Antropología filosófica-teológica en el marxismo de Terry Eagleton
Philosophical-theological anthropology in Terry Eagleton´s marxism
Sergio Blanco GonzaliaEl presupuesto subyacente a este artículo es el siguiente: la predominancia, durante el siglo XX, de una interpretación historicista teleológica conllevó en el marxismo una actitud de desinterés en torno a pensar el fin, aquello que se estaba intentando lograr, es decir, la sociedad socialista. Al limitarse a pensar en el “alumbramiento” de lo ya contenido en el presente, dicha concepción no atendía a qué modelo se proponía como reemplazo para el existente (porque los contornos de la nueva sociedad ya estaban predeterminados). Y en este sentido, no se preocupaba por justificar la superioridad moral de tal sociedad (si bien la asunción de la “inevitabilidad” –o necesariedad– del socialismo no justificaba su superioridad, ciertamente restringía considerablemente la reflexión sobre esto último). Ello produjo que el marxismo arrastrara un «déficit ético» (Callinicos, 2006, p. 273), es decir: el marxismo no había realizado grandes esfuerzos en argumentar la deseabilidad del socialismo, en gran medida bajo la suposición (imbuida de teleología del progreso) de que lo que vendría después del capitalismo sería necesariamente mejor (Lizárraga, 2016, p. 21).
En este marco, desde hace algunos lustros el marxista británico Terry Eagleton ha venido desarrollando una producción intelectual en constante diálogo con motivos teológicos. Eagleton (2018b, p. 8) entiende que, en tanto la teología trata sobre diversas cuestiones importantes acerca de las cuales el pensamiento radical ha mantenido silencio, tales como el amor, la muerte, el sufrimiento, el sacrificio, el mal, el martirio y el perdón, es posible que el pensamiento de izquierda descubra allí “algunas percepciones valiosas acerca de la emancipación humana, justamente en una época como la actual, en la que la izquierda política se halla angustiosamente necesitada de buenas ideas” (Eagleton, 2012a, p. 14). De esta manera, tal como señala Sigurdson,
el atractivo de la teología no se percibe, por tanto, como un retiro político para Eagleton, sino que tiene que ver con una posible cura para el malestar de la política de izquierda, así como con el reconocimiento de ciertas preguntas existenciales que generalmente no han sido tematizadas por el marxismo (2012, p. 17). 1
De modo que Eagleton propone que el marxismo tome la teología más en serio. De hecho, considera que en este camino las ideas que se pueden encontrar en cierto tipo de teología son más y no menos radicales que gran parte de lo elaborado por el pensamiento de izquierda actual (Eagleton, 2008). Por ello se plantea retomar “una corriente de teología radical […] que a menudo resulta más revolucionaria, en sus implicaciones políticas, que buena parte del pensamiento secular de izquierdas” (Eagleton, 2010, pp. 11-12). Asumir ese legado teológico en una perspectiva radical es, según Eagleton (2008, p. 11), una vía para ampliar el lenguaje de la izquierda y salir de cierto impasse en sus ideas.
En este sentido, la labor que se despliega en este artículo consiste en espigar algunas de las nociones teológicas centrales en el pensamiento de Eagleton, las cuales se articulan con (y sirven de fundamento a) su peculiar modo de concebir, y hasta cierto punto reelaborar, elementos centrales vinculados a la dimensión ética del marxismo. De esta manera, se presenta un esbozo acerca de aquello que, para Eagleton, constituye el horizonte de la esperanza.
De modo que en este artículo se procederá, primeramente (II), a una recapitulación de los postulados de Eagleton en torno a la doctrina de la Creación, lo que constituirá el eje teológico de la argumentación. Desde allí se analizará a continuación (III) cómo aquella sirve a nuestro autor a fin de distanciarse tanto de la idea de libertad absoluta como del determinismo, sosteniendo un planteo que, en términos teológicos, equivaldría a postular que es nuestra dependencia de Dios la que nos permite ser libres. El siguiente movimiento (IV) desarrollará lo anterior exponiendo las afirmaciones de Eagleton en torno a la existencia de una naturaleza humana inmutable, siendo uno de sus rasgos centrales la actividad como fin en sí –praxis–. A continuación (V), se ahondará en el concepto de praxis y de la autorrealización como eje de la vida buena, así como, posteriormente (VI) en su perspectiva relacional, que encuentra sustento en una ética del amor de inspiración tomista. En un último paso (VII), previo a las conclusiones (VIII), se reflexionará acerca del marco social en que una ética de este tipo puede germinar.
1En el original: «The appeal to theology is thus not perceived as a political retreat for Eagleton but rather has to do with a possible cure for the malaise of left-wing politics as well as a recognition of certain existencial questions usually not thematized by Marxism» (Sigurdson, 2012, p. 17).
La denominada Nueva Teología con la que tropecé a mis 18 años, más o menos, con la ayuda de dominicos disidentes y de un número bastante superior de pintas de cerveza, no tenía nada de nuevo en realidad. Sólo era nueva para jóvenes papistas bisoños como yo. No concebía a Dios el Creador como una especie de megafabricante o de presidente ejecutivo de la empresa del cosmos […] (y que vendría a ser lo que el teólogo Herbert McCabe llama ‘la noción idólatra de Dios entendido como una criatura descomunalmente grande y poderosa’) (Eagleton, 2012a, p. 24).
En diferentes oportunidades, Eagleton vuelve una y otra vez sobre algunos puntos nodales de su concepción teológica. Destacamos algunas intervenciones particularmente clarificadoras:
a) Dios no es un ente: “Según Tomás de Aquino, Dios es una especie de nada de la cual no se puede decir en realidad nada inteligible […] Dios no es un objeto, principio, entidad ni ser existente. Es más bien lo que en primera instancia hace posible todo lo anterior” (Eagleton, 2008, p. 57).
b) Dios no es un megafabricante (“Dios el Creador no es una hipótesis sobre cómo se originó el mundo” –Eagleton, 2012a, p. 24–), sino la condición de posibilidad de que exista algo en vez de nada; la Creación no es una necesidad.
[Dios] hizo el mundo sin un fin funcional en mente, sino simplemente por el amor y el placer de hacerlo […] Lo hizo como un regalo, una superfluidad y un gesto gratuito: por nada, antes que por la cruda necesidad. En realidad, para la teología cristiana el mundo no es necesario en absoluto […] Lo creó por amor, no por necesidad (Eagleton, 2012a, pp. 26-27).
c) La Creación es gratuidad y amor:
La doctrina de la Creación sostiene, entre otras cosas, que el universo es puramente contingente. Dios lo creó no a partir de la necesidad, dado que no hay nada que él tenga que hacer necesariamente, sino a partir del amor. El mundo, según esa visión, es puramente gratuito, perpetuamente ensombrecido por la posibilidad de su propia no existencia. Y es esa gratuidad […] la que alude a su Creador, más que cualquier elemento específico del propio cosmos. El universo es regalo más que fatalidad. Para recurrir a un término filosófico técnico, Dios lo hizo porque le dio la gana, a partir de su propia autocomplacencia eterna, de manera parecida a como un pintor pinta un cuadro. Él es el garante supremo de la contingencia de las cosas (Eagleton, 2017a, p. 43).
d) La Creación es una contingencia: “Decir que las cosas se crearon de la nada significa que no tenían por qué suceder […] Afirmar que las cosas han sido «creadas» significa afirmar que son un puro regalo o contingencia” (Eagleton, 2008, p. 47). Así, la Doctrina de la Creación “no refiere al hecho de que el mundo llegó a existir, sino a que no era necesario […] Deberíamos, entonces, estar agradecidos incluso por un solo momento de existencia, ya que fácilmente podría no haber habido nada” (Eagleton, 2018b, p. 52).
e) Por ende, toda criatura existe sin un fin ulterior: “decir del mundo que es algo «creado» es para la teología clásica decir que el mundo no tiene sentido. Al igual que Dios, y al igual que la humanidad, existe solamente para su propio deleite. Dios creó el mundo por el puro placer de crearlo” (Eagleton, 2012c, p. 227).
Las ideas centrales de Eagleton en torno a Dios y la Creación, por tanto, son las siguientes: corresponde a una visión idólatra de Dios concebirlo como un ente; Dios no es un ente, sino que es la condición de posibilidad de todo ente (de modo que no interfiere en la libertad humana, sino que es la condición de su posibilidad). Dios el Creador no es una hipótesis acerca de cómo se generó el mundo, sino que es una afirmación de la gratuidad del mundo y de la humanidad; Dios hizo el mundo por amor y placer, no por necesidad.
Abordaremos seguidamente la manera en que Eagleton despliega estas nociones teológicas, y cómo se sirve de ellas para argumentar en torno a la buena vida.
2 En el original: «The doctrine concerns not the fact that the world came into existence, but that it did not need to […] We should be grateful even for a single moment of existence, then, since there might just as easily have been nothing» (Eagleton, 2018b, p. 52).
En sus concepciones teológicas, Eagleton encuentra argumentos para afrontar un tópico clásico en el campo de las humanidades y particularmente trillado en la tradición marxista: se propone sortear al Escila del determinismo y el Caribdis de la libertad absoluta. Es el segundo de estos “monstruos” el que, en sus reflexiones, aparece como el mayor peligro en la actualidad. Pero antes de abocarse a combatirlo, establece una marcada distancia con el primero de ellos.
Los postulados deterministas, aunque actualmente no gocen de una salud robusta, han tenido una marcada influencia (y generado graves dificultades) en la reflexión marxista. No parecería, desde una mirada superficial, que la apelación a la teología posibilitara deslindarse de tales nociones. Sin embargo, y como fue anticipado, la interpretación que nuestro autor realiza de la doctrina de la Creación indica que lo que aquella establece es que Dios creó el mundo no por necesidad, sino gratuitamente. De este modo,
Dado que Dios es trascendente –es decir, que no necesita a la humanidad y que nos ha creado como un simple divertimento–, su actitud ante nosotros no es la de un posesivo neurótico. No nos necesita […] Es perfectamente capaz, pues, de dejarnos ser como queramos. Y la palabra para designar esa situación es libertad, esa condición en virtud de la cual, para la teología cristiana, pertenecemos más profundamente a Dios (Eagleton, 2012a, p. 34).
Dios no es el motor de las actividades humanas, del mismo modo que los comportamientos humanos tampoco lo alcanzan (de ahí que, para Eagleton, la imagen de Dios como juez al cual podemos irritar o apaciguar sea completamente ajena a la teología cristiana, según la cual Él ya nos tiene perdonados –2012c, p. 176–). Así, según Eagleton (2017d, p. 53), para la teología cristiana, si bien Dios es el fundamento último de todo ser y condición de posibilidad de todo, la dependencia que la humanidad tiene de él no es negación de su libertad y autonomía, sino fuente de ellas, lo que le permite al hombre ser lo que es.
Ahora bien, somos libres, pero nuestra libertad existe en un contexto de dependencia: no advertir esto nos llevaría a ser absorbidos por el Caribdis de la libertad absoluta. Y, para nuestro autor, es precisamente en esa dirección que se escora el pensamiento contemporáneo, dominado por ideas posmodernas que postulan nociones constructivistas (las cuales casan tan bien con el mito burgués del self-made man –Eagleton, 2012a, p. 36–).
Valga aquí abrir un breve paréntesis y mencionar que cuando Eagleton (1997) alude al posmodernismo o a la posmodernidad está refiriéndose a
un estilo de pensamiento que desconfía de las nociones clásicas de verdad, razón, identidad y objetividad, de la idea de progreso universal o de emancipación, de las estructuras aisladas, de los grandes relatos o de los sistemas definitivos de explicación [, y que] considera el mundo como contingente, inexplicado, diverso, inestable, indeterminado, un conjunto de culturas desunidas o de interpretaciones que engendra un grado de escepticismo sobre la objetividad de la verdad, la historia y las normas, lo dado de las naturalezas y la coherencia de las identidades (p. 11)
De este modo, tal como él señala, su preocupación "pasa menos por las más consabidas formulaciones de la filosofía posmoderna que por el medio e incluso la sensibilidad del posmodernismo como totalidad" (Eagleton, 1997, p. 12). De hecho, las referencias directas a autores posmodernos son casi inexistentes en sus trabajos, incluso cuando aborda el asunto de lleno como sucede en Las ilusiones del posmodernismo. Aun cuando asume que las nociones que atribuye al posmodernismo en general pueden no estar presentes en las obras de diversos teóricos posmodernos, o incluso ser cuestionadas o directamente rechazadas por ellos, nos dice que tales perspectivas posmodernas "constituyen incluso un tipo tan extendido de saber que, tomando en cuenta esa extensión, no me considero culpable de ser excesivamente paródico" (Eagleton, 1997, p. 13).
En pos de enfrentar las nociones constructivistas del posmodernismo Eagleton (2017b, pp. 120-124) recurre a las disputas entre la teología católica y la protestante en el periodo tardomedieval. Señala que el pensamiento constructivista actual encuentra antecedentes en las reflexiones teológicas protestantes de entonces, las cuales se basaban en la siguiente proposición: si Dios es todopoderoso entonces la Creación no puede tener autonomía, ya que eso limitaría Su libertad de acción. Preservar la libertad y omnipotencia de Dios requería vaciar al mundo de cualquier sentido inherente; para los pensadores protestantes que seguían esta línea, la realidad debía ser radicalmente indeterminada, acomodándose a la forma que Dios quisiera darle. Esta radical indeterminación, advierte Eagleton, es retomada por el pensamiento posmoderno, para el cual el mundo puede comportarse de cualquier forma que sea. La idea de que las cosas tienen naturalezas determinadas, esencias, desaparece, tanto para esta línea de la teología protestante como también para el mainstream posmoderno: para la primera, cualquier esencia se interpondría en el camino del poder supremo de Dios; para el segundo, impondría límites a la construcción social de la realidad. De modo que, afirma nuestro autor, aquel tipo de teología protestante era una forma temprana de antiesencialismo; y tanto aquel como el antiesencialismo posmoderno van de la mano del voluntarismo. Uno postula que, no habiendo naturalezas determinadas, la voluntad de Dios es todo lo que decide; el otro reemplazará a Dios por los seres humanos: la realidad por sí misma no es de ningún modo, sino que es socialmente construida.
Al desarrollar esta argumentación en contra del constructivismo, Eagleton (2017b) no está postulando que los sentidos y las significaciones están en el mundo al modo de la tinta en un tintero: se trata de interpretaciones del mundo y dependen de nosotros. De hecho, indica que este debate teológico supuso también una liberación, en tanto deja de haber una única forma de ver la realidad siendo posibles distintas interpretaciones: “Lo que antaño habían sido sentidos fijados ahora podían desligarse y recombinarse de nuevas e imaginativas formas. No deja de ser significativo que fuese un pastor protestante, Friedrich Schleiermacher, quien inventara la ciencia de la hermenéutica” (Eagleton, 2017b, p. 124).
De lo que se trata, para Eagleton, es de superar la antinomia inherente/atribuido, de desmontar la oposición entre aquellos que creen que los sentidos están en las cosas y aquellos otros que creen que los sentidos son construcciones sociales independientemente de las cosas. Se trata, más bien, de una dialéctica entre nosotros y la realidad:
El sentido, claro está, lo generan las personas, pero lo hacen por medio de un diálogo con un mundo determinado cuyas leyes no inventaron y, para que sus sentidos y significados sean válidos, deben respetar los principios y la naturaleza de dicho mundo. Admitir esto último supone cultivar una cierta humildad que no casa bien con el axioma «constructivista» según el que, en lo que al sentido respecta, nosotros somos lo único que importa (Eagleton, 2017b, p. 118).
Para Eagleton, resulta una necedad negar que nuestra libertad existe en un contexto de dependencias más fundamentales: “Los seres humanos son autónomos, pero solo sobre la base de la dependencia más profunda que tienen de la Naturaleza, del mundo y de los demás” (2017b, p. 125). De modo que una gran parte de nosotros se encuentra determinada, es decir, delimitada:
también [además del lenguaje] somos producto de la historia, de la herencia, de sistemas de parentesco, de instituciones sociales y de procesos inconscientes. En gran medida, no son cosas que escojamos. También, estos se imponen sobre nosotros como poderes impersonales, aunque (a excepción de la biología) sean, en su origen, creaciones humanas (Eagleton, 2017a, p. 33).
Esto es lo que el zeitgeist actual rechaza: la asunción de los límites impuestos a nuestra libre determinación no solo por parte del pasado (historia) y de los otros (cultura), sino a partir de la materia de la que somos parte: “La humanidad no es la señora de la Creación, sino una parte más de su comunidad, y nuestra carne, nuestros tendones, están hechos de la misma materia que las fuerzas que agitan las olas y hacen madurar los campos de maíz” (Eagleton, 2017a, p. 18).
De modo que, según Eagleton (2017a), afirmar que el ser humano es un agente autónomo no significa de ningún modo aseverar que esté libre de determinaciones, sino que “[l]a autonomía tiene que ver, más bien, con relacionarse con dichas determinaciones de un modo peculiar” (p. 27). Más aún, Eagleton (2008) sostiene que la autonomía solo puede existir en el contexto de la determinación:
Un ser que fuera absolutamente independiente de todo condicionamiento no sería capaz en absoluto de actuar de forma intencionada […] Actuar por una razón supone interpretar creativamente las fuerzas que nos influyen, en lugar de permitirles golpearnos como a bolas de billar americano; y este tipo de interpretación comporta cierto grado de libertad (pp. 136-137).
Las ideas de Eagleton al respecto de la libertad y la determinación se encuentran en sintonía con su interpretación de la teología cristiana, según la cual “nuestra dependencia de Dios es la que nos permite auto-determinarnos, del mismo modo que nuestra dependencia de la lengua, la historia o la cultura es la que nos permite convertirnos en personas” (2012a, p. 36). Para la lectura de la teología cristiana que realiza Eagleton, Dios es el poder que permite que seamos nosotros mismos, es lo que posibilita nuestra libertad; es sobre la base de dependencias más profundas donde se irgue la agencia humana, y es en dicha trama que puede alcanzar mayores o menores grados de autodeterminación.
Como vimos en el apartado anterior, la concepción de Eagleton en torno a la dialéctica entre libertad y determinación combate abiertamente los postulados constructivistas: la agencia humana tiene lugar en un contexto de determinaciones culturales e históricas, así como también naturales. Esto último resulta sumamente relevante ya que le permite apartarse, y con ello también apartar a lo que él entiende es el marxismo, de las concepciones constructivistas.
Eagleton (2017a) advierte que se suele considerar que Marx suscribía una concepción de este tipo, de modo que no habría ningún aspecto de la humanidad que permanecería constante. Sin embargo, Eagleton entiende que, aunque ciertamente la mutabilidad histórica desempeña un rol central en la teoría de Marx, también éste habría contemplado la existencia de realidades inmutables. Más aún, señala Eagleton (2017a), para Marx la naturaleza es más fundamental que la historia; de hecho, es lo que nos hace tener historia. De acuerdo con Eagleton (que en este punto sigue a Norman Geras –1983–), Marx creía en la existencia de una naturaleza humana, y ello, nos dice (Eagleton, 2018a), es algo que el posmodernismo niega, ya que tiene un prejuicio irracional contra la naturaleza y la biología, asumiendo incorrectamente que apelar a la naturaleza significa negar cualquier posibilidad de cambio (lo cual para el posmodernismo es repudiable, ya que valora todo cambio como intrínsecamente positivo). Eagleton (2018a) indica que es precisamente nuestra naturaleza humana, nuestro carácter de criaturas laboriosas, deseosas y lingüísticas, lo que nos permite transformar nuestras condiciones, en un proceso que recibe el nombre de historia. Y al cambiar estas condiciones, nos cambiamos a nosotros mismos, de manera que el cambio, lejos de ser opuesto a la naturaleza humana, es parte de ella.
Ahora bien, si para Eagleton esta naturaleza humana está conformada por una serie de características propias de la especie (tales como el trabajo, la risa, la enfermedad, el miedo, la muerte, el lenguaje, la sexualidad, etc.), hay un rasgo que resulta peculiarmente interesante destacar (y que resulta pertinente como base para el desarrollo ulterior en el próximo apartado): el desbordar la utilidad. Ciertamente, la forma primaria de acción de los humanos es el trabajo; los humanos solo pueden sobrevivir trabajando sobre su entorno (Eagleton, 2017a). Así, al satisfacer nuestras necesidades naturales damos lugar al surgimiento de nuevas necesidades que deben ser satisfechas, y en este proceso se gesta la autoproducción del individuo. Empero, sostiene Eagleton (2017a, p. 85), a diferencia de los animales que, incapaces de sentir deseo (en sentido psicoanalítico) y de desarrollar trabajo complejo, tienden a repetirse y quedar atrapados en su ciclo biológico, los humanos pueden distanciarse de sus determinantes biológicos, lo que les da la posibilidad de desarrollarse creativamente. 3 Este desarrollo creativo, esta autoproducción, excede la utilidad, siendo un fin en sí mismo.
En esta línea de razonamiento, Eagleton (2018a) sostiene que, “debido a la naturaleza de nuestro cuerpo material, somos animales necesitados, trabajadores, sociables, sexuales, comunicativos y expresivos que nos necesitamos mutuamente para sobrevivir, pero que, además, hallamos un sentimiento de realización en esa camaradería, más allá de su utilidad social” (p. 87). Y luego amplía:
nuestras naturalezas materiales nos dotan de ciertas facultades y capacidades. Y nunca somos tan humanos como cuando disponemos de la libertad para realizar esas facultades como un fin en sí mismas, y no por una finalidad puramente utilitaria. Estas facultades y capacidades siempre son específicas de la situación y la trayectoria históricas, pero tienen una base en nuestro cuerpo, y algunas apenas se modifican de una cultura humana a otra (Eagleton, 2018a, p. 88).
De este modo, son las determinaciones de nuestra naturaleza humana las que nos impelen a un autodesarrollo libre y creativo, que nos conduce más allá de la necesidad. Continuaremos con esta argumentación en el próximo apartado.
3 Eagleton (2017a, p. 85) indica que una de las críticas de Marx al capitalismo es que impide esto, condenando a los humanos a una historia de repetición. Al respecto, la siguiente (e incontablemente citada) oración de Marx resulta una vez más oportuna: “De esto resulta que el hombre (el trabajador) sólo se siente libre en sus funciones animales, en el comer, beber, engendrar, y todo lo más en aquello que toca a la habitación y al atavío, y en cambio en sus funciones humanas se siente como animal. Lo animal se convierte en lo humano y lo humano en lo animal” (1980, p. 109).
Recordemos que Eagleton (2017c) entiende que la “doctrina de la Creación” no refiere a cómo comenzó el mundo, sino a que no tiene finalidad alguna; Dios lo creó como parte de su autogratificación. De ahí que aprecie que “Dios […] Es una especie de crítica perpetua a la razón instrumental” (Eagleton, 2012a, p. 28). Asimismo, siguiendo lo anterior, afirma que la moral no tiene otro sentido o propósito que el disfrute de las propias capacidades en sí mismas:
desde ese punto de vista teológico, la moral está tan desprovista de sentido o finalidad como el universo mismo. Tiene que ver con cómo vivir de la forma más rica y agradable posible, disfrutando de los poderes y las propias capacidades por el simple placer de hacerlo. Esta energía autoplacentera, totalmente vacía de objeto o función, no tiene necesidad de justificarse ante ningún circunspecto tribunal de la Historia, el Deber, el Geist, la Producción, la Utilidad, o la Teleología (Eagleton, 2012a, p. 32).
El término con que Eagleton refiere a tal “energía autoplacentera” es “praxis”, y ensaya una precisión del campo semántico de dicho vocablo, indicando que no refiere sin más a “práctica” (como lo han entendido muchos marxistas), sino a una clase de actividad que se caracteriza por no tener finalidad externa; “se basa en sí misma, se constituye a sí misma, se valida a sí misma” (2017a, p. 70). Se agota en su misma realización, no responde a fines ulteriores, y por tanto no está gobernada por una racionalidad instrumental; no es un medio para alcanzar un fin externo a ella.
La praxis, indica Eagleton, es, como vimos, parte de nuestra condición humana: “Forma parte de nuestra naturaleza trascender la utilidad, deleitarnos en cosas que no tienen una finalidad práctica” (2017c, p. 37). Somos más humanos cuando realizamos este tipo de actividades (Eagleton, 2018a). Asimismo, al desarrollar estas actividades es cuando somos más racionales: “La razón deja de ser un mero instrumento o dispositivo de cálculo y pasa a ser una forma de autorrealización que ha de valorarse por lo que es en sí misma” (Eagleton, 2017a, p. 71). Para Eagleton (2017a) esta clase de actividad que se ejecuta por el placer de hacerlo, libre del acicate de la necesidad y su satisfacción, es la forma más auténtica de producción, y es la que expresa lo mejor de nosotros como especie. Las actividades más valiosas (aunque desde luego no todas), apunta Eagleton, carecen de propósito: “Las mejores cosas son las que se hacen porque sí. Las llevamos a cabo simplemente porque pertenecen al ámbito de nuestra realización conforme al tipo de animales que somos, y no por obligación, costumbre, sentimiento, autoridad, necesidad material, utilidad social o miedo al Todopoderoso” (2018a, pp. 124-125).
Eagleton (2017c) sostiene que, en tanto estas actividades contienen en sí sus propios fundamentos, razones y beneficios, son afines a las obras de arte. Así, lo práctico no se enfrenta a lo estético, sino ambos a lo utilitario. De modo que el arte ofrece un modelo de cómo vivir; “estetizar” nuestra existencia significaría esto: que este tipo de actividad (auténtica) tenga mayor peso en nuestras vidas.
La praxis, entonces, es “la libre realización de nuestros poderes sensoriales y espirituales entendidos como fines disfrutables en sí mismos” (Eagleton, 2017a, p. 88). En esto consiste la vida buena para nuestro autor, y entiende que Marx lo veía del mismo modo (Eagleton, 2018a, p. 125). Esta vida buena no se vincula a fines metafísicos o razones utilitarias, sino que se postula como un placer en sí, justificada por su propia existencia: en este sentido, Eagleton nos recuerda “que también Dios es su propio fin, fundamento, origen, razón y deleite, y que solo viviendo así podremos decir que los seres humanos compartimos Su vida” (2017b, p. 161). En diferentes ocasiones insiste en dicha idea: “Si somos criaturas de Dios, es –para empezar– porque, como él, existimos (o deberíamos existir) por el simple placer de existir” (Eagleton, 2012a, p. 29).
Para Eagleton (2012c), entonces, la buena vida reside en el desarrollo y la autoconcreción perpetua de las facultades humanas, lo que abarca un amplio abanico de actividades (desde bailar a debatir sobre Platón, desde organizar una fiesta hasta degustar un durazno. De modo que el propósito de la vida es la autorrealización (Bildung): “Los seres humanos han de asumir la responsabilidad sobre sí mismos, moldearse, hacer algo valioso y excepcional con sus dotes naturales […] el yo se nos ha confiado como un conjunto de capacidades que tenemos el deber moral de desarrollar al máximo” (Eagleton, 2017c, pp. 40-41). Esta perspectiva que contempla la moral en términos de crecimiento humano Eagleton (2015) la recoge del ideario marxiano; pero asimismo encuentra fundamentos de ella en el pensamiento tomista:
Para Tomás de Aquino, cuanto más consigue una cosa materializar su verdadera naturaleza, más podemos decir de ella que es buena. La perfección de algo, sostenía él, depende de la medida en que ha alcanzado su realización. Las cosas son buenas si florecen del modo que les es apropiado. Cuanto más prospere una cosa conforme a su propia manera particular, mejor será. Todo ser, considerado como tal, es bueno. Y si Dios es el ser más perfecto de todos, ello se debe a que es pura autorrealización (p. 152).
En esta línea, siguiendo la metafísica católica, si lo bueno se asocia a la realización del ser, el mal aparece como una especie de deficiencia del ser, “el mal es ausencia, negación, defecto, privación. Es una especie de disfunción, un fallo en el corazón mismo del ser” (Eagleton, 2015, p. 153). En tanto Eagleton entiende que el capitalismo es un sistema que niega, priva la posibilidad de autorrealización de los humanos, y de allí se desprende que lo conciba como algo maligno.
Ahora bien, al igual que cualquier clase de ética, la idea de autorrealización presenta diversos problemas. Dejaremos a un lado todas ellas (por caso: ¿debemos desarrollar todas nuestras capacidades? ¿o solo las auténticas?; ¿cómo saber cuáles son las auténticas?; ¿por qué desarrollar diversas capacidades y no hiper-especializarse en una de ellas?), menos una, que atañe a un punto central de nuestra argumentación: ¿la autorrealización propia entra en conflicto con la de los otros? Si ese es el caso, ¿cómo evitar o morigerar tal cosa? Si los seres humanos son criaturas que buscan su propia realización, deben tener la libertad para satisfacer sus necesidades y expresar sus capacidades; pero como son también seres sociales, entonces tienen que evitar que la satisfacción de sus necesidades y expresión de sus capacidades (que en su mayor parte son sociales) entre en conflicto con la de los otros.
Eagleton (2017b, p. 157) afirma que en nuestra naturaleza está ser animales sociables que requieren de la cooperación, pero que también está el ser seres individuales que buscan su propia satisfacción; en este sentido, el potencial conflicto entre estos dos planos resulta perenne (así, Eagleton asume los límites que presenta la solución propuesta por Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, donde sostienen que “el libre desenvolvimiento de cada uno es la condición del libre desenvolvimiento de todos” –1948, p. 51–). 4 Sin embargo, señala Eagleton, la ética de la felicidad entendida como autorrealización puede tornarse más sociable, y un camino para tal cosa (además del mencionado, que a través de Marx nos remonta a Hegel) se encuentra en las reflexiones de santo Tomás de Aquino en torno al concepto de beatitud, que
es una versión de la eudaimonia o bienestar de Aristóteles, y sin embargo un bienestar que […] sólo puede hallarse en última instancia en el amor a Dios. Lo que los aristotélicos llaman virtud […] el cristianismo lo denomina gracia. Vivir la vida de la gracia consiste en adquirir el hábito espontáneo de la bondad (Eagleton, 2010, p. 540).
De esta manera, amor y felicidad aparecen como diferentes descripciones de un mismo modo de vida: “la felicidad [es…] la condición de bienestar que se deriva del libre florecimiento de los poderes y las capacidades personales. Y el amor, como bien puede decirse, es esa misma condición vista en términos relacionales: el estado en el que el florecimiento de un individuo se produce a través del florecimiento de otros” (Eagleton, 2017b, p. 156). El amor se parece a la felicidad en que es un fin en sí mismo, un criterio básico de fondo, y que ambos parecen formar parte de nuestra naturaleza.5 El amor posibilita reconciliar la búsqueda de realización propia con el hecho de que somos seres sociales, creando una reciprocidad que posibilite el florecimiento de todos.
Eagleton explica que de esta manera alcanzamos nuestra realización óptima, debido a que eliminamos el factor de hacer daño a otro, lo que perjudica nuestra realización personal a largo plazo, en tanto esta depende de la libertad de la otra persona para participar en ella, o sea, para amarnos (ya que no puede haber reciprocidad si no es entre iguales). De este modo, la felicidad (autorrealización de nuestras facultades) y el amor (reciprocidad que posibilita el mutuo florecimiento) no son contradictorias, sino que se requieren. Eagleton (2017b) ilustra lo anterior con un pasaje paulino:
Cuando san Pablo comentó que morimos con cada instante, parte de lo que tenía en mente era, quizá, que solo podemos vivir bien si ceñimos nuestro yo a las necesidades de los demás […] si los demás hacen lo mismo, el resultado será una especie de servicio recíproco que proporcionará el contexto en el que cada yo pueda florecer. El nombre tradicional de esta reciprocidad es amor (p. 149).
4 “No es esta una solución imbatible del problema, ni tampoco es original de Marx. Como muchas otras cosas, la tomó de Hegel. Pero, en cualquier caso, es una ética extremadamente sugerente” (Eagleton, 2017c, pp. 138-139). Más en profundidad: “Hay sobradas razones para sospechar que jamás podrá haber una conciliación completa entre individuo y sociedad. El sueño de una unión orgánica entre ambos es una fantasía propia de espíritus generosos. Siempre habrá conflictos entre mi realización y la de los demás […] Esas contradicciones manifiestas son los elementos básicos de la tragedia […] La pretensión del libre desarrollo personal de todos los individuos […] jamás podrá llevarse a cabo de forma plena. Como todos los más bellos ideales, es un objetivo hacia el que apuntar, pero no un estado que pueda alcanzarse literalmente. Los ideales son señales o indicadores, no entidades tangibles. Nos indican el camino a seguir” (Eagleton, 2018a, pp. 92-93).
5 Siguiendo a Aristóteles en la Ética a Nicómaco, Eagleton afirma (2017b, p. 134) que la felicidad es un criterio básico de la vida humana, ya que no podemos responder a la pregunta acerca de por qué debemos ser felices; no se puede “cavar” más, por eso funciona como un criterio básico. No es un medio para otro fin, sino un fin en sí, el cual parece ser parte de nuestra naturaleza.
Como vimos, Eagleton (2018a, p. 124) entiende que el hombre se desarrolla auténticamente como tal en la praxis, es decir en la actividad en sí. Sin embargo, esto es algo que no ocurre en las sociedades de clase, donde cientos de millones de seres humanos realizan, la mayor parte del tiempo, una actividad (trabajo) que es meramente un medio para el provecho de otros, algo que no se ejecuta bajo la perspectiva de la autorrealización recíproca. Y ello afecta a todas las relaciones humanas:
En tanto que las relaciones sociales vienen en gran medida determinadas por la necesidad y la utilidad, somos incapaces de deleitarnos sin más en la existencia de los otros. Para ello hace falta liberarse del trato eminentemente instrumental que damos a los demás, un trato que viene impuesto por la sociedad de clases (Eagleton, 2017a, p. 95).
El anhelo por una vida buena, de autorrealización recíproca, de participación en lo común, es algo que Eagleton encuentra en la fe cristiana. Así, indica, Jesús contrapone el sufrimiento (que siempre es malo) a “lo que él llama la abundancia de vida (o, lo que es lo mismo, aquello que el Evangelio denomina la «vida eterna», es decir, la vida en su expresión más rica y exuberantemente humana, embriagada de su propio y placentero ímpetu vital)” (Eagleton, 2012a, p. 48). De hecho, Eagleton (2012b) entiende que la vida de Jesús presenta, además del (y previo al) sacrificio, este aspecto de disfrute en sí, de autorrealización, de energía autoplacentera. 6
Ahora bien, Eagleton advierte que si en Jesús encontramos una marcada despreocupación por el futuro (lo que implicaría una prescindencia de la racionalidad instrumental), ello se debe a su convicción en la inminencia en la llegada del Reino. Es esta escatología la que habilita “[l]o que se podría llamar la extravagancia ética de Jesús –dar por encima de lo prudente, poner la otra mejilla, alegrarse de ser perseguido, amar a los enemigos, negarse a juzgar, no oponer resistencia al mal, la exposición a la violencia de los demás–” (Eagleton, 2012b, p. 27) 7. Pero el problema se presenta si corremos esa emergencia escatológica: ¿cómo sostener esa ética en este mundo? En las (alegres) palabras de nuestro autor: “El problema de gran parte del cristianismo moderno ha sido cómo llevar a la práctica este estilo de vida con dos hijos, un coche y una hipoteca” (Eagleton, 2012b, p. 26).
Para Eagleton, de lo que se trata, entonces, es de vivir en un mundo en el cual esta “ética extravagante” tenga mayores posibilidades para desplegarse. Y ello, nos dice, es lo que se propone el socialismo: una sociedad en la cual la razón instrumental tenga menor peso en nuestras vidas. Esta razón instrumental seguirá siendo relevante mientras el mundo siga existiendo, y ninguna sociedad que no sea una integrada por seres angelicales o una de tipo cucañesco 8 (ambas cosas que Eagleton descarta) podrá prescindir de ella (el socialismo, por caso, requerirá de planificación y previsión). Empero una sociedad dominada por la racionalidad instrumental, como sucede en el capitalismo tardío, es un terreno poco propicio para que germine una ética que pone en su centro la autorrealización recíproca (el amor al prójimo).
6 A propósito de ello, indica que «a Jesús no se le presenta como un ascético a la manera del ferozmente antisocial Juan el Bautista. Él y sus camaradas disfrutan de la comida, la bebida y la fiesta en general (se le acusa de ser un glotón y un bebedor), y anima a los hombres y mujeres a descargarse de ansiedad y vivir el presente» (Eagleton, 2012b, p. 26).
7 Otra formulación de la misma idea: “La moral que Jesús predica es imprudente, extravagante, imprevisora, inmoderada, un escándalo para los agentes de seguros y un escollo para los inmobiliarios: perdona a tus enemigos, regala la capa y tu abrigo, pon la otra mejilla, ama a quienes te insultan, haz más de lo estrictamente necesario, no te preocupes por el mañana” (Eagleton, 2012a, p. 33).
8 Referencia al “País de Cucaña” o “País de Jauja”, mitología medieval que designaba una sociedad en la cual existía abundancia irrestricta de bienes.
El artículo inicia con un breve comentario acerca de la dinamización de la discusión ética en el marxismo y su conexión con la debacle de la concepción historicista teleológica de la historia, y del modo en que Terry Eagleton, en su producción tardía, afronta una labor renovadora del marxismo a partir de un “giro teológico” en su reflexión filosófico-política.
En el siguiente apartado (II. “Recapitulación de contenidos teológicos acerca de Dios y la Creación”) se extractan las principales ideas teológicas de Eagleton acerca de Dios y la Creación, las cuales sirvieron de base para los desarrollos subsiguientes. A continuación (III. “Determinismo e indeterminación absoluta”), se explicó el modo en que nuestro autor concibe la doctrina de la Creación, lo que le permite distanciarse tanto del determinismo como de la noción de libertad absoluta (un “sentido común” posmoderno). Sobre todo frente a este último postulado, la afirmación de que es nuestra dependencia de Dios la que nos permite autodeterminarnos, posibilita a Eagleton subrayar los límites, las determinaciones en que existe nuestra autonomía; nuestra autonomía no es estar libre de determinaciones sino relacionarse con ellas de un cierto modo (consciencia de la necesidad).
Luego (IV. “Naturaleza humana y autodesarrollo libre”), en base a lo anterior, se expuso el modo en que Eagleton afirma la idea de naturaleza humana, indicando que un rasgo central de ella es el desbordar la utilidad. Es decir, lo es lo que distingue a los humanos es la producción como un fin en sí mismo. Ello recibe el nombre de “praxis” (V. “El concepto de praxis y la autorrealización como eje de la vida buena”): una actividad que se basa en sí misma, se constituye a sí misma, se valida a sí misma, no responde a fines ulteriores, se agota en sí misma; es decir, no está gobernada por la racionalidad instrumental. Hemos visto que, para Eagleton, somos más humanos y más racionales cuando desarrollamos este tipo de actividad. Por ello entiende que es la forma auténtica de producción: la autoproducción, la libre realización de nuestros poderes sensoriales y espirituales. Y tal cosa, indica nuestro autor, es la buena vida, ya que, así como Dios es su propio fin, nosotros compartimos su vida viviendo de ese modo, como fines en sí.
En el subsiguiente apartado (VI. “Autorrealización en su perspectiva relacional –amor–”) se ha mostrado el modo en que Eagleton, partiendo de la perennidad del potencial conflicto entre la autorrealización de los distintos individuos, busca regularlo a partir de una ética de la autorrealización recíproca, para la cual encuentra sustento en una ética del amor de inspiración tomista. Cierra el artículo (VII. “Ética y sociedad”) una ubicación de las ideas acerca de la ética de la autorrealización recíproca en el contexto de la sociedad capitalista. Dicha sociedad, dominada por la racionalidad instrumental, minimiza la posibilidad de una ética de este tipo, lo cual afecta al individuo y a sus relaciones con los otros. El anhelo de la vida buena, de autorrealización recíproca, es algo que Eagleton encuentra en la fe cristiana, bajo el término “abundancia de vida”. Este es el modo en que nuestro autor entiende la ética dimanada de los Evangelios. Empero, indica, ella se encuentra recubierta por una escatología inminente; el desafío que se nos presenta es, haciendo a un lado dicha inminencia escatológica, el acertar en vivir de acuerdo con esos principios éticos cristianos.
A lo largo del artículo se demuestra, entonces, que Eagleton encuentra en la teología cristiana acerca de la gratuidad de la Creación fundamentos para el postulado marxista en torno a la autorrealización (entendida como praxis) como lo propio de la humanidad. Luego, la vida buena es sinónimo del desarrollo recíproco de aquella, y apuntala este propósito a partir de la ética del amor cristiana. De este modo, desarrolla una crítica al capitalismo señalando que, dado que en éste prepondera la racionalidad instrumental –antagónica a la autorrealización recíproca–, resulta incompatible con una ética cristiana. Ello se advierte en lo “extravagante” que resulta la ética del amor en el capitalismo; empero, a pesar de su “extravagancia”, la práctica del amor resulta fundamental para alcanzar una sociedad donde ésta pueda desplegarse plenamente: tal sociedad es el socialismo, cuya base ética no es otra que el amor político (Eagleton, 2012a, p. 53).
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