cabo con la hegemonía ampliada a la dirección cultural: si ésta, en la actualidad, está controlada por la burguesía, esto significa que la concepción del mundo que comenzó a desarrollar cuando todavía era una clase subalterna, o alguna combinación de ésta con alguna otra perteneciente a alguna clase aliada, venció a las que intentaban confrontar con ella, las cuales terminaron por desaparecer o pudieron coexistir al demostrar que no representaban ninguna contradicción o amenaza para la vencedora, por ejemplo, aquellas promotoras de la resignación ante la situación mundial (Cf. Gramsci, 1977c y Anderson, 1981). A la finalización de este proceso, las instituciones de la sociedad civil que tienen algún rol en referencia a la elaboración, difusión y realización de la cultura abrevan en la ideología que, de acuerdo con Gramsci (1977c), devino partido. Habría, sin embargo, una diferencia específica que constituiría la particularidad histórica del consenso prestado por la clase obrera a la dominación burguesa en el capitalismo occidental: la hegemonía de la burguesía sobre el proletariado incluye la creencia, que tiene este último sobre sí mismo, de que es capaz de autodeterminarse, es decir, que está en igualdad política con las otras clases y que, entre todas éstas, no es posible señalar a una que ejerza el dominio sobre las otras.
En base a la distinción que hemos realizado entre la hegemonía en sentido restringido, como dirección política, y en sentido lato, como dirección cultural, podemos también diferenciar entre la forma en que se conquista la primera y la manera en que es posible apoderarse de la segunda. Esto nos permitirá analizar si cada una de estas conquistas podría ser realizada como si fueran pasos sucesivos o si la descomposición es meramente analítica y deberían llevarse a cabo de forma simultánea. A su vez, recordemos, la conquista de la hegemonía es relevante porque es la condición a partir de la cual puede tomarse el control del Estado-gobierno o sociedad política de forma estable y sin que signifique una dictadura que oprima a sectores subalternos como, por ejemplo, el campesinado. Esto nos conduce a la pregunta de si la burguesía es una de las clases de las que debemos obtener el consenso previamente a la toma del control del Estado, cuestión que de recibir una respuesta positiva, convertiría al modelo de Gramsci en una suerte de reformismo o parlamentarismo.
Cuando tomamos la hegemonía en sentido restringido y nos preguntamos qué acciones debe llevar adelante el proletariado para conquistarla, la respuesta pone de relieve la importancia del partido. En primer lugar, como vimos más arriba, la burguesía es hegemónica, en el sentido de dirección política, porque ha logrado articular sus intereses con los del resto de las clases que le son subalternas; porque se ha aliado con el resto de los sectores que, a su vez, prestan su consentimiento y su colaboración voluntarios y activos (Anderson, 1981). De esto se desprende que el proletariado, que es una de las clases que consiente la hegemonía burguesa, debe dejar de prestar este consentimiento. Romper la alianza que tiene con el capital significaría, por un lado, volverse consciente de cuáles son sus verdaderos intereses, los cuales desplazarían de su lugar a aquellos que, consensuados con la burguesía, no hacían más que velar por la situación de explotación. Esto, sin embargo, no podría ser impulsado por el proletariado en su conjunto, ya que si así fuera sería porque éste sería consciente de que los intereses que lo movilizan son aquellos que perpetúan su situación de dominación, lo que significaría que la hegemonía que se quiere repudiar no existiría como tal. A juicio de Gramsci (1977b), el repudio de la alianza con la burguesía y la promoción de una nueva, que tenga como finalidad el fin de la explotación sólo pueden ser llevados a cabo por un partido político, organismo que fue dado por el desarrollo histórico.
Gramsci (1977b) explica que el papel que asigna al partido no podría asumirlo un individuo porque las acciones que se necesitan llevar a cabo no son inmediatas, inminentes y de tipo defensivo, restaurativo o reorganizativo, sino de un alcance vasto, de un carácter orgánico y de tipo creativo original. Asimismo, tampoco podrían ser acciones espontáneas y oportunistas realizadas por la totalidad de la clase, como quizá podría haber postulado Georges Sorel, ya que para Gramsci (1977b) es necesario, por un lado, que el partido se instituya como mito o fantasía que, actuando sobre el proletariado disperso, suscite y organice una nueva voluntad nacional-popular, y por otro, que exista una primera célula en donde germine dicha voluntad. En este punto es que se pone en juego el rol de los intelectuales orgánicos: estos son los dirigentes del partido y los que brindan, al proletariado en este caso, homogeneidad y consciencia de su función económica, social y política (Gramsci, 1977b y 1977c).
Gramsci (1977b) indica que los grupos sociales se crean a sí mismos intelectuales. Éstos constituyen la cohesión principal que tiene un partido. Podría interpretarse que los dirigentes de aquel partido aparecerían en el desenvolvimiento natural de cada clase, sin embargo, esto no es así porque, por ejemplo, los campesinos serían un sector sin intelectuales orgánicos. Además, también es posible que un determinado estrato intelectual desaparezca (Gramsci, 1977b). En caso contrario no tendría sentido la recomendación gramsciana a los intelectuales de que prevean siempre la posibilidad de su derrota y destrucción; de que no descuiden la preparación de un fermento a partir del cual pueda regenerarse el elemento intelectual (Gramsci, 1977c).
Esto nos permite indicar que el proletariado comienza a recuperar la hegemonía sobre sí mismo cuando comienza a existir un partido que lo representa. Como señala Gramsci (1977b), el partido sería la parte más avanzada o autoconsciente del grupo social que representa. De esto se sigue que su existencia para nada implica que todos los individuos que conforman la clase obrera confíen en el partido que los representa o que tomen como propios los intereses que éste defiende, ya que la burguesía podría continuar ejerciendo la hegemonía sobre estos. De esta forma, el partido se enfrenta a dos tareas simultáneas: por un lado, expandir el repudio de la alianza que une al proletariado con la burguesía hacia el resto de los individuos que componen el primero, y por otro, comenzar a forjar una nueva voluntad nacional-popular que implique una nueva alianza, no con la burguesía sino con el resto de las clases explotadas por ésta.
Aunque Gramsci (1977b) hable de la creación ex novo de la voluntad colectiva, en realidad la relación entre ésta y el partido es dialéctica: el partido es expresión activa y operante de la voluntad colectiva que se le encomienda reconcentrar y robustecer, es decir que el partido sólo surge cuando ya hay una voluntad para organizar. Al respecto podría resultar esclarecedor el análisis de Frosini (2004): de acuerdo con este autor, Gramsci lee el “Prólogo”a Una contribución a la crítica de la economía política a la luz de otro texto de Marx: las Tesis sobre Feuerbach. Estos textos son considerados temporal y teóricamente muy distantes entre sí, sin embargo, esta audaz y heterodoxa combinación le permite a Gramsci interpretar que todo conocimiento –y no sólo la toma de consciencia del conflicto entre las fuerzas productivas– se da en el terreno ideológico. Así, el concepto de ideología es reinterpretado a partir de la reformulación de la cuestión de la verdad en términos de praxis es decir, como realidad y poder del pensamiento que se demuestra en la actividad práctica. Esta equiparación entre ideología y conocimiento hace surgir la necesidad de pensar en un nuevo tipo de objetividad: tan histórica y contingente como válida y vinculante (Frosini, 2009). De esta manera, el conocimiento y la praxis política se identifican. Volviendo a la relación entre voluntad y partido, entonces, el mismo devenir de la praxis en el grupo social haría surgir tanto a los intelectuales/políticos como a la voluntad que el partido deberá comenzar a concentrar y fortalecer.
La organización de la voluntad nacional-popular, en uno de los fragmentos más explícitos que pueden encontrarse en Gramsci (1977c), es el arbitraje para alcanzar un equilibrio entre los intereses del grupo social que representa y el resto, procurando que el desarrollo del primero se dé en un marco de consenso y cooperación por parte de los grupos aliados, entre los cuales podría incluirse sectores realmente hostiles. Ya daremos nuestras razones más abajo, pero creemos que la expresión “grupos decididamente adversarios” (Gramsci, 1977c, pp. Q13-§21)2 no incluye a la burguesía, como podría haber interpretado, siguiendo a Anderson, “un cierto izquierdismo vulgar” (1981, p. 23).
2 Para las citas de este texto hemos utilizado en todos los casos la traducción de Ana María Palos: A. Gramsci (1999), Cuadernos de la cárcel. Edición crítica del Instituto Gramsci. A cargo de Valentino Gerratana, México: Era.
El tema de la formación de una nueva voluntad colectiva sería propio de la hegemonía como dirección política. El tema de la reforma intelectual y moral, en cambio, sería pertinente a la hegemonía como dirección cultural. Sin embargo, como podemos apreciar en el punto anterior, ambos están no sólo en estrecha relación sino profundamente entrelazados. Creemos que esto puede apreciarse especialmente en la imposibilidad que tendría el proletariado para considerar los intereses acordados con la burguesía como perjudiciales y renegar de ellos. En lugar de hacer esto, esta clase colabora activa y voluntariamente con dichos intereses. Tal imposibilidad estaría dada, principalmente, por la concepción del mundo predominante en la sociedad capitalista occidental. Hasta aquí, esto sólo pondría de relieve la dificultad teórica para hacer una delimitación precisa entre ambos tipos de hegemonía; entre la organización de la voluntad nacional-popular y la reforma cultural. Pese a esto, en lo que respecta a la praxis, además es señal de la imposibilidad de encarar de manera inconexa los dos aspectos que constituirían el programa gramsciano.
En las sociedades capitalistas occidentales el control sobre la cultura del proletariado está en manos de la burguesía. El sector obrero, antes de pretender dirigir la cultura de todas las clases que compondrán la alianza de clases explotadas que lidera, debería entonces retomar el control de su propia cultura. Pero esto, análogamente a lo dicho en el punto anterior, no puede significar que la masa de proletarios, en conjunto, reniegue de la ideología en la que abreva y asuma el trabajo de criticarla y reformarla. En realidad, se trata también de una relación dialéctica entre la organización de la voluntad nacional-popular y la reforma cultural: parecería que no puede haber necesidad de esta última sin la primera, pero a su vez, la reforma es la que prepara el terreno para que la voluntad se siga desarrollando; la reforma necesita estar ligada a un programa de reforma económica, pero el campo económico-corporativo era el primer momento desde el que podía desarrollarse la voluntad; y finalmente, el programa económico, de acuerdo con Gramsci (1977c), es la manera en que se presenta la reforma intelectual y moral. Aquí también puede ser útil la referencia al análisis de Frosini (2009). El concepto gramsciano de revolución permanente, estipula este autor, media dialécticamente entre los que define como los dos principios del materialismo histórico:3
1º] el principio de que “ninguna sociedad se plantea tareas para cuya solución no existan ya las condiciones necesarias y suficientes” [o que no estén en curso de desarrollo y de aparición], y 2º] que “ninguna sociedad se derrumba si primero no ha desarrollado todas las formas de vida que se hallan implícitas en sus relaciones” (Gramsci, 1977a, pp. Q4-§38)
La Segunda Internacional había hecho una lectura evolucionista de estos dos principios. Gramsci, como vimos en el punto anterior, había podido fusionar la problemática de la ideología con la de la verdad (Frosini, 2004 y 2009). Por lo tanto es capaz de leer en Marx una unidad entre historia y política. En lugar de esos dos principios, Gramsci postula que las constantes estructurales de la historia pueden ser reducidas a formas organizadas de política (Frosini, 2009). En un primer momento los condicionamientos estructurales o económicos se reducen a relaciones práctico-políticas; en un segundo momento, las relaciones prácticas se reconstruyen como relaciones de fuerza. Estas últimas intentan conceptualizar las relaciones entre estructura y superestructura. A nivel de las relaciones de fuerza, la historia como proceso y la política como lucha actual coinciden. El proceso histórico, sólo aparece cuando las relaciones de fuerza se acomodan de manera tal que una fuerza organizada ha conquistado la hegemonía. En ese momento, una idea de unidad procesual y de universalidad subordina al resto de las instancias. De esta forma, volviendo al problema de la relación entre la voluntad nacional-popular y la reforma cultural,4 parecería ser que, en base a lo que acabamos de ver, esta última sólo es completada cuando la hegemonía ya ha sido conquistada. Esto constituye un problema sin solución a la vista para el partido, ya que éste necesitaba de la reforma intelectual y moral para que sus acciones, decisiones y acuerdos con otros sectores sociales sean interpretados como beneficiosos, aunque a primera vista no lo parezcan o incluso puedan ser evaluados como perjudiciales por la masa a la que pretendía representar.
La clave parece estar en el partido y en su praxis cotidiana, en especial, en la de sus dirigentes en tanto intelectuales/políticos orgánicos. La reforma intelectual y moral comienza gracias a la parte más avanzada de los obreros que se constituye partido. A su vez, sólo gracias a los progresos graduales en lo concerniente a la reforma será posible que las acciones del partido comiencen a ser analizadas en un marco nuevo. A medida que la reforma avance las decisiones del partido serán consideradas útiles o dañinas según contribuyen o no a la formación de la voluntad colectiva (Gramsci, 1977c). Al mismo tiempo, la voluntad nacional-popular tendrá campo para fortalecerse. Por lo dicho, la reforma y la voluntad parecen avanzar (y posiblemente retroceder) casi en bloque. Esta interpretación implica que el proletariado podrá, por ejemplo, darse cuenta de las ventajas de hacer pequeños sacrificios económico-corporativos a las clases aliadas, pensando en el largo plazo.
De esta forma, parecería quedar descartada la posibilidad de que luego de la reforma el partido ocupe un lugar cuasi divino, o sea, que el proletariado confíe ciegamente en el partido. El avance en simultáneo de la voluntad y de la reforma aseguraría que los obreros entenderán las razones que están detrás de las concesiones económico-corporativas promovidas por el partido. No habría posibilidad de que éstas parezcan inaceptables. Gramsci (1977c) insiste en que el partido debe hacer que el proletariado confíe en él –como Maquiavelo quería que el pueblo italiano confíe en un jefe–, en que él sabe lo que quiere y cómo obtenerlo. Esta insistencia no significaría que el pueblo crea que las acciones promovidas por el partido sean buenas aunque parezcan dañinas sino que el proletariado sea capaz de entender cómo ese sacrificio aceptado por sus dirigentes promueve la conquista de la hegemonía y la revolución.
Otras cuestiones surgen cuando consideramos la difusión de la reforma cultural en las clases aliadas. Esta difusión es importante por las mismas razones que la hacen importante hacia el interior del proletariado: el desarrollo de la voluntad nacional-popular no puede proseguir si la reforma cultural queda estancada, y el resto de las clases son indispensables para el mismo (Gramsci, 1977c). Como vimos, la burguesía ejerce su hegemonía especialmente mediante las instituciones privadas de la sociedad civil, por lo que su cultura está en constante elaboración y difusión mediante éstas. La influencia burguesa tiene como función perpetuar la explotación del capital. Ante ésta, el partido comunista parecería tener tres opciones: 1) intentar eliminar las instituciones funcionales a la burguesía; 2) limitar el alcance de su influencia; o 3) intentar conquistarlas para que se conviertan en difusoras de su reforma cultural. Aunque no hay una definición explícita de Gramsci (1977b), en los fragmentos analizados podríamos inferir que la opción privilegiada es el fortalecimiento y expansión del partido político. Esto se debe a que Gramsci (1977b) enfatiza en el rol práctico que tiene el intelectual orgánico como hombre de acción y persuasor permanente. Además, atribuye al partido un papel importante en la articulación entre los diferentes intelectuales orgánicos y en la incorporación de intelectuales a sus filas para convertirlos en orgánicos. Esto podría significar tanto que éste reemplace algunas de las funciones de las instituciones privadas burguesas,5 como que sirva de contrapunto de otras instituciones, prestándose como un oponente de altura y crítico, limitando el poder persuasivo de la ideología promovida por la clase dominante al brindar argumentos y puntos de vista alternativos.
3 Principios que Marx no enuncia como tales ni exige una mediación dialéctica entre ambos (Frosini, 2009).
4 Podría ponerse en cuestión la equiparación que estamos haciendo entre las condiciones estructurales y la voluntad nacional-popular, pero esta última no puede mantenerse de forma indefinida en el plano discursivo, es decir, no pueden ser meras promesas que una clase hegemónica hace al resto de los sectores que dirige. La voluntad nacional-popular necesita imperiosamente verse reflejada en las condiciones económicas, o sea, debe estar constituida por sacrificios efectivamente llevados a cabo.
5 Esta opción recuerda a vivencias de los primeros años de posguerra como las que describe Willy Brandt (1999), en las que rememora su vida en Lübeck, entre las escuelas y los centros culturales socialdemócratas que daban forma a la socialización mediante grupos infantiles y juveniles, exposiciones de arte, conferencias, música y teatro.
Como acabamos de ver, la conquista de la hegemonía no significa buscar intereses que se podrían compartir con la burguesía como para que sea posible una nueva alianza más justa entre esta clase y el proletariado. Tampoco significa que la reforma cultural deba alcanzar a esta clase opresora, de manera que, compartiendo la ideología proletaria, ésta preste su consentimiento al programa de reforma económica impulsado desde la clase obrera. Tal programa debería implicar la desaparición de una clase propietaria de los medios de producción, por lo que un reformismo o un parlamentarismo que pretenda que la burguesía consense su propia desaparición resulta inaceptable. De acuerdo con Anderson, un movimiento de este tipo no es sino un “izquierdismo vulgar” (1981, p. 23) del que Gramsci no forma parte. Gramsci, como señala Bobbio (1990), es un reformador y un reformador se distingue de un reformista en que el primero busca que la cultura y las costumbres de las clases explotadas se transformen para posibilitar la conquista del poder, mientras que el segundo pretende que la burguesía termine por consentir su propia eliminación, algo que no sucederá nunca. Joseph Femia (1981) describe que este error, que concibe a la postura gramsciana como un camino constitucional y gradual hacia el socialismo, se debe principalmente a dos falacias: [a] la primera es la que indica que la estrategia de guerra de posiciones y la estrategia de guerra de movimientos son alternativas mutuamente excluyentes; y, [b] la segunda, aquella que señala que buscar objetivos secundarios y alianzas con otras clases subalternas implica la aceptación de la continuidad histórica y el descarte de la opción revolucionaria.
Una vez que se ha conquistado la hegemonía respecto a las otras clases explotadas no hay nada que impida la toma definitiva del poder, es decir, de la parte del dominio, ubicada en la sociedad política o Estado-gobierno (Anderson, 1981). Éste es el momento de la coerción, del constreñimiento mediante la fuerza y, para Gramsci, es meramente instrumental y está subordinado a la sociedad civil, que es el momento de la hegemonía (Bobbio, 1990). Anderson (1981) sostiene que, luego de conquistada la hegemonía, todavía tiene sentido usar la violencia contra la burguesía, sin embargo, si realmente el proletariado ha conquistado la hegemonía en todo sentido, eso significa que la burguesía está aislada: se han disuelto todas sus alianzas y ninguna otra clase comparte su cosmovisión, de manera que nadie está consensuando su posición privilegiada. En términos de Femia (1981), la guerra de posiciones ya habría conseguido las alianzas y objetivos secundarios que permiten dar paso a la otra estrategia: la guerra de movimientos, es decir, la revolución. Si la burguesía aún conservara su posición en el gobierno, tendría los días contados y las acciones que podría llevar adelante serían limitadas e inocuas: si todavía tuviera la suerte de que las fuerzas de represión le respondan, su uso le traería aparejados la condena y el castigo del resto de la sociedad, que la terminaría de expulsar de su último reducto de poder. Si la hegemonía fue realmente conquistada, el programa de reforma económica debería estar bastante avanzado. Poco queda como para impedir que éste sea llevado adelante. Si los medios de producción siguen figurando en manos privadas en la letra de la ley, probablemente la dirección económica principal ya no está en manos de la burguesía. Una burguesía sin dirección económica, política ni cultural parecería que no tiene más remedio que disolverse.
Sobre la concepción de hegemonía recibida de la Internacional Comunista, Gramsci efectúa dos modificaciones importantes: en primer lugar, enfatiza sobre la dirección cultural que debe adquirir el proletariado sobre las clases que están siendo explotadas por la burguesía y, en segundo lugar, aplica este concepto para realizar un análisis sobre la estructura de poder burguesa. Conquistar la hegemonía entendida como dirección política significa crear una nueva voluntad colectiva, es decir, una nueva alianza de clases que reemplace la alianza impulsada por la burguesía, mediante la cual ésta se asegura la explotación de los otros sectores sociales a cambio de algunas concesiones. Para esto, lo primero es denunciar la alianza actual, lo que equivale a que el proletariado se vuelva consciente de que los intereses a los que contribuye hoy, lo único que hacen es perpetuar su sometimiento. El organismo que ha brindado el desarrollo histórico y que es el único que puede repudiar la hegemonía burguesa es el partido político, ya que las acciones necesarias no pueden estar ni en manos de un individuo ni de la clase desorganizada. El primer paso, entonces, es la existencia de un partido que represente al proletariado, el que se constituye con la parte más avanzada del mismo. A continuación, lo que sigue es expandir al resto de la clase esta actitud de repudio a la alianza con la burguesía, al mismo tiempo que se intenta que el proletariado se convierta en dirigente del resto de las clases explotadas, para lo que se requieren sacrificios de orden económico-políticos. Solicitar al proletariado la confianza en un partido que está promoviendo acuerdos que a primera vista resultan perjudiciales para la clase que dice representar constituye un verdadero problema que se intenta resolver con la conquista de la hegemonía en el sentido de dirección cultural.
La única forma en que las acciones del partido que representan concesiones o sacrificios a favor de otras clases se analicen, no como daños sino como decisiones que promueven una alianza de clases es que medie una reforma intelectual y moral. El proletariado, estando bajo hegemonía burguesa, lo que debe hacer primero es repudiar esta cultura y hacerse cargo de la dirección cultural sobre sí mismo. La forma en que esto se lleva adelante no es ni por un individuo ni de forma espontánea por la clase como totalidad; nuevamente, es el partido, cuyos dirigentes y en cierta medida todos sus integrantes son intelectuales orgánicos, el que tiene a cargo reformar la cultura. Sin embargo, la existencia del partido sólo puede darse si previamente existe una voluntad colectiva en el seno de la clase, por lo que, vemos, la relación entre la creación de la voluntad nacional-popular y la reforma intelectual y moral es profundamente dialéctica. Esto es aún más claro cuando Gramsci estipula que sin la reforma en la concepción del mundo, no puede haber un desarrollo ulterior de la voluntad colectiva; ambas se articulan de forma profundamente dialéctica, ya que no puede haber progresos en una si previamente no los hubo en la otra. A su vez, esto sería lo que impide que los sacrificios económicos que promueve el partido sean percibidos como perjudiciales.
Gramsci enfatiza en el rol del partido como articulador de intelectuales y en el rol de estos últimos como persuasores permanentes. Esta insistencia, cuando nos ocupamos del problema de qué hacer frente a las instituciones sociales que tienen conexión con la elaboración y difusión de la cultura burguesa, nos hizo inferir que este autor impulsa un fortalecimiento y expansión del partido de forma tal que llegue a reemplazar en sus funciones a algunas instituciones de la burguesía y se consolide como una oposición a otras, de forma que pueda criticar severamente la ideología que promueven, limitando la influencia que en otro momento podían llegar a tener sobre las clases dominadas.
Finalmente, concluimos que la conquista de la hegemonía no pretende ningún consenso por parte de la burguesía. Si así lo hiciera, estaríamos ante la ilusión de que la burguesía brinde su apoyo a su propia desaparición como clase. Este error es en el que cae el reformismo y el parlamentarismo, que termina siendo un bloqueo permanente a la acción revolucionaria, ya que la condiciona a un consentimiento que no es esperable y cuya persecución termina por ser un desperdicio de energías. En cambio, los reformadores, entre los que ubicaríamos a Gramsci, pretenden una modificación en la cosmovisión y una nueva alianza, pero limitadas al resto de las clases explotadas. Una vez que han sido alcanzadas, como la sociedad civil en Gramsci es el momento primario tanto de la estructura económica como de la sociedad política, no hay nada que impida que, en la economía, se socialicen los medios de producción, y en el gobierno, que el control del mismo se traspase de la burguesía al proletariado. Anderson cree que tiene sentido ejercer la violencia contra el capital una vez que se ha conquistado la hegemonía, pero una clase que ha perdido la dirección económica, política y cultural parece no tener ninguna posibilidad de reacción que pudiera otorgar un rol relevante al ejercicio de la fuerza.
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