Entre “Dialéctica de la Ilustración” de Max Horkheimer y Theodor Adorno y “Teoría de la acción comunicativa” de Jürgen Habermas, el lenguaje como protagonista.
In-between “Dialectic of Enlightenment” by Max Horkheimer and Theodor Adorno, and “Theory of Communicative Action” by Jürgen Habermas, language gains prominence as the main character.
Teodelina Inés ZuviríaLa Escuela de Frankfurt estuvo formada por un círculo de intelectuales y pensadores vinculados al Institut für Sozialforschung, creado en la ciudad de Frankfurt en el año 1929, con la idea de elaborar una teoría crítica de la sociedad y la cultura. Tuvo entre sus miembros más destacados, dentro de los denominados filósofos de la “primera generación”, a Theodor W. Adorno (1903-1969), Max Horkheimer (1895-1973), Herbert Marcuse (1898-1979) y Walter Benjamin (1893-1940); y entre los “filósofos de la segunda generación”, a Jürgen Habermas (1929) y Karl-Otto Apel (1922-2017).
Horkheimer, Adorno y Marcuse advirtieron que, a pesar de nacer con la promesa de brindar un destino de realización para la razón, la Ilustración acabó consolidando una racionalidad técnica totalizadora que la hizo capaz de albergar, sin desearlo, una escandalosa irracionalidad y deshumanización. Con ansias de constituirse en contrapeso crítico a la razón deshumanizada de la modernidad, esta primera generación de filósofos instaura un programa de investigación interdisciplinario a través del cual gestan su denuncia más radical a la Ilustración lo largo de su obra Dialéctica de la Ilustración (Horkheimer & Adorno, 1994). Brevemente, esa denuncia podría ser relatada como sigue: La Ilustración entendida como el proceso habilitante para que los individuos puedan ingresar a la mayoría de edad kantiana, garantía de una total emancipación, terminó convirtiendo al hombre en víctima de su propio progreso. La paradoja de la Ilustración, manifestada en reincidir sobre aquello que pretendía eliminar (el mito), terminó impidiendo un progreso en sentido abarcativo. Con luces de racionalidad el sacrificio mítico de la Ilustración reaparecía en el sacrificio del tiempo libre de los hombres, en el sacrificio realizado por alcanzar un determinado estándar de eficiencia.
El problema más profundo que describen estos filósofos, asociado a la permanencia del mito en la Ilustración, radicó en la consolidación de un tipo de relación entre sujetos y cosas caracterizada por ser una relación instrumental de dominación. Esta racionalidad instrumental que logró penetrar como una red en todas las esferas de la sociedad impidió en su totalidad abarcativa la posibilidad de existencia de una apropiada crítica social, dejando a la Escuela de Frankfurt sometida a una inconsistencia ontológica, sin posibilidades concretas de llevar a cabo su labor más esencial, la de ser un espacio para el ejercicio de la crítica.
Es Jürgen Habermas, filósofo de la segunda generación, quien intenta resolver esta paradoja proponiendo una comprensión de la racionalidad más amplia que la anterior que permitiera dar cuenta de los criterios apropiados para validar esa crítica social. En este camino, introduce en su propuesta un giro lingüístico de claro corte intersubjetivo que, al incorporar las nociones de actos del habla propuestas por Austin, logra reestablecer los criterios de crítica que se habían diluido para los filósofos anteriores.
La idea del presente trabajo es analizar la problemática planteada por Horkheimer y Adorno en Dialéctica de la Ilustración, echando luz sobre la concepción del lenguaje compatible con el espíritu de su obra, y comprender luego por qué el giro lingüístico introducido por Habermas fue condición necesaria para la supervivencia de la propia Teoría Crítica.
En su libro Dialéctica de la Ilustración (1994) Horkheimer y Adorno gestan su denuncia más radical hacia la Ilustración:
Como los mitos ponen ya por obra la Ilustración, así queda ésta atrapada en cada uno de sus pasos más hondamente en la mitología. Todo el material lo recibe de los mitos para destruirlo, pero en cuanto juez cae en el hechizo mítico. Quiere escapar al proceso de destino y venganza ejerciendo ella misma venganza sobre dicho proceso. En los mitos, todo cuanto sucede debe pagar por haber sucedido. Lo mismo rige en la Ilustración: el hecho queda aniquilado apenas ha sucedido (Horkheimer & Adorno, 1994, p. 67).
Es así como los autores presentan a la razón, mutilada desde sus inicios por el interés del hombre de dominar la naturaleza, anhelo que progresivamente fue limitando la razón en miras a un único objetivo: el dominio. La razón ilustrada es entonces una razón circunscripta exclusivamente a la idea de dominio, un dominio que se retrotrae a sus inicios, es decir al mito: el sujeto pasa a dominar la naturaleza convirtiéndola en recurso para sobrevivir, luego convierte al “otro” en elemento de dominación subjetiva al involucrarlo como partícipe de una producción eficiente; y continúa en su avance hasta colonizar incluso el propio interior del hombre. El hilo conductor de todo este proceso está anclado a una racionalidad instrumental que atrapa las posibilidades de existir y las homogeiniza en medios y fines.
Es interesante destacar aquellos postulados teóricos más salientes que los autores ponen de manifiesto a lo largo de esta obra:
1. A pesar de haber surgido para liberar al individuo del miedo y constituirlo en “señor”, la Ilustración se autoconstruye desde sus orígenes como dominio de la naturaleza y, en su devenir, se vuelve mito.
Así lo explica también Horkheimer en otra de sus obras, “la enfermedad de la razón radica en su propio origen, en el afán del hombre de dominar la naturaleza” (Horkheimer, 1973, p. 184). Esta enfermedad de la razón que la Ilustración manifiesta en su querencia de dominio, está presente también en el mito, que late bajo la misma aspiración: “Los mitos, querían narrar, nombrar, contar el origen: y con ello, por tanto, representar, fijar, explicar...todo ritual contiene una representación del acontecer, así como el proceso concreto que ha de ser influido por el embrujo” (Horkheimer & Adorno, 1994, p. 63).
2. La naturaleza es dominada por el individuo a través de un proceso de racionalización que de manera simultánea crea un proceso de enajenación y cosificación. Esa dominación del individuo sobre sí mismo deviene en la pérdida de identidad y de individualidad. El progreso y las grandes sociedades albergan una masa homogénea de sujetos que, al tratar de hacerse de la naturaleza, pierden su identidad, se objetivan y cosifican.
3. El mundo de las dominaciones se va a poner de manifiesto en varias direcciones: primero una dominación del individuo hacia la naturaleza, luego una dominación del individuo hacia otros y por último una dominación del propio yo. Y es esta continuidad de sentidos de dominación la que sienta las bases para las explicaciones de las relaciones sociales.
4. El concepto de racionalidad se encuentra acotado al de racionalidad instrumental, entendida como instancia de un pensamiento calculador que organiza el mundo para los fines de la autoconservación y cuya función es convertir el objeto, de mero material sensible, en material de dominio: “El individuo queda ya determinado sólo como cosa, como elementos estadísticos, como éxito o fracaso. Su norma es la autoconservación, la acomodación lograda o no a la objetividad de su función y a los modelos que le son fijados” (Horkheimer & Adorno, 1994, p. 82).
La verdadera naturaleza del esquematismo, que hace concordar desde fuera lo universal y lo particular, el concepto y el caso singular, se revela finalmente en la ciencia actual como el interés de la sociedad industrial. El ser es contemplado bajo el aspecto de la elaboración y la administración. Todo se convierte en proceso repetible y sustituible, en mero ejemplo por los modelos conceptuales del sistema: incluso el hombre singular (Horkheimer & Adorno, 1994, p. 131).
¿Qué lugar le cabe al lenguaje en un proceso como este en el que la Ilustración se concibe como una cadena de dominios autodestructivos? Si la razón instrumental reduce toda racionalidad a la relación adecuada entre estrategias y objetivos, a la utilización correcta de medios con vistas a conseguir un fin determinado, a convertir todo cuanto le rodea en un medio al servicio de una meta, será evidente entonces que el lenguaje no podrá escapar a esta lógica de dominación. Antes bien será un medio para consolidar dicho dominio. Se desdibuja cualquier posible construcción dialógica del objeto en la que el lenguaje pueda adquirir rasgos preminentemente comunicativos y se consolida en cambio una relación sujeto-objeto en la que el nombrar el objeto abre al sujeto las posibilidades de dominarlo. Es necesario nombrar para dominar. El lenguaje es concebido como un órgano que sirve a los efectos de que el sujeto pueda referir y nombrar a todo aquello que dominará. Tal como se citó anteriormente, “Los mitos, querían narrar, nombrar, contar el origen: y con ello, por tanto, representar, fijar, explicar...todo ritual contiene una representación del acontecer, así como el proceso concreto que ha de ser influido por el embrujo” (Horkheimer & Adorno, 1994, p. 63).
Está clara que esta concepción del lenguaje definida por los rasgos de la nominación, en la que las palabras del lenguaje son signos que se emplean para nombran objetos, es un claro ejemplo de la concepción agustiniana del lenguaje y compatible con la concepción lingüística del Wittgenstein del Tractatus Lógico-Philosophicus (Wittgenstein, 2009), que él mismo se encarga de describir en su posterior obra Investigaciones Filosóficas,
Agustín, en las Confesiones: [Cuando ellos (los mayores) nombraban alguna cosa y consecuentemente con esa apelación se movían hacia algo, lo veía y comprendía que con los sonidos que pronunciaban llamaban ellos a aquella cosa cuando pretendían señalarla…. Así, oyendo repetidamente las palabras colocadas en sus lugares apropiados en diferentes oraciones, colegía paulatinamente de qué cosas eran signos y, una vez adiestrada la lengua en esos signos, expresaba ya con ellos mis deseos.]. En estas palabras obtenemos, a mí parecer, una determinada figura de la esencia del lenguaje humano. Concretamente ésta: Las palabras del lenguaje nombran objetos —las oraciones son combinaciones de esas denominaciones. En esta figura del lenguaje encontramos las raíces de la idea: Cada palabra tiene un significado. Este significado está coordinado con la palabra. Es el objeto por el que está la palabra (Wittgenstein, 1988, p. 18).
Esta idea despliega una semántica que entiende al lenguaje como un órganon conformado por nombres que refieren a objetos, siendo estos últimos, sus significados (Penelas, 2020, pp. 126-127). Una concepción también compatible con idea fregeana de que una expresión será verdadera en función de las relaciones referenciales entre las palabras que la componen y los objetos del mundo, es decir una relación de adecuación entre el lenguaje y mundo, explicada en términos de la relación de referencia entre palabras y objetos (Frege, 1973). Esta perspectiva fáctica de la semántica es concebida entonces a partir del estudio y comprensión de los signos y sus propiedades: la referencia y la verdad, y opuesta a la perspectiva interpretacionista según la cual la semántica aborda antes que los signos, un tipo especial de conducta.
En Dialéctica de la Ilustración, Horkheimer y Adorno afirman “La universalidad de las ideas, tal como la desarrolla la lógica discursiva, el dominio en la esfera del concepto, se eleva sobre el fundamento del dominio en la realidad” (Horkheimer & Adorno, 1994, p. 69). Así el dar nombre a las cosas implica en el mismo acto la pretensión de dominar la naturaleza. Y a esto se le añade, además, el hecho de que cuando el hombre ilustrado asigna nombre a las cosas pierde de vista la individualidad de estas, colocando bajo un mismo signo a distintos entes, sin que necesariamente sean lo mismo. La esencia de las cosas es el de ser dominadas, ser en ellas para “ellos” (los sujetos), idea que se reafirma en la siguiente cita de la obra: “La Ilustración se relaciona con las cosas como el dictador con los hombres. Éste los conoce en la medida en que puede manipularlos” (Horkheimer & Adorno, 1994, p. 64).
En este contexto la comunicación basada en el intercambio entre interlocutores sólo se puede comprender en el ámbito de la estética, dónde el único rol que le cabe es el de constituir un olvido del carácter escindido de la condición humana.
Para Habermas el proyecto de los filósofos de la primera generación de la Escuela de Frankfurt estaba condenado a consumirse en el propio fuego de sus inconsistencias y flaquezas teóricas producto de haber reducido la razón a razón instrumental y de haber intentado llevar adelante una autorreflexión desde esa misma racionalidad con arreglo a fines levantada a totalidad:
Con el concepto de «razón instrumental» Horkheimer y Adorno pretenden sacar las cuentas a un entendimiento calculante que ha usurpado el puesto de la razón. Ese concepto tiene también la función de recordar que la «racionalidad con arreglo a fines» levantada a totalidad borra la distinción entre aquello que reclama validez y aquello que es útil para la autoconservación, echando abajo las barreras entre validez y poder, anulando aquella distinción categorial a la que la comprensión moderna del mundo creía deber una definitiva superación del mito. La razón, en tanto que instrumental, se ha asimilado al poder, renunciando con ello a su fuerza crítica —éste es el último desenmascaramiento de una crítica ideológica aplicada ahora a sí misma (Habermas, 1993, pp. 149-150).
Para Habermas existirá una solución posible, pero para ello será necesario dejar de concebir el proyecto de la modernidad a partir de la razón instrumental e incorporar en cambio una racionalidad comunicativa. Por ello dedicó su obra a analizar las condiciones bajo las cuales se pone en marcha la racionalidad en toda acción social, integrando al concepto de racionalidad la interacción de los individuos basada en el uso del lenguaje y las estructuras de la comunicación.
La preocupación de Habermas no se agotó en el estudio de la interacción social mediada por el lenguaje como una dimensión constitutiva de la praxis humana sino que, además, se comprometió con la elaboración de argumentos que pudiesen dar cuenta de por qué en este tipo de acción reside el verdadero cambio social (Habermas, 1987).
En Teoría de la Acción Comunicativa construye Habermas una concepción de la racionalidad de la acción más allá de principios individuales, llevando a cabo un análisis integrado de la interacción social en dos planos diferentes, a saber, el mundo de la vida y los sistemas sociales:
Este concepto de racionalidad comunicativa posee connotaciones que en última instancia se remontan a la experiencia central de la capacidad de aunar sin coacciones y de generar consenso que tiene un habla argumentativa en que diversos participantes superan la subjetividad inicial de sus respectivos puntos de vista y merced a una comunidad de convicciones racionalmente motivada se aseguran a la vez de la unidad del mundo objetivo y de la intersubjetividad del contexto en que desarrollan sus vidas (Habermas, 1989, p. 27).
Habermas va a definir el “mundo de la vida” como un compuesto de tres aspectos: la cultura, la sociedad y la personalidad, cada uno de los cuales hace referencia a pautas interpretativas sobre cómo la cultura ejerce una influencia sobre la acción, sobre cómo se consolidan las pautas que determinan las interacciones sociales y finalmente, cómo se estructura un determinado modo de ser de los individuos,
Al actuar comunicativamente los sujetos se entienden siempre en el horizonte de un mundo de la vida. Su mundo de la vida está formado de convicciones de fondo, más o menos difusas, pero siempre aproblemáticas. El mundo de la vida, en tanto que trasfondo, es la fuente de donde se obtienen las definiciones de la situación que los implicados presuponen como aproblemáticas (Habermas, 1989, p.104).
Por ello podemos afirmar que dentro de la producción teórico-analítica de Habermas se destaca una noción de praxis o práctica que define lo que el individuo realiza en el mundo, y que excede al unidimensional sesgo tecnicista de la racionalidad instrumental, al agregar otra dimensión fundamental de la praxis humana: la acción comunicativa y sus efectos simbólicos.
Dado que el problema teórico central para Habermas radicó en evitar ese imperativo lineal de la “racionalidad de acuerdo a fines” asociado a Adorno y Horkheimer, que devino en absoluta irracionalidad, se empeñó en encontrar los fundamentos de una “crítica” derivada de contraponer “trabajo” e “interacción”. Para ello tomó como punto de partida una pragmática universal del lenguaje, definida por el propio Habermas como “el programa de investigación que tiene por objeto reconstruir la base universal de validez del habla” (Habermas, 1997, p. 302) e identificó en cada acto de comunicación las diferentes pretensiones de valor racional (las que distinguirá en pretensiones de verdad, rectitud y veracidad, según el caso). La pretensión de verdad se circunscribirá a expresiones del mundo concreto material, la pretensión de rectitud a cuestiones referidas al mundo de las normas morales, mientras que la de autenticidad hará referencia a las experiencias individuales internas. Es a partir de estas tres formas de pretensiones de validez que Habermas definirá tres diferentes tipos de racionalidad de la acción humana: la instrumental orientada al éxito, la comunicativa orientada al entendimiento y la estético-expresiva, orientada al mundo de las sensaciones y experiencias internas.
Sin anular la existencia de una racionalidad de acuerdo a fines (instrumental), Habermas introduce el concepto de racionalidad comunicativa de la acción social, caracterizada por un proceso de entendimiento sobre planes de acción compartidos. Este entendimiento racional sólo ocurre cuando a partir de determinado conflicto, el acto del lenguaje contribuye a poner de manifiesto el mejor argumento, y obliga a los sujetos a plantear sus enfoques particulares levantando una pretensión de validez respecto a la cual, los demás involucrados podrán asentir o no. En este contexto, el entendimiento significa el acuerdo sobre la dimensión en la que se prueba la justeza de una afirmación, la coerción no coercitiva del mejor argumento (Habermas, 1989). Es esta intuición trascendental del lenguaje en su acción comunicativa orientada al entendimiento la que sirve de basamento para diferenciar entre entendimiento y manipulación estratégica, cuestión que no habían podido resolver los filósofos de la primera generación de la escuela de Frankfurt y cuya consecuencia los sumergió en la paradoja planteada al inicio del trabajo.
Como hemos anticipado la acción comunicativa es un tipo de interacción social en la que los planes de acción se coordinan de manera cooperativa mediante la interacción compartida de los agentes implicados en un proceso de entendimiento o acuerdo racional y cuya única pretensión de carácter universal es la inteligibilidad, pretensión a satisfacer de forma inmanente al lenguaje.
Las ideas que permiten a Habermas construir las nociones de acción y racionalidad comunicativa, se asientan en la teoría de los actos de habla de Austin (1982), tal como él mismo lo asevera: “Como punto de partida más prometedor para una pragmática universal, me apoyaré sobre todo en la teoría de los actos de habla iniciada por Austin” (Habermas, 1997, p. 306), de claro corte intersubjetivo. Esta incorporación consiste en poner en evidencia que la coordinación de las acciones comunicativas precisa del diálogo entre dos interlocutores, aquel que propone en el acto de habla resolver un problema práctico común, con pretensión de una propuesta válida y el destinatario de éste, que puede o no aceptar dicha propuesta. En este diálogo sólo las razones alegadas por los participantes permiten determinar si una pretensión de validez es correcta o no lo es. En este tipo racional de diálogo denominado “discurso” los participantes se encuentran interesados honestamente en descubrir racionalmente la solución correcta de un problema.
Me interesa a esta altura resaltar el giro lingüístico incorporado en la propuesta realizada por Habermas, ese paso desde una comprensión semántica del lenguaje de tipo determinista presente en Dialéctica de la Ilustración, a una comprensión indeterminista incluida en su Teoría de la acción comunicativa.
En términos generales y, tal como ha sido desarrollado en los apartados anteriores, es posible definir la concepción del lenguaje esbozada en Dialéctica de la Ilustración como parte de la corriente determinista del lenguaje, según la cual, los significados preceden en tanto lógica y conceptualmente a las prácticas lingüísticas. No es el lenguaje el que determina el significado de los objetos sino antes bien, las categorías que los individuos construyen sobre su mundo circundante son expresiones de una realidad que les antecede. De esta manera las clases y objetos emanan naturalmente de la propia estructura de un universo que se abre a los ojos de los individuos y les muestra cómo categorizarlo. Categorías que emplearán para nombrarlos y referirlos. Los nombres habilitarán así el dominio sobre los objetos del mundo. No hay creación artificial de estos nombres sino una adecuación de los significados a eso que existe como clase natural. En otras palabras, las categorías existentes en el mundo están pre-lingüisticamente establecidas y por ende no dependen de ninguna negociación conceptual entre los miembros que conforman una comunidad determinada. El mismo Habermas critica esta concepción semántica del lenguaje al afirmar,
La semántica de la referencia, ya se plantee como teoría de la designación extensional o intensional, define el significado de una expresión por la clase de objetos a los que esa expresión puede aplicarse en oraciones verdaderas...... no se ve por qué la teoría de la semántica habría de otorgar un monopolio a dicha función expositiva del lenguaje (Habermas, 1997, p. 330).
En contraste a esta concepción semántica de la referencia, la propuesta de Habermas involucra la idea de que existe una diversidad de funciones que cumplen las palabras durante su uso, y que sólo a través de su puesta en marcha pueden llegar a comprenderse de manera apropiada. Desaparecen así las características necesarias y suficientes que definen de manera a priori y universal el lenguaje y con ello la necesidad de un criterio unívoco para usar significativamente una expresión para todos los casos posibles. El significado de las palabras se encuentra asociado a su uso, producto de una práctica lingüística efectiva en determinadas circunstancias, y por tanto relativo a dichas circunstancias. Cada palabra, así como cada oración depende de manera constitutiva de la práctica de los sujetos, en otras palabras, el lenguaje se comprende a partir de su uso y se construye como negociación entre los participantes, quienes comparten las reglas de este. Por lo tanto, no puede comprenderse el lenguaje sin referencia a la comunidad de usuarios que otorga validez a las reglas e impugna de manera simultánea el lenguaje privado. El lenguaje bajo la propuesta de Habermas es un conjunto dinámico atravesado por la historicidad y la temporalidad (mundo de la vida) anclado a esa praxis vital de los actos del habla, en los que el flujo de la historia siempre obliga a una nueva negociación. Y en estas negociaciones cada palabra no define una esencia, sino que se fundamenta en los acuerdos circunstanciales que hayan realizado los agentes. En resumen, el lenguaje es fruto de sus prácticas, lo que es correcto o incorrecto decir de un objeto siempre es fruto de negociaciones originadas dentro la comunidad lingüística.
La propuesta de Habermas abre así la posibilidad de agregar un tipo de racionalidad para la crítica que no había sido advertida por Horkheimer y Adorno: la racionalidad discursiva; y junto con ello, pretende superar la paradoja surgida al considerar una razón instrumental omnipresente, dominadora de la conciencia y la vida. Es posible entonces reconocer que la racionalidad discursiva ya no está interesada en descubrir los mejores medios para dominar la naturaleza y manipular la conducta ajena, sino que se empeña en resolver pretensiones de validez (verdad y justicia), con el propósito de coordinar comunicativamente planes de acción compartidos por los actores sociales.
El giro lingüístico llevado adelante por Habermas fue crucial para salvar a la Teoría Crítica de la inconsistencia ontológica a la que la había sometido la racionalidad instrumental totalizadora propuesta por Horkheimer y Adorno en Dialéctica de la Ilustración. La introducción de la racionalidad discursiva llevada a cabo por Habermas en Teoría de la acción comunicativa devolvió a la modernidad el espacio para una crítica social, a la luz de su empeño en resolver las pretensiones de validez en vistas de coordinar de manera comunicativa aquellos planes de acción compartidos por los diferentes actores sociales. Y para conseguirlo, el viraje de una concepción determinista de la semántica hacia una indeterminista jugó un papel decisivo.
Austin, J. L. (1982). Cómo hacer cosas con palabras. Selección. Barcelona: Paidós.
Frege, G. (1892). Sobre el sentido y la denotación. En Simpson, T. M. (1973). Semántica filosófica: problemas y discusiones. Madrid: Siglo XXI.
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Habermas, J. (1989). Teoría de la acción comunicativa. Vol. I. Racionalidad de la accion y racionalización social. Madrid, España: Taurus.
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Habermas, J. (1997). ¿Qué significa pragmática universal? En J. Habermas. Teoría de la acción comunicativa: complementos y estudios previos (pp. 229-368). Madrid: Cátedra.
Horkheimer, M. (1973). Crítica de la razón instrumental. Buenos Aires: Sur.
Horkheimer, M., & Adorno, T. (1994). Dialectica de la Ilustración. Madrid: Trotta.
Penelas, F. (2020). Wittgenstein. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Galerna.
Wittgenstein, L. (2009). Tractatus Logico-Philosophicus.Madrid: Gredos.
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