Autogestión y modo de producción en clave socialista
Self-management and mode of production in a socialist key
Ingrid HanonEl presente trabajo busca analizar la cuestión de la autogestión y el modo de producción, desde una mirada más profunda, en clave de transición socialista. Para este fin, el artículo indaga en torno a la cuestión de la incompatibilidad de las fuerzas productivas del capital con un proyecto socialista y la dificultad de implementar un modelo de autogestión a partir de las fuerzas productivas del capital. De esta manera, el objetivo es brindar nuevas pistas de reflexión en torno al modelo productivo capitalista, a fin de identificar determinadas características intrínsecas a este modo de producción. En este sentido, algunos interrogantes que guían la reflexión de este artículo son: ¿Es posible garantizar un verdadero proceso de autogestión, orientado hacia la satisfacción de necesidades sociales, y la participación comunitaria en el proceso productivo, con la sola abolición de la propiedad privada de los medios de producción y la consiguiente apropiación de las fuerzas productivas por los propios trabajadores autogestionados? ¿Es la autogestión compatible con el aparato productivo capitalista? ¿Pueden superarse la organización jerárquica del trabajo, la distinción entre tareas de concepción y ejecución, la división entre trabajo manual e intelectual, y prácticas destructivas del medio ambiente, a partir de la apropiación de las fuerzas productivas del capital, aunque para una finalidad diferente? Asimismo, uno puede preguntarse ¿Es posible desmercantilizar la producción y reorientar la producción hacia la creación de valores de uso a través de la utilización del paquete tecnológico diseñado para la acumulación del capital y extracción de la plusvalía?
En relación con estos cuestionamientos, al autor brasilero Henrique T. Novaes (2015) nos plantea en su libro El fetiche de la tecnología que la lucha por la gestión de los medios de producción por los propios trabajadores asociados no debe limitarse a la implementación de mecanismos participativos de toma de decisiones bajo principios democráticos --tales como una persona un voto-- sino que se requiere, también, una radical transformación de las fuerzas productivas concebidas por el sistema de reproducción del capital. En este aspecto, Novaes (2015) disputa la manera en que el concepto de fuerzas productivas fue entendido por el marxismo tradicional como algo independiente de las relaciones sociales de producción que le dieron origen y por consiguiente, como neutrales. O sea, como si la misma respondiera en su concepción a una lógica lineal de desarrollo desprovista de todo tipo de condicionamiento político, social y económico. Novaes (2015) extiende esta crítica a experiencias más contemporáneas como aquellas de empresas recuperadas por los trabajadores. El autor observa que las problemáticas ligadas a la tecnología se encuentran generalmente asociadas a un problema de obsolescencia o falta de actualización, asumiéndose de esta manera la compatibilidad de la autogestión con el aparato tecnológico del capital. Sin embargo, Novaes (2015) considera que la creación de formas de trabajo no alienado y una sociedad productora de valores de uso no puede desarrollarse a través de la apropiación de tecnologías capitalistas ya que su uso imposibilitaría una verdadera alteración de la organización capitalista del proceso de trabajo y objetivos de la producción.
Muchos de estos postulados de Henrique T. Novaes se desprenden del pensamiento sobre el “socio-metabolismo del capital” desarrollados por el teórico marxista de origen húngaro István Mészáros. Arduo defensor de la autogestión, Mészáros (2005) afirma la incompatibilidad de la ciencia y la tecnología capitalista con un proyecto socialista autogestionario debido a la manera en que los imperativos del capital y su búsqueda exacerbada de extracción de la plusvalía han modelado las fuerzas productivas, su forma de organización del trabajo y los objetivos de la producción. Según Mészáros (2005; 2011), la abolición de la propiedad privada de los medios de producción es tan solo un prerrequisito de toda transición socialista. En tal sentido, el autor plantea que la “expropiación de los expropiadores” debe ser acompañada de una radical reestructuración de las fuerzas productivas modeladas por la lógica de acumulación capitalista. Al contrario, la apropiación de manera acrítica de los medios de producción del capital implicaría reproducir la división del trabajo inherente al mundo del capital y la continua producción de valores de cambio, en lugar de objetivos socialmente definidos. Esto se debe a que las fuerzas productivas forman parte del complejo entramado del socio-metabolismo del capital, el cual se encuentra compuesto por diferentes partes intrínsecamente relacionadas y que se soportan mutualmente. De acuerdo con esto, ninguna de las partes podría funcionar con la misma coherencia y eficacia fuera de dicha totalidad para la cual fue concebida. Por esta razón, el autor se posiciona a favor de una completa reestructuración tanto en el plano de la redistribución como de la producción a fin de garantizar un modo de producción alternativo, garante de la autogestión, en armonía con la naturaleza y promotor de un trabajo no alienado.
De esta manera, Mészáros (2011) se posiciona a favor de la constitución de un nuevo socio-metabolismo, en donde todas las partes constitutivas de la nueva totalidad correspondan a relaciones socialistas de producción. Sin embargo, esto requiere que se modifiquen las condiciones materiales de producción en términos de ciencia, organización del trabajo, tecnología y objetivos de la producción. Si tras una revolución socialista las condiciones materiales de producción son exactamente las mismas que antes, haciendo prevalecer la crítica del modo de distribución por sobre el modo en que las riquezas son creadas, tarde o temprano, todo esfuerzo por la consolidación de una sociedad socialista fracasaría (Mészáros, 2005, 2011; Novaes 2011). En este sentido, las elecciones que se hagan respecto al aparato tecnológico condicionarán la forma de organización del trabajo y posibilidades futuras en torno a la producción. Además, ya que las partes constitutivas de la totalidad del capital son interdependientes, la reproducción de las condiciones materiales de producción del capital en un contexto de relaciones socialistas de producción --en donde los mecanismos coercitivos del mercado, el ejército de reserva y la propiedad privada de los medios de producción se encuentran ausentes-- llevaría a que se reduzca la eficacia del sistema y se generen problemas tales como indisciplina laboral, ausentismo, derroche de recursos y/o caída de la productividad del trabajo. Por esta razón, Mészáros (2011) considera que la abolición de la propiedad privada y mejor distribución de la riqueza no es condición suficiente para aumentar la productividad y motivación de los trabajadores si esto no se acompaña de una democratización del aparato productivo y la adopción de fuerzas productivas capaces de garantizar el sentimiento de autorrealización de los trabajadores.
De forma similar, Feenberg (2002) afirma la no-neutralidad de la tecnología y su incompatibilidad con una sociedad socialista ya que el diseño de esta no ha sido el fruto de objetivos sociales definidos democráticamente sino más bien el resultado de específicas relaciones de producción bajo la cual la clase dominante ha impregnado sus valores e intereses. En este sentido, la tecnología no sería una simple herramienta desprovista de valores y por ende susceptible de ser apropiada como tal, aunque para fines radicalmente diferentes. Ya que la tecnología se encuentra estrechamente interconectada con el contexto económico-social que permitió su origen, su transferencia a otro sistema social podría ser hasta contraproducente. Así, lo que funciona en un tipo de sociedad, no necesariamente funciona para otras. En este sentido, Feenberg (2002) se posiciona críticamente frente a la experiencia Soviética por haber adoptado una visión meramente instrumentalista de la tecnología según la cual sería posible apropiarse del aparato productivo capitalista para la construcción de una sociedad socialista. Frente a esto, Feenberg (2002) se posiciona a favor del diseño de alternativas tecnológicas bajo criterios de participación popular, control obrero y recalificación de la fuerza laboral. Tal postura se asemeja a las propuestas de Mészáros (2011) entorno a la restitución de los medios de producción de los productores libremente asociados, la constitución de una división del trabajo radicalmente diferente y la reestructuración del aparato productivo a fin de garantizar el control por parte de los trabajadores del qué y del cómo producir. De esta manera, la productividad del trabajo no recaería en mecanismos coercitivos sino en un verdadero sentimiento de autorrealización por parte de los trabajadores.
A partir de este marco teórico-interpretativo, este artículo examinó en los apartados siguientes las fuerzas productivas del capital en el ámbito de la agricultura en relación con la experiencia de la Revolución cubana y su política de desarrollo agrícola. El motivo de tal elección radica en lo ilustrativo que resulta ser la trayectoria de Cuba en el sector de la agricultura para demostrar la pertinencia de los postulados de Mészáros, Feenberg y Novaes en torno a la falsa neutralidad de la ciencia y tecnología del capital, los límites del modo de producción capitalista en un contexto de construcción socialista y la necesidad de ir más allá de la distribución de las riquezas hacia una entera reestructuración del aparato productivo, transformando la manera misma en que las riquezas son creadas. En efecto, la experiencia cubana nos permite observar la hipótesis según la cual conservar las fuerzas productivas heredadas del capital acarrearía la prevalencia de la producción de valores de cambio por sobre valores de uso y llevaría a que se mantenga la organización jerárquica y división del trabajo intrínsecos del sistema capitalista. De este modo, se procedió primero con una breve descripción de los rasgos más generales de la política agraria de la Revolución cubana desde 1960 hasta finales de 1980. Luego se observó los cambios ocurridos en el sector agrícola tras la caída de la Unión Soviética con un énfasis particular en la experiencia del Organopónico Vivero Alamar. Finalmente se brindaron algunas reflexiones en torno a las paradojas del modelo de desarrollo agrícola industrial en Cuba y la manera en que tales contradicciones comenzaron a ser superadas a partir de los años 1990.
Tras la llegada de la Revolución cubana en 1959 y luego de un breve periodo de diversificación agrícola, autosuficiencia alimentaria, redistribución de la tierra a pequeños campesinos y creación de cooperativas, se implementa en Cuba una política de modernización agrícola comparable a la agricultura industrial capitalista y los principios de la llamada “Revolución Verde”. Abandonado el proyecto de autosuficiencia alimentaria, la Revolución se orienta hacia la producción a gran escala de un número reducido de monocultivos de exportación, a través de la implementación de una gran cantidad de insumo agroquímicos y un elevado nivel de mecanización. El cultivo predominante será la caña de azúcar y la misma será producida principalmente en las sobredimensionadas Granjas Estatales bajo un modelo de gestión centralizada (Palma, et al. 2015). Este modelo de producción agrícola comienza a configurarse de cierta manera a partir de 1963 luego de la implementación de la segunda reforma agraria. Tras un intenso debate entre nacionalización o reparto de la tierra, la balanza se inclina finalmente a favor de la gestión estatal (Arias Guevara, 2006). El control de más del 70% de las tierras agrícolas del país por parte del Estado facilitará la producción a gran escala característica de la agricultura moderna. A esto se suma el acercamiento y firma de nuevos tratados comerciales entre Cuba y la Unión Soviética a partir de los cuales Cuba se posiciona como productor de materias primas, principalmente de azúcar. La URSS se compromete a comprar el azúcar cubano a un precio más favorable que el del mercado internacional y facilita el acceso de Cuba a insumos, alimentos y maquinaria soviética. Así, tanto el retorno a la caña de azúcar como eje del desarrollo y la producción a gran escala en las Granjas Estatales favorecen la implementación de una política de industrialización agrícola caracterizada por la especialización en monocultivos de exportación, el latifundio, el empleo masivo de productos químicos, la mecanización y el alto consumo de energía (petróleo) para aumentar la productividad (González, 2003).
A grandes rasgos, y a pesar de diferentes matices de la política agraria en varios momentos históricos de la Revolución --que lamentablemente no pueden ser profundizados en este artículo porque no es el propósito del mismo pero sobre lo cual abunda el material bibliográfico-- se puede decir que en materia social la Revolución logra avances notables en la mejoría de las condiciones de vida del campesinado y el proletariado rural. De este modo, se obtiene una mejor redistribución de la riqueza, se reduce la pobreza, se disminuyen las desigualdades, se elimina casi por completo el analfabetismo, se extiende la cobertura social a la totalidad de la población y, se afianzan la educación y la salud como bastiones de la Revolución (Palma et al., 2015; Rodríguez, 1987). Sin embargo, el desarrollo de la agricultura industrial entre 1963 y finales de 1980 trae consigo una serie de paradojas. En este sentido, la industrialización de la agricultura conduce en cierta medida a la reproducción de determinadas características del modelo precedente, principalmente en términos de tamaño de la explotación, régimen de cultivos, organización del trabajado y modelo de gestión (Vasconcelos, 2016). Asimismo, la modernización agrícola se logra sobre la base de un alto grado de vulnerabilidad, elevado costo ambiental, discutible rentabilidad y persistente división entre trabajo manual e intelectual. A esto se suma la alta dependencia externa para la obtención de insumos agrícolas, maquinarias y alimentos (Gürcan, 2014).
Entre los costos ambientales, se observa erosión, salinización y compactación de los suelos, deforestación, contaminación de aguas subterráneas, pérdida de biodiversidad, reducción de la materia orgánica y caída de la fertilidad de las tierras cultivables. Asimismo, aunque se goza de una mejor alimentación, la seguridad alimentaria de la población depende de la exportación de azúcar, tabaco o cítricos para financiar luego la importación de alimentos. Tales importaciones representan 55% de las calorías consumidas, 50% de las proteínas y 90% de las grasas. Esto se ve agravado por el hecho que la producción doméstica de cultivos de exportación depende a su vez de la importación de fertilizantes (48%), pesticidas (82%), alimento para el ganado (97%) y maquinaria agrícola. A esto se agrega la dependencia comercial hacia los países del bloque socialista, especialmente la Unión Soviética, los cuales representan 81% de las exportaciones cubanas y 83% de las importaciones (González 2003; Gürcan, 2014; Palma et al., 2015). Además, a pesar de la introducción masiva de maquinaria agrícola y la utilización intensiva de productos agroquímicos en las Granjas Estatales con el fin de aumentar los rendimientos agrícolas y beneficiarse de economías de escala, los resultados obtenidos en términos de productividad no son proporcionales a las inversiones realizadas y a partir de los años 1980 comienzan a registrarse los primeros signos de agotamiento del sistema organizativo y tecnológico de la agricultura industrial en Cuba (Raymond, 2002; Arias Guevara, 2006; Palma et al., 2015). Contrariamente, a pesar de la menor inversión en insumos y tecnologías agrícolas modernas, tanto cooperativas como campesinos independientes registran mejores resultados y mayor productividad que el sector estatal durante este periodo (Benjamin et al, 1987).
Asimismo, la desaparición de los mecanismos coercitivos del periodo prerrevolucionario marcadas por la pobreza rural, la concentración de la tierra en pocas manos y un alto grado de desempleo estructural se transformó tras la llegada de la Revolución y la nueva política igualitaria y redistributiva, en penuria de trabajadores, ausentismo, indisciplina laboral, baja motivación y caída de la productividad. El gobierno cubano buscó remediar tales problemáticas ya sea a través de la implementación de incentivos materiales, la movilización de trabajo voluntario para el corte de la caña de azúcar o el aumento de la mecanización (Vasconcelos, 2016). Sin embargo, ninguna de las medidas implementadas se cuestionaba el propio modelo agrícola industrial del sistema capitalista como el eje del problema. Tal problemática nos remite de nuevo al pensamiento de Mészáros (2011), quien plantea que la socialización de los medios de producción no es condición suficiente para garantizar la motivación y aumento de la productividad del trabajo si la misma no se acompaña de una democratización y control real sobre el proceso productivo por parte de los trabajadores con capacidad para decidir qué y cómo producir. Al haber sido relegada la autogestión como herramienta de construcción del socialismo, toda la atención fue focalizada en el Estado como elemento de transformación. La consolidación del predominio de la empresa estatal y el alto centralismo administrativo con trabajadores sometidos a una jerarquía institucional en donde se limita su participación y se reduce su responsabilidad a la sola ejecución de las tareas que se le confían por parte de aquellos en posición de autoridad, conllevó a rendimientos poco satisfactorios debido a la ausencia de espacios de participación, responsabilidad e iniciativa popular (Arias Guevara, 2006).
Uno podría preguntarse, a su vez, ¿hasta qué punto es realmente posible reproducir el trabajo alienante, poco estimulante y carente de sentido de la agricultura industrial moderna, en un contexto desprovisto de la propiedad privada de los medios de producción y de un ejército de reserva compuesto por campesinos sin tierra y un proletariado rural cuya única manera de sobrevivir es a través de la venta de la fuerza de trabajo a los dueños del capital? En este respecto, podríamos atribuir igualmente los problemas encontrados en la agricultura a formas predefinidas de organización del trabajo y objetivos de la producción intrínsecos al modelo tecnológico adoptado. Así, la falta de motivación y baja productividad podría entenderse tanto por la alta centralización de las Granjas Estales y por ende la escaza participación de los trabajadores en los procesos de toma de decisiones, como también por el carácter alienante, arduo, monótono, poco gratificante y carente de sentido del trabajo ‘industrial’ agrícola ligado en el caso cubano principalmente al corte de la caña de azúcar y su relación extractiva/destructiva con la naturaleza.
En efecto, el alto grado de mecanización y utilización de insumos agrícola característico de la agricultura industrial conlleva necesariamente al incremento de la escala productiva para compensar la inversión en capital. A su vez, el incremento en el tamaño de la producción lleva a costos administrativos y de coordinación suplementarios y la aplicación de paquetes estandarizados de producción que no tienen en cuenta características locales y variaciones ecológicas (Mazoyer y Roudart, 2012). Al mismo tiempo, la mayor escala de la unidad productiva limita la participación de los trabajadores ya que requiere para su funcionamiento mayores niveles de centralización y burocratización del aparato productivo. Asimismo, ya que solo la producción de monocultivos de exportación a gran escala es recompensada por el mercado internacional, la diversificación agrícola, el autoaprovisionamiento alimentario y el policultivo son abandonados por la agricultura industrial a favor de la especialización agrícola, la selección de plantas de alto rendimiento y el masivo uso de fertilizantes químicos (Altieri y Rosset 1996; Mazoyer y Roudart, 2012). Además, ya que la producción de monocultivos reduce la resistencia natural a las plagas por causa de la homogeneidad genética, la industrialización agrícola acarrea una mayor dependencia en insumos químicos y el uso considerable de pesticidas para compensar la mayor debilidad a enfermedades y la reaparición de insectos que adquieren cada vez mayor resistencia a los insecticidas. Esto no solo ocasiona un espiral en el uso de pesticidas poco rentable económicamente, sino que entraña efectos negativos en la salud de los trabajadores y contaminación ambiental (Altieri y Rosset 1996; Nicholls and Altieri 1997; Lewontin 1998).
A esto se suma la manera en que la agricultura industrial refuerza la aplicación de conocimientos estandarizados, prescriptos desde arriba hacia abajo, por científicos y empresas privadas que pretenden monopolizar la generación del conocimiento y la innovación tecnológica. En este sentido, la tecnología de la agricultura industrial capitalista no solo acarrea la organización jerárquica del trabajo y la continua producción de mercancías debido a que su rentabilidad depende de su aplicación a gran escala para la producción de monocultivos de exportación, sino que además dicho paquete tecnológico incrementa la división entre trabajo manual e intelectual, separando los campesinos no solo de los medios de producción, sino también de sus conocimientos en torno a la producción agrícola al reemplazar saberes campesinos por un conocimiento estandarizado adaptado a la necesidades del capital. De esta manera la implementación de la agricultura industrial reduce el sentimiento de pertenencia del campesinado, su conexión con la tierra y el uso de sus conocimientos y prácticas productivas, haciendo de ellos meros trabajadores asalariados (Febles-González et al. 2011).
Sin embargo, estos conocimientos y tecnologías del capital raramente corresponden a las necesidades de la pequeña agricultura campesina ya que ha sido diseñada para la producción de monocultivos de exportación como soja, maíz o trigo, en grandes explotaciones especializadas y zonas con óptimas condiciones para la producción agrícola (Nicholls y Altieri, 1997). Esto significa que el paquete tecnológico de la agricultura industrial resulta ineficiente a la hora de responder a los requerimientos de cultivos de subsistencia, la producción a pequeña escala y la producción en áreas con condiciones climáticas y topográficas desfavorables (Nicholls y Altieri, 1997; Mazoyer y Roudart, 2012). De esto se desprende que la implementación de la agricultura industrial intensiva en capital en un contexto socialista, aunque para una finalidad diferente, puede suponer no solo un incremento de la dependencia externa para países de la periferia con bajo nivel de desarrollo de sus fuerzas productivas sino también la reproducción de prácticas destructoras del medio ambiente, la continua producción de valores de cambio y la incesante realización de un trabajo desprovisto de sentido. Por esta razón, urge repensar la cuestión de la tecnología y el cocimiento productivo en términos del para qué y del cómo producir, con el fin de concebir fuerzas productivas compatibles con relaciones socialistas de producción y por ende, diseñas para la producción de valores de uso y la satisfacción de necesidades sociales, bajo formas de trabajo no alienados.
La crisis desatada por la caída de la Unión Soviética en 1991 puso en evidencia la fragilidad de la agricultura industrial, altamente dependiente de insumos externos para su propio funcionamiento y centrada en la producción de monocultivos de exportación para luego financiar la importación de alimentos. Para la historiografía cubana, esta época se conoce como “Periodo Especial en Tiempos de Paz” ya que el país vive una situación de austeridad similar a la de un contexto de guerra, con una drástica caída del PIB, penuria energética y escasez de alimentos. En lo que respecta al sector agrícola, se registra la abrupta caída en la importación de fertilizantes químicos en un 77%, de pesticidas en un 60%, alimento para el ganado en un 70% y de petróleo, esencial para el funcionamiento de la maquinaria agrícola, en un 50% (Rosset y Benjamin, 1994; Altieri et al. 1999). Asimismo, no solo la producción doméstica disminuye debido a la falta de insumos agrícolas, sino también la importación de alimentos procedentes de la ex Unión Soviética, la cual representaba 66% de las necesidades alimentarias de la población (Argaillot, 2014). En este contexto, el sistema agrícola basado en la producción a gran escala de un número reducido de monocultivos de exportación y altamente dependiente de la importación de fertilizantes químicos, pesticidas, maquinaria y petróleo demostró ser altamente vulnerable e ineficaz para ayudar a sobrepasar la crisis.
A pesar de la gravedad de la situación, surge durante este periodo un amplio proceso de reestructuración del modo de producción agrícola y consolidación de nuevas fuerzas productivas, sobre la base de una economía más plural y diversa. De este modo, fruto de la convergencia entre acción estatal y creatividad e innovación social comunitaria, empieza a germinar una nueva matriz económica en la agricultura cubana tendiente a reactivar la producción alimentaria y paliar los efectos de la crisis dentro de un marco acorde a los principios socialistas. Esto lleva a que se incorporen nuevos actores a la esfera productiva, los cuales no pertenecen ni a la economía estatal ni a la economía privada capitalista, y que se encuentran en su mayoría en mejor armonía con la naturaleza (Hanon, 2015). Así, la reorganización de las fuerzas productivas da lugar a proyectos de agroecología, permacultura, agricultura urbana y producción orgánica. La agricultura se descentraliza, se reduce la escala, se autorizan los mercados campesinos, se otorga mayor autonomía a los productores y se crean nuevas formas de organización cooperativa. Tecnologías más sostenibles se desarrollan y se promueve la sustitución de insumos químicos por insumos biológicos y la utilización de recursos locales. Emerge también un movimiento de recuperación de conocimientos tradicionales campesinos y procesos más horizontales y participativos de innovación social y producción colectiva de conocimiento desde las propias comunidades y actores implicados en el proceso de producción agrícola. Asimismo, la producción agrícola se reorienta hacia la producción de alimentos para el mercado local en lugar de monocultivos de exportación (Arias Guevara, 2006; Gürcan, 2014; Palma et al. 2015).
De esta manera, se abre el camino para un cambio de paradigma respecto al modo de producción hacia lo que algunos autores califican como una agricultura “intensiva en conocimiento”. Altieri y Toledo (2011), por ejemplo, se refieren a este proceso como una revolución agroecológica que abarca aspectos tecnológicos, epistemológicos y sociales ya que se prioriza el conocimiento y experimentación campesina por sobre la inversión intensiva en capital y se consolida un nuevo modelo agrícola basado en la conservación de recursos naturales, la producción de alimentos y la utilización de insumos locales. Esto lleva a que se promueva la construcción de sistemas agrarios más complejos fundados en la diversificación agrícola, la producción a pequeña escala y la implementación de técnicas más respetuosas del medio ambiente como la rotación de cultivos, la agroforestería, el control natural de plagas y el uso de abonos verdes (Altieri y Toledo, 2011). Así, el paquete de conocimientos estandarizados provenientes de arriba hacia abajo es remplazado por formas de producción de conocimiento y generación de nuevas tecnologías de manera más horizontal, participativa y flexible, basados en la innovación comunitaria y formas de intercambio de saberes de campesino a campesino. Se implementa de nuevo la tracción animal, emergen los huertos urbanos, se desarrollan diversas formas de agricultura orgánica y se busca la implementación de soluciones adaptadas a las características y necesidades de cada región particular (Holt-Giménez y Altieri, 2013).
En este contexto de promoción de formas alternativas de producción agrícola surge el Organopónico Vivero de Alamar, una de las experiencias más destacadas en Cuba de agricultura urbana. Fundado por 5 cooperantes en 1997 en las afueras de la ciudad de La Habana sobre 800m2 de tierra, veinte años después, el vivero estaba compuesto por 170 miembros sobre una superficie ligeramente superior a 10 hectáreas. La particularidad del Vivero de Alamar radica tanto en su orientación hacia la satisfacción de necesidades sociales, como sus técnicas de producción más respetuosas del medio ambiente y los principios democráticos, participativos y cooperativos que la rigen (Gürcan, 2014; Fernández Domínguez, Cruz Reyez y Arteaga Hernández, 2007). Al funcionar bajo la forma de UBPC, el Organopónico Vivero de Alamar consiste en una novedosa modalidad de gestión cooperativa de la propiedad social en usufructo. Inexistentes en el periodo previo a los años 1990, las UBPC (Unidades Básicas de Producción Cooperativa) son creadas por el Estado cubano en 1993 con el objetivo de descentralizar la producción agrícola sin por lo tanto emprender un proceso de privatización de la tierra. De este modo, las Granjas Estatales son subdivididas en pequeñas parcelas productivas y entregadas en usufructo para su gestión a los propios trabajadores organizados en cooperativas, con el objetivo de incrementar la producción a través de la reconexión del hombre a la tierra y los frutos de su trabajo (Arias Guevara 2006; Hanon, 2015).
Además de la gestión democrática de la tierra recibida en usufructo, otra característica particular del Vivero de Alamar radica en la tecnología adoptada, denominada en Cuba como organoponía. Aunque el origen de esta técnica se remonta a los años 1980 tras la experimentación al interior de las Fuerzas Armadas con técnicas ecológicas de producción agrícola con pocos insumos externos, su amplio desarrollo se observa durante la década de 1990 (Levins, 2005). Esta forma de producción consta de huertos realizados en canteros protegidos por gualderas en donde se incorpora un sustrato formado por materia orgánica mezclada con suelo con el objetivo de producir alimentos en zonas improductivas y de baja fertilidad. De esta manera, el Vivero de Alamar ha logrado producir de manera agroecológica una gran variedad de cultivos como vegetales de hoja y plantas frutales, ornamentales, medicinales y forestales en los confines de la ciudad que luego son vendidas directamente a la población o a centros sociales a precios accesibles (Hanon 2015).
De esta manera, tanto los principios de organización democrática y autonomía de gestión que gobiernan el Vivero de Alamar junto a las prácticas agroecológicas implementadas han jugado un rol fundamental en el éxito de esta UBPC, permitiéndole no solo incrementar los niveles de productividad y eficiencia sino también aumentar el bienestar de sus miembros a través de una mejor repartición de los tiempos sociales y otras ventajas laborales (Gürcan, 2014). Así, por ejemplo, a las vacaciones pagas equivalentes a un mes de acuerdo con la legislación laboral cubana, el Vivero de Alamar otorga a sus miembros un día franco adicional por mes cada 15 días para ir al banco, dentista, y realizar otros trámites administrativos. Asimismo, se ha reducido la jornada laboral a 7 horas por día durante el invierno y 6 horas en el verano con el fin de aumentar el tiempo disponible para actividades recreativas tales como deporte, cine o teatro. A esto se suman medidas como la implementación de un desayuno gratuito y la entrega de préstamos monetarios sin interés. Según Salcines, ingeniera agrónoma de la UBPC Vivero de Alamar, el principal objetivo de estas medidas y la forma de producción adoptada es la instauración de una nueva forma de organización del trabajo caracterizada por el desarrollo de una agricultura inteligente y participativa, con mayores grados de compromiso y responsabilidad (I. M. Salcines, Comunicación personal, 9 de junio, 2016).
El Vivero de Alamar ha puesto en evidencia de esta manera la posibilidad de construir en Cuba una esfera económica compuesta de actores no estatales, con autonomía de gestión, y que por lo tanto no se encuentran orientadas hacia la concentración del poder y la maximización de beneficios a través de la explotación de formas de trabajo heterónomo y de la naturaleza. Asimismo, el Vivero de Alamar nos revela alternativas más substanciales y profundas de promoción de formas de trabajo no alienado a través de la instauración de prácticas productivas con autonomía del poder estatal en donde se registran mejores resultados en términos de productividad gracias a mayores grados de participación y control del proceso productivo por parte de los trabajadores, pero también a través de la creación de formas de producción con tecnologías alternativas en donde se entrelazan nuevamente la esfera manual e intelectual y se reconecta el hombre con la naturaleza. De este modo, el Vivero de Alamar y otras experiencias agroecológicas en Cuba han contribuido a la consolidación de un trabajo agrícola más gratificante y creativo, desprovisto de la división capitalista del trabajo y su manera jerárquica de organización de la producción. Esto a su vez, ha contribuido a la superación de la lógica capitalista de producción de mercancías por un sistema orientado hacia la satisfacción de necesidades sociales. Frente a esto, podemos considerar al Vivero de Alamar no solo como una clara representación de formas de organización económica alternativa a la empresa capitalista y la empresa estatal, sino también una evidente innovación en términos de matriz productiva y tecnología implementada, a fin de superar la alienación del trabajo y prácticas destructivas de la naturaleza. En este sentido, tal experiencia productiva nos demuestra la importancia de una radical transformación de las fuerzas productivas, para garantizar la construcción de un socialismo autogestionado.
Más allá de los enormes logros y avances en materia social y de desarrollo humano, el estudio de la trayectoria agrícola de la Revolución cubana desde mediados de los años 1960 hasta finales de 1980 nos permite observar las rupturas y continuidades con el modelo precedente en lo que respecta al modo de producción y por ende, los límites de un proyecto de construcción socialista basado esencialmente en la lucha contra la pobreza, la redistribución más igualitaria de la riqueza y la abolición de la propiedad privada de los medios de producción sin emprender una radical transformación del aparato productivo. Esto nos remite al pensamiento de Mészáros (2011) quien afirma que la abolición de la propiedad privada de los medios de producción no es una condición suficiente para garantizar la consolidación de una sociedad socialista si las fuerzas productivas y el modelo tecnológico heredados no son igualmente transformados. Desde esta mirada, se puede decir que Cuba se focalizó casi exclusivamente en la mejor redistribución de las riquezas, sin emprender por lo tanto un cambio profundo del modo de producción, las tecnologías implementadas y la forma de organización del trabajo, lo cual a su vez trajo aparejados impactos negativos en términos de productividad, motivación laboral, deterioro ambiental, y dependencia externa.
Tal situación pone en evidencia la pertinencia de los postulados Mészáros (2011) sobre la necesidad de acompañar la transición socialista de una crítica radical del modo de producción del capital y por ende, de implementar una reestructuración de todas sus partes constitutivas con el fin de establecer una nueva totalidad coherente, un nuevo “socio-metabolismo”, más acorde con relaciones socialistas de producción. Esto requiere que se implemente una transformación tanto del plano de la redistribución como de la producción, implementado un modelo tecnológico alternativo, fruto de la participación popular, diseñado para la satisfacción de necesidades sociales, bajo el control de los trabajadores y capaz de garantizar un trabajo más satisfactorio y creativo. Ya que las tecnologías adoptadas predefinen el abanico de posibilidades y elecciones futuras, parece difícil garantizar una genuina restitución del aparato productivo a los productores asociados, con capacidad para controlar de manera autónoma sus condiciones de trabajo, junto al qué y cómo producir sin emprender en paralelo una profunda reestructuración de las fuerzas productivas. En consecuencia, resulta fundamental que todo proyecto de construcción socialista se acompañe de la edificación de un modo de producción alternativo, en donde la división capitalista del trabajo de concepción y ejecución sea superada, la distinción entre trabajo manual e intelectual abolida y el sentimiento de alienación reemplazado por un trabajo fuente de expresión personal y autorrealización. Esto, a su vez, permitiría la consolidación de un sistema productivo destinado a la satisfacción de las necesidades sociales sin por lo tanto tener que recurrir a mecanismos coercitivos para incrementar la productividad del trabajo o la implementación de incentivos puramente materiales, ya que la producción reposaría sobre la base de un trabajo digno, diverso y creativo. En otras palabras, esto implicaría la edificación de una sociedad socialista sustentada sobre un modo de producción construido en base a incentivos políticos de participación y democratización intrínsecos a la autogestión, como también de sentimientos de autorrealización y expresión individual gracias a la constitución de fuerzas productivas alternativas tendientes a la recalificación laboral y democratización de la gestión del aparato productivo.
Desde América Latina tales postulados en cuanto a la necesaria reestructuración de las fuerzas productivas podrían pensarse en términos de resignificación de prácticas contrahegemónicas desarrolladas por movimientos sociales y actores de la economía social y solidaria, como también la recuperación de conocimiento ancestral proveniente de comunidades indígenas, marginalizados por la lógica de reproducción del capital, pero con un gran potencial a la hora de pensar en modos de producción alternativos capaces de sobrepasar el carácter destructor y alienante de las fuerzas productivas del capital. Esto a su vez implica reconocer la existencia de otros modelos tecnológicos y proyectos de innovación social coexistiendo con el sistema dominante, que aunque despreciados por la lógica económica hegemónica, ofrecen alternativas para la constitución de otro modo de producción. En este sentido, Feenberg (2002) y Novaes (2015) consideran que debemos reconocer que las elecciones que se hacen en torno a la tecnología no corresponden a una mera evolución o proceso de “selección natural” en la cual la opción más apta sobrevive, sino que corresponde más bien a la imposición de una posible configuración frente a muchas otras como resultado de una lucha entre diferentes proyectos y modelos de desarrollo.
Respecto al caso cubano, podemos afirmar que las transformaciones operadas en la agricultura cubana durante los años 1990 han permitido ahondar en la construcción del socialismo, pero desde un nuevo paradigma productivo. La agricultura campesina cesó de ser sinónimo de atraso y la generación de conocimiento se convirtió en un proceso colectivo de aprendizaje e innovación social a través de métodos más horizontales y participativos (Palma et al. 2015). En base al intercambio de experiencias, la experimentación campesina, la investigación local, la participación social, el respeto por el medio ambiente, y la mejor articulación entre campesinos, técnicos y científicos en la generación de conocimientos se forjó un entendimiento diferente respecto de lo que se considera desarrollo tecnológico e innovación. La recuperación de conocimientos y prácticas campesinas se volvió una prioridad gubernamental y la escasez de productos químicos dio lugar al desarrollo de técnicas más respetuosas del medio ambiente como la rotación de cultivos, el uso de bueyes, la diversificación agrícola, la generación de abono orgánico y la difusión del control biológico de pestes (Rosset y Benjamin 1994; Levins 2005; Palma et al. 2015). De esta manera, comenzó a consolidarse en Cuba una agricultura intensiva en conocimiento en la cual los propios productores son los protagonistas centrales de la innovación social. Asimismo, la implicación directa de los agricultores en la búsqueda de soluciones para paliar la crisis del “Periodo Especial” permitió la consolidación de un trabajo agrícola más creativo, entremezclando trabajo manual e intelectual. De esta manera, la reconfiguración de los sistemas de gestión y organización del trabajo, el desarrollo de tecnologías alternativas y la mayor participación social en el proceso de innovación permitió superar la alienación del trabajo asalariado agrícola en las Granjas Estatales y la diferenciación entre trabajo de concepción y ejecución. Tal transformación ha resultado fundamental en un país como Cuba que cuenta con una población ampliamente educada y por ende, aspirando a un trabajo más creativo y estimulante que la simple cosecha de la caña de azúcar (Levins 2005; Clausen, Clark y Longo 2015).
Por último, podemos concluir a partir de la experiencia cubana que existen otras maneras de concebir las fuerzas productivas, de manera diferente a la visión dominante y sin impactar por lo tanto negativamente en la capacidad de satisfacer necesidades sociales. Esto es lo que nos demuestra la experiencia del Vivero de Alamar, en donde se ha logrado producir una gran cantidad de alimentos, en armonía con la naturaleza y de manera más democrática y participativa. Esto dentro de un marco tecnológico-organizativo de producción agrícola en donde la organización jerárquica ha sido superada, la aguda distinción entre trabajo manual e intelectual abolida y las tareas de concepción y ejecución reunificadas. De esta manera, la reestructuración de la agricultura cubana a través de la consolidación de nuevos actores económicos con mayores niveles de autonomía de gestión y la implementación de tecnologías alternativas orientadas hacia la producción de valores de uso bajo formas de trabajo no alienadas ha abierto el camino hacia la necesaria transformación de la totalidad del modo de producción. En este sentido, el socialismo cubano podría explorar alternativas para extender la experiencia en la agricultura a otras esferas de la producción, ya sea el sector de la manufactura o de servicios.
Sin embargo, para esto es necesario también seguir ahondando en la cuestión de la autogestión, con el fin de seguir avanzando en la construcción de otro modo de producción sin poner en peligro los principios de la Revolución. En este sentido, debería quizás profundizarse la reflexión no solo acerca de las tecnologías implementadas sino también la manera de extender la autogestión más allá de los propios espacios de trabajo. Retomando a Lebowitz (2015), podemos afirmar que no solo importa quién gestiona los medios de producción sino también para qué fines. En este sentido, la cuestión que se plantea es de cómo evitar la emergencia de prácticas egoístas por parte del grupo autogestionado, promoviendo en su lugar la solidaridad tanto al interior como al exterior de la unidad productiva (Hanon, 2019). Frente a esto, urge pensar quizás en formas más substanciales o abarcativas de autogestión a través de la incorporación de nuevas herramientas de planificación democrática y participación comunitaria en la gestión del aparato productivo. La implementación de espacios más extensos de planificación económica en donde la actividad productiva se encuentre definida en diálogo con otros a través de procesos colectivos de toma decisiones facilitaría quizás la creación de mejores condiciones para la cooperación, la toma de conciencia de nuestra interdependencia, la orientación de la producción hacia diversas necesidades sociales a ser satisfechas y la construcción de sociedades más solidarias y comprometidas socialmente. Esto permitiría avanzar hacia un modelo más integral de autogestión, forjada sobre la base de estrechos lazos entre las unidades productivas y las comunidades.
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