La legitimación de la desobediencia política en Hume
The legitimation of political disobedience in Hume
Gabriel Fernando OliverasEl presente trabajo se pregunta por la legitimación de la desobediencia política en Hume y pretende mostrar que, aunque este filósofo no ofrece reglas específicas al respecto, formula una regla general interpretable en términos de cierta vinculación circular entre obediencia, propiedad y utilidad. Siendo la desobediencia un tema central en la filosofía política, se enmarca en una tradición previa, por lo que ofreceré primero una caracterización general de su concepto, luego una síntesis de su tratamiento en la tradición contractualista (limitándome a Hobbes y Locke) y, finalmente, un pequeño análisis de su justificación en Hume.
Definir la desobediencia supone ya saber qué es la obediencia política, a la que brevemente definiré como la obligación de acatamiento que el individuo adquiere al integrar un Estado. Algunas de sus características son:
1- Vincula dos sujetos de derecho: el individuo, que recibe beneficios (orden, libertad, etc.), y el Estado, que exige lo que los posibilita (respeto a las leyes).
2- Limita la libertad del individuo, cuya obediencia (independiente de sus deseos e inclinaciones) es una condición objetiva derivada de un consentimiento fundado en un postulado que trasciende la individualidad.
3- Supone sanciones al incumplimiento de los compromisos por el individuo.
4- Es una obligación prima facie (no absoluta): puede ser superada por otra mayor y, por ende, no implica siempre una deslegitimación de la desobediencia.
La desobediencia política sería, entonces, el acto que desvincula sujetos de derecho mediante el quebrantamiento de normas exigidas por el Estado a las que se niega consentimiento, ampliando el rango de libertad individual a riesgo de sufrir sanciones. Su legitimidad suele considerarse inversamente proporcional a su grado de discriminación de los postulados supraindividuales que articulan lo social (Herranz Castillo, 1994; Falcón y Tella, 2002).
Thomas Hobbes
La noción de obediencia de Hobbes conecta con su concepción de la naturaleza humana. Los hombres, gobernados por las pasiones en estado de naturaleza, tienden a la parcialidad y a la venganza. Sólo evitan la guerra mediante la institución consensuada de un Leviatán que inspire el “terror” necesario para “conformar” sus voluntades a la paz. El temor al castigo es lo único que los conmina a observar las leyes y procurar una convivencia pacífica. Ningún pacto subsiste sin la fuerza pública, sólo el que efectiviza, simultáneamente, la unión social y la política, la comunidad y la total cesión de derechos individuales al soberano. No hay otro camino para asegurar la libertad y la vida (Hobbes, 2005).
Hobbes no sólo considera que la obediencia política es esencial; también la necesita irrestricta. Constituye uno de los términos de la disyuntiva fundamental del hombre: obediencia absoluta o guerra fratricida. Y, entonces, la desobediencia está siempre injustificada, porque toda desautorización del Leviatán sólo puede provocar una discriminación del postulado supraindividual de la paz social y un retroceso a las condiciones de guerra del estado de naturaleza.
John Locke
Aunque comparte que la sociedad proviene de un pacto sostenido en la obediencia, Locke no cree que ésta deba ser irrestricta, pues tiene una concepción diferente de la naturaleza humana. En estado de naturaleza, los hombres, gobernados por la razón, no están necesariamente en guerra mutua para él, ni necesitan en la vida social de un Leviatán para subsistir. Pactan para mejorar sus condiciones de vida sin que ello suponga transformar la obediencia en una cesión absoluta de derechos al soberano. Tal cesiónconstituye una violación del principio de igualdad y conduce, dice Locke, a un estado peor que el de naturaleza. La obediencia es más bien un sometimiento a la decisión de la mayoría, expresada en las leyes. Y la arbitrariedad del Leviatán justifica la desobediencia porque el tirano siempre se pretende por encima de esas leyes.
Así, la resistencia política no es siempre un crimen: si los gobernantes incumplen su función, se enfrentan al pueblo y lo absuelven de toda obediencia. Pero tampoco es un recurso ordinario. Los individuos deben obedecer a sus gobernantes, que tienen autoridad incuestionable si son fieles al derecho legislado por encargo del pueblo. Sólo cuando esa fidelidad se torna dudosa, puede ser cuestionada la obediencia política, poco menos que sagrada, y la desobediencia tornarse una opción, siempre que esté destinada a preservar el postulado supraindividual de la libertad, formulando nuevas y mejores condiciones de obediencia (Locke, 1990; Goldwin, 1963; Bellido, 2017).
La desobediencia en Hume
La desobediencia política tendrá en Hume, a su vez, un fundamento diferente. Mientras Hobbes y Locke articulaban la obediencia sobre un contrato original (diferente en cada caso), Hume lo hace fuera del contractualismo y desde una visión más utilitarista.
Hume no cree que sociedad y obediencia se sostengan en un pacto original. Critica la tesis lockeana según la cual, dice Hume, los hombres vivían originalmente en igualdad y libertad naturales pero, como éstas eran precarias, se unieron en sociedad e hicieron una promesa de obediencia a las leyes (a cambio de “justicia y protección”) que las siguientes generaciones continúan respetando. Tal tesis tiene el siguiente corolario(que no puede adscribirse a Hobbes): si el Estado no cumple su parte de la promesa, los individuos quedan liberados de la obediencia y tienen derecho a la resistencia (Hume, 2011).
La crítica de Hume presenta dos aristas, una empírica y otra formal. La arista empírica tiene cinco argumentos:
1- Como gobernados y gobernantes no recuerdan tal promesa, a su contrato no lo justifica la “historia” ni la “experiencia” de época o país alguno.
2- Aunque recordaran tal promesa, ya fue borrada por los “cambios de gobierno” y no conserva “autoridad” para las generaciones presentes.
3- La mayoría de los gobiernos no se originó en un contrato sino en la “usurpación” y/o en la “conquista”, sin consentimiento del pueblo.
4- Los pactos son celebrados sólo por unos pocos que deciden por los demás sin tolerar “oposición”
5- Quienes no deseen aceptarlos carecen, para abandonar el Estado, de las condiciones que presupone la doctrina del consentimiento tácito (Hume, 2011; Hume, 2001).
La arista formal consta de un solo argumento: la idea de una promesa entre gobernados y gobernantes introduce en la tesis un paso lógico superfluo, pues la obediencia puede justificarse directamente de la necesidad de justicia y protección. Si el Estado las garantiza, ¿para qué postular una promesa cuando los individuos obedecen, simplemente, porque las normas responden a los intereses de la sociedad? (Hume, 2011; Damiani, 2015).
Para los contractualistas, pueblo y gobernantes (a) crean la sociedad por contrato original y (b) generan una promesa de obediencia a futuro. Hume acepta que a algunos casos históricos pueda corresponder parcialmente (a), pero niega enfáticamente (b), pues “…contract and consent are not, and cannot be, the basis for continue dallegiance to governmental authority” (Haakonssen 1993, p. 194). De hecho, cree que, sea contrato, conquista o usurpación, el origen histórico de la sociedad carece de peso en la legitimación del poder político, que tiene otro fundamento (Bellido, 2017; Aranda Fraga, 2003).
La legitimidad del poder político descansa, para Hume, más que en una promesa contractual, en la “utilidad pública” que el acuerdo social promociona, único postulado supraindividual capaz de articular lo social (Hume, 2001; Hume 2011). Haakonssen (1993, p. 194) lo explica así: “The opinions of these subjects that their government can care for the public interest, and has the right to exercise authority, are the foundation of this government”.
Tal utilidad pública tiene las siguientes características básicas:
i) Es la resultante de la sumatoria de acciones de individuos que, buscando sus propios objetivos en el marco de las leyes, contribuyen al bienestar de la sociedad y, en consecuencia, al suyo propio, participando del egoísmo inteligente en que confluyen ambos bienestares.1
ii) Se promociona cuando la artificialidad del sistema de derecho garantiza el cumplimiento de los deberes civiles que salvaguardan las tres “leyes fundamentales” de la sociedad: las reglas que rigen la propiedad, su transferencia y la fidelidad a las promesas (Hume, 2001; Aranda Fraga, 2006; González, 2009; Gallo, 1987; Aranda Fraga, 2002).
iii) Sustenta la obediencia en la medida en que ésta garantiza la “fijación” de la propiedad que la promociona (a la utilidad), constituyéndose así (la utilidad) en un baremo de la legitimidad del poder político (Hume, 2001; Bellido, 2017; Botero Bernal, 2006).
Me atreveré a sostener aquí que Hume vislumbra un círculo (para él virtuoso) entre obediencia política, fijación legal de la propiedad y promoción de la utilidad pública. La obediencia garantiza el cumplimiento de las leyesque fijan lapropiedad, este cumplimiento promociona la utilidad pública (e individual) y esta promoción legitima la obediencia, que entonces refuerza la fijación de la propiedad, y así sucesivamente. El inmediato resultado de esta circularidad económico-política sería que, en el balance debe-haber de la utilidad individual, la obediencia colectiva termina produciendo un incremento comparativo del haber que la torna ventajosa para el interés propio y, por ello, legitima la obediencia individual. En esto consiste el egoísmo inteligente, pues, más allá de la consecuencia puntual que pueda tener un solo acto de obediencia de un solo individuo, “…el sistema total de las acciones que se unen a él por la sociedad entera es infinitamente ventajoso para el todo y para cada parte…” (Hume 2001, p. 359).
1 No es que los hombres que instauran un gobierno dejen de ser egoístas, sino que el sistema de derecho da a ese egoísmo una nueva dirección, más provechosa para cada uno de ellos y el conjunto. Hume también construye su idea de obediencia política a partir de su concepción de la naturaleza humana, en la que el hombre, en un contexto de bienes escasos, competencia y conflicto, naturalmente prefiere lo próximo a lo lejano y lo privado a lo público, como en Hobbes. Sin embargo, y a diferencia de Hobbes, cree en un sentimiento de “simpatía” que une a los hombres y permite la confluencia de intereses (egoísmo inteligente) en vistas de la utilidad general, confluencia por la que el artificio político debe velar (Hume, 2001; Martínez de Pisón Cavero, 1992; Gallo, 1987; Aranda Fraga, 2002; Aranda Fraga, 2003; Aranda Fraga, 2006; González, 2009; Stroud, 1986; Bermudo, 1998).
Ahora bien, esta relación de respaldo mutuo entre fijación de la propiedad, utilidad y obediencia, no es natural y, por ende, debe generarse. Los individuos no siempre ven ni buscan en cada acción concreta la promoción de la utilidad pública, además de que esa promoción es inviable si la confluencia utilidad pública-autointerés debe ser evaluada en cada acto. Por eso, para llevarlos a ella, el dispositivo legal conforma un “sistema” normativo e institucional complejo, un “esquema” general de justicia al que los individuos se acostumbran y obedecen con cierto automatismo. La obediencia política en Hume se presenta entonces como un artificio que, a través del hábito, conforma la conducta individual a un esquema general de acción, esquema prescripto por el estado de derecho como garantía del cumplimiento de las leyes que redundan en la promoción de la utilidad pública (Hume, 2001; González, 2009; Stroud, 1986; Tasset, 2017).
Pero ¿qué ocurre si ese esquema de acción deja de servir a la utilidad? Ocurre, dice Hume, que surge la pregunta por la legitimidad de las instituciones políticas y del derecho de resistencia. Mientras que Locke autorizaba la desobediencia ante el incumplimiento gubernamental de la promesa, Hume cree que se trata de un argumento “erróneo y sofístico”, pues la obediencia se funda en la utilidad. Y sólo cuando ésta falta emerge legítimamente el derecho a desobedecer (Hume, 2001; González, 2009).
¿En qué casos podemos asegurar, sin embargo, que el esquema de acción ha dejado de atender a la utilidad y el círculo virtuoso se ha roto? Hume no ofrece casos concretos como respuesta. No hay casuística. Primero, porque los hombres tienen una tendencia “inercial” a la obediencia, aunque ya no sirva a su propósito original. Segundo, porque, así como no siempre se aprecia la promoción de la utilidad en cada acción concreta (y por eso existe un esquema general de justicia), tampoco se aprecia fácilmente lo contrario (Hume, 2001; González, 2009). Sí afirma Hume que lo que justifica la resistencia no es una diferencia aislada entre obediencia y utilidad, sino una discrepancia en la que la utilidad “…cesa en un alto grado y en un número considerable de casos” (Hume 2001, p. 392). Lo que Hume quiere decir aquí puede explicarse de la siguiente manera: “…debo obedecer las leyes de justicia a pesar de que, en algún caso particular, me vaya mal” (Stroud 1986, p. 306). La mera existencia de casos de injusticia (o no-promoción de la utilidad) no legitima la desobediencia (Hume, 2001) y Locke (1990) parece compartir este punto de vista, aunque en un marco teórico diferente. Entonces, así como la obediencia se inserta en un esquema general que garantiza su razonabilidad en vistas del principio supremo de la utilidad, así también la desobediencia parece requerir de una regla general en vistas de la ausencia del mismo principio.
El problema es que de esa regla, a priori, no puede decirse mucho. El acatamiento es un deber ineludible, sí, pero que “…tiene que ceder siempre, en casos extraordinarios, cuando la ruina pública va unida claramente a la obediencia, ante la obligación primera y original” (Hume 2011, p. 424), que sigue siendo la promoción de la utilidad. Es decir, del mismo modo que la obediencia está atada a la promoción de la utilidad, la desobediencia lo está a su ausencia. Y creo que es en este sentido que dice Hume: Salus populi suprema Lex. Locke había empleado esta regla jurídica proverbial de Worms Burchard como epígrafe de su Segundo Tratado. Luego Kant (2009) hará referencia a ella como ley suprema de toda sociedad civil. Pero, en Hume, esta regla adquiere un significado nuevo. La salud del pueblo es la única ley que puede sobrepasar el deber (prima facie) de obediencia sólo en tanto se equipare con la promoción de la utilidad.
Es verdad que no hay casuística que legitime la desobediencia y que Hume (como Locke) la considera un recurso anárquico, “pernicioso” y “criminal”. Pero también es patente que Hume entiende a la desobediencia como un remedio necesario en algunas ocasiones extremas, útil al propósito de restituir la salud del pueblo y “defender la constitución”, preservando las leyes que fijan la propiedad y fomentando la utilidad pública (Hume, 2011; Hume, 2001). Por eso la desobediencia, en mi opinión, está justificada para Hume sólo cuando su meta es la re-fijación de la propiedad, lo que equivale a decir (con Locke) que debe orientarse a restablecer las condiciones de obediencia. Y en Hume (ya no en Locke) eso significa que sólo sirve para reparar la interrupción del círculo virtuoso2 (Cfr. nota 2 al final). De ahí que mencione a la tiranía y a la opresión violenta como circunstancias justificantes, pues atentan contra dicha circularidad al colocar por encima del sistema jurídico sujetos que, tarde o temprano, cree Hume, vulneran las leyes que fijan la propiedad (Tal vez podría pensarse, como ejemplo doméstico de tal vulneración, la restricción de la libre disposición de dinero en efectivo de plazos fijos, cuentas corrientes y cajas de ahorros que el gobierno nacional decidió unilateralmente en 2001 bajo el nombre de “corralito”).
Hume no cree que puedan darse, al respecto, criterios más precisos, ni que sea razonable buscarlos: “…nada puede ser más absurdo que una preocupación y solicitud angustiadas por determinar todos los casos en los que puede permitirse la resistencia” (Hume 2001, p. 425). No existe, reitero, una casuística para ello, sino sólo un criterio general: restablecer el círculo virtuoso, las apropiadas condiciones de obediencia. Me parece que la regla de Worms Burchard no significa otra cosa para Hume.
2A pesar de que Hume y Locke coinciden en la excepcionalidad de la legitimidad de la resistencia y en la necesidad de que ésta se oriente a restablecer las condiciones de obediencia, me parece que el círculo virtuoso humeano es totalmente extraño al pensamiento de Locke.
Los conceptos de obediencia y desobediencia política tienen en Hume un significado diferente a los de los contractualistas. La obediencia es un artificio que, a través del hábito, conforma la conducta individual a un esquema general de acción, prescripto por el estado de derecho como garantía del cumplimiento de las leyes que promocionan la utilidad pública. Hume vislumbra aquí un círculo virtuoso entre obediencia, fijación de la propiedad y promoción de la utilidad pública. Cuando el esquema general deja de atender a esa utilidad, es porque tal círculo se ha roto. Surge entonces la posibilidad de la desobediencia.
El problema es determinar cuándo esa desobediencia es legítima. No es fácil establecer que las acciones concretas de obediencia no promocionan la utilidad, pero sí tiene claro Hume que la desobediencia:
*está injustificada ante una diferencia aislada entre la norma y la utilidad;
*es un recurso pernicioso pero necesario en ocasiones.
Por eso necesita una regla general de su legitimidad, que es la siguiente: la desobediencia sólo es legal cuando la obediencia conduce a la ruina pública y está en riesgo la Salus populi; es decir, cuando se ha violado la fijación legal de la propiedad y, por ende, se ve interrumpida la circularidad que promociona la utilidad pública.
Hume asocia estas circunstancias a situaciones de tiranía y opresión extrema, y no cree que puedan darse criterios más específicos al respecto, ni que sea razonable buscarlos. Para él, la desobediencia está justificada sólo si su meta es la re-fijación de la propiedad, es decir, el restablecimiento del círculo virtuoso estropeado. En el sostenimiento de esta circularidad consiste la salud del pueblo.
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