Políticas tecnológicas y la construcción de una agenda estratégica de desarrollo en Argentina (2003-2023)
Technology policies and the construction of a strategic development agenda in Argentina (2003-2023)
Manuel LugonesEn las últimas décadas se ha ampliado la literatura especializada sobre las posibilidades de impulsar políticas tecnológicas en Argentina bajo las características de las denominadas “políticas orientadas por misión” (Carrizo, 2019; Lavarello, Minervini, Robert y Vázquez, 2020; Sarthou y Loray, 2021; Giri y Lawler, 2022; Cúneo, 2024a). En particular la mirada se ha centrado sobre grandes proyectos tecnológicos, como el de la Central Argentina de Elementos Modulares (CAREM) y los satélites geoestacionarios de telecomunicaciones ARSAT 1 y 2 (Hurtado y Loizou, 2017; 2019; Cúneo, 2024b), y más recientemente, sobre la producción pública de medicamentos (PPM) y el desarrollo de soluciones tecnológicas (kits de diagnóstico y vacunas) para atender la emergencia sanitaria ocasionada por la pandemia del COVID-19 (Zubeldía y Hurtado, 2019, Surtayeva y Zubeldía, 2022; Lugones y Lettieri, 2023; Verre, Milesi y Petelki, 2023). 1
En líneas generales, la idea de misión supone, en primer término, que las políticas tecnológicas responden a objetivos estratégicos que no están restringidos a la tecnología involucrada en sí misma, sino a los impactos socio-económicos esperados de su desarrollo e implementación. En segundo término, los objetivos están en línea con la resolución de problemas socialmente relevantes, lo que demanda la sostenibilidad en el tiempo de la política, adquiriendo ésta el estatus de una política de Estado. Y, en tercer término, se infiere que el Estado es el actor central en el proceso de definición, diseño e implementación de la política, es decir, son políticas del tipo Top Down, lo que no niega la necesidad de conformar mecanismos de consenso entre diversos actores para alcanzar la legitimidad social necesaria para garantizar la continuidad de las políticas y alcanzar los impactos esperados.
A partir del uso de métodos cualitativos de rastreo de proceso, y en base al análisis de fuentes primarias y secundarias (tales como planes sectoriales, informes de gestión e información legislativa) y entrevistas a actores clave (que ocuparon posiciones de dirección de proyectos en la Agencia Nacional de Laboratorios Públicos -ANLAP- y de las empresas públicas INVAP y ARSAT), se indagan de forma comparada las políticas implementadas en Argentina entre 2003 y 2023 en el campo de las telecomunicaciones y promoción de una industria satelital, la PPM y de ampliación de la nucleoelectricidad. El análisis de estos tres casos se inscribe dentro de una problemática amplia: el papel del Estado en la producción de bienes y servicios intensivos en conocimiento, y su potencial impacto sobre el proceso de cambio estructural en países caracterizados como periféricos.
En este marco, el trabajo tiene por objetivo general indagar la construcción de una agenda estratégica en el proceso de implementación de dichas políticas de desarrollo tecnológico e infraestructura asociada. Se entiende que el valor estratégico de la agenda resulta de un proceso dinámico que la va transformando en el tiempo, lo que trae modificaciones en el diseño e implementación de las políticas involucradas, e incluso puede derivar en su cancelación al alterarse el orden de prioridades. Por lo tanto, la construcción y sostenimiento del carácter estratégico de una política –tecnológica- está condicionado por las características políticas, institucionales y económicas, así como por las variaciones en la coyuntura nacional e internacional (Carrizo, 2019; Lavarello et al., 2020).
El trabajo se estructura de la siguiente manera: en la primera sección se presentan elementos para analizar las diferentes dimensiones que puede abarcar una agenda estratégica en el diseño y proceso de implementación de una política tecnológica. En la segunda sección, se describen de forma sintética los principales rasgos que asumieron las políticas de ciencia, tecnología e innovación (CTI) implementadas en Argentina entre 2003 y 2023, y cómo estas se fueron modificando a lo largo de dicho período de tiempo. En la tercera, cuarta y quinta sección, se indagan los tres casos estudiados: el diseño y desarrollo de satélites de telecomunicaciones geoestacionarios y de promoción de una industria satelital, la política de PPM y de la política nuclear el objetivo de ampliar la capacidad de generación eléctrica a través de la energía nuclear, respectivamente. En la sexta sección, se analizan de forma comparada la construcción de una agenda estratégica, resaltándose los elementos comunes y las principales diferencias entre las mismas. Y en la séptima y última sección, se plantean las principales conclusiones del trabajo.
1Este trabajo fue realizado en el marco del proyecto PI UNRN 40-B-1044 titulado: Políticas de ciencia, tecnología e innovación orientadas a salud pública y transición energética en Argentina: reflexiones sobre su dimensión estratégica para el siglo XXI.
Como se mencionó en la introducción, la definición de una política tecnológica como una política estratégica está sujeto a las alteraciones de la agenda política en cuestión. En la construcción y modificación de dicha agenda es posible distinguir los objetivos según estos respondan a una dimensión social, económica, industrial y/o geopolítica. Dimensiones que se ordenan en un sistema de prioridades, el cual va variando con el tiempo a medida que se resuelven, amplían o desaparecen los problemas a lo que responden las políticas (Carrizo, 2019; Giri y Lawler, 2022; Cúneo, 2024a).
En la dimensión social se incluyen objetivos tales como: (i) promover el acceso de la población o determinados grupos sociales vulnerables –por su condición socio-económica y/o lugar geográfico de residencia- a ciertos bienes y/o servicios, (ii) ampliar la ciudadanía, esto es, garantizar el acceso a determinados derechos, como por ejemplo el acceso a la salud y/o educación, entre otros. Si bien este conjunto de objetivos suele aparecer mencionados explícitamente en los procesos de planificación, los impactos sociales de las actividades de investigación y desarrollo (I+D) es un ámbito escasamente abordado en la literatura especializada (Verre et al., 2023).
La dimensión económica abarca aquellos objetivos que se orientan a: (i) contribuir al ingreso de divisas –ya sea por reducción de importaciones y/o incremento de las exportaciones-, (ii) impulsar el empleo calificado e (iii) introducir precios de referencia para determinados bienes y servicios, y de esta forma incidir sobre los precios de mercado de los mismos, entre otros. Es decir, se trata de objetivos vinculados a impactar sobre las variables macroeconómicas y/o las condiciones de crecimiento (Lavarello y Sarabia, 2015).
La dimensión industrial se relaciona con objetivos como: (i) elevar las capacidades tecnológicas de determinados sectores de actividad, (ii) promover el desarrollo de nuevas actividades productivas y de servicios, (iii) fomentar la articulación entre ciencia e industria e (iv) impulsar la industrialización a través de la sustitución de importaciones, entre otros. Los objetivos que se agrupan en esta dimensión se asocian directamente con el objetivo de promover cambios estructurales en el sentido de modificar el perfil de especialización socio-productiva de un país (Mazzucato, 2013; Lavarello y Sarabia, 2015).
Y la dimensión geopolítica incluye aquellos objetivos vinculados a: (i) fortalecer la capacidad de decisión nacional en el escenario internacional, (ii) reducir la dependencia tecnológica, (iii) modificar el modelo de inserción externa y (iv) buscar el liderazgo tecnológico y productivo en los mercados externos, esto es, buscar, disputar o mantener posiciones hegemónicas en el escenario internacional, entre otros (Surtayeva y Zubeldía, 2022; Blinder y Vila Seoane; 2023, Cúneo, 2024b).
Como puede observarse, se trata de un conjunto de objetivos que persiguen diferentes impactos que trascienden a los actores directamente involucrados en las actividades de I+D, es decir, se trata de objetivos que persiguen efectos sistémicos que benefician a actores no directamente involucrados en los procesos de desarrollo tecnológico e innovación. El proceso de construcción de una agenda estratégica se vincula entonces que la noción de “proyecto nacional” de Herrera (1973), en el sentido de construir una demanda efectiva sobre el sistema nacional de ciencia y tecnología para legitimar el esfuerzo realizado por el Estado para impulsar y sostener procesos de desarrollo tecnológico. Por otro lado, al tratarse de un conjunto diverso de objetivos que abarcan diferentes áreas de políticas, al adquirir una política tecnológica el status de política estratégica demanda la coordinación con otras esferas de políticas, lo que implica la articulación entre las “políticas explícitas” y las “políticas implícitas”. Las primeras se encuentran expresadas en los planes nacionales de CTI, y/o en los planes tecnológicos sectoriales, así como en las leyes y decretos que ordenan el funcionamiento de las instituciones del sistema de CTI. Mientras que las segundas están contenidas en la implementación de otras políticas, como las industriales, y que influyen sobre las demandas de conocimientos científicos y tecnológicas, y que por lo tanto influyen sobre la conducta tecnológica de las empresas y los sectores productivos (Herrera, 1973; Sagasti, 1978).
Tras la salida del modelo de la convertibilidad en 2001, y en particular a partir del ciclo de crecimiento iniciado en 2003, reapareció en la agenda pública la idea fuerza del Estado como agente central en la promoción y dirección del desarrollo. Bajo este marco, se adoptaron un conjunto de decisiones innovadoras en el plano institucional (creación en 2007 del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva –MINCyT-) y simbólico (vinculación del desarrollo de la ciencia y la tecnología con el desarrollo económico y la inclusión social). Al mismo tiempo, se garantizó la continuidad de decisiones de políticas adoptadas en la década de 1990, en particular, el sostenimiento de los instrumentos de política con-financiados con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), y que se basan en un enfoque de intervención de subsidio a la demanda, a través del Programa de Modernización Tecnológica II y III, y posteriormente, de los cinco tramos ejecutados del Programa de Innovación Tecnológica (Bedetti, 2015; Unzué y Emiliozzi, 2017; Castaño, 2019).
Es posible distinguir analíticamente para el periodo 2003-2015 tres fases o etapas diferenciadas en función de los instrumentos y acciones políticas implementadas, las cuales respondieron, por un lado, a la trayectoria institucional y política previa, y por el otro, a los distintos desafíos que se presentaron (Lavarello y Sarabia, 2015; Porta, Santarcángelo y Schteingart, 2017).
En la primera etapa (2003-2006), predominaron los instrumentos de política basados en incentivos macroeconómicos y expansión de la demanda agregada. En el caso de las políticas de CTI, se realizó un importante esfuerzo por generar consensos transversales orientados a delinear un plan estratégico a mediano plazo tendiente a promover una transición a una economía basada en el conocimiento y a lograr una sociedad más equitativa. Esto dio como resultado la elaboración del Plan Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva Bicentenario 2006-2010 . Desde la perspectiva de Loray (2016), el Plan no propuso un cambio en la matriz institucional heredada de la década de 1990. Planteó, más bien, la idea de un Estado presente en la implementación y ejecución de políticas, así como, la transición de un enfoque de intervención horizontal a otro selectivo -de carácter sectorial sino transversal.
En la segunda etapa (2007-2010), se pusieron en marcha un conjunto de políticas orientadas a desarrollar capacidades tecnológicas y productivas, a través de la creación de nuevos jugadores estatales y la modificación del contexto de selección de las empresas. Esto implicó la maduración de una serie de iniciativas de desarrollo sectorial impulsadas desde el Ministerio de Economía, y posteriormente, desde el Ministerio de Inversión y Planificación Federal (MINPLAN), entre cuyas funciones estaba la implementación de los planes nacionales de energía y telecomunicaciones, a través de una política vertical basada en la “selección de ganadores”. De esta forma, aparece explícitamente en la agenda pública la necesidad de impulsar un proceso de cambio estructural y de modificación del perfil de especialización productiva, lo que además se tradujo en un rediseño de la arquitectura institucional del Estado con la creación del MINPLAN y el MINCyT (Lavarello y Sarabia, 2015).
Con la creación del MINCyT, se buscó, por un lado, dotar al área de una mayor visibilidad en el conjunto de las políticas públicas, y por el otro, mejorar la articulación interna del sistema nacional de ciencia, tecnología e innovación (SNCTI) y fortalecer las capacidades planificación estratégica (Del Bello, 2014; Bedetti, 2015; Castaño, 2019). Asimismo, se acordó con el Banco Mundial una línea de crédito para impulsar instrumentos de innovación sectorial a través de la creación del Fondo Argentino Sectorial (FONARSEC), instrumentos basados en la promoción de consorcios público-privados para el desarrollo de actividades de I+D.
La tercera etapa (2011-2015), se caracterizó por medidas orientadas a administrar el contexto de creciente restricción externa de la economía mediante medidas de administración del comercio, el control de divisas y el fortalecimiento del Estado como productor y usuario, es decir, la utilización del poder de compra pública –a través del subsistema de empresas públicas- como estrategia de desarrollo de entramados tecno-productivos con el potencial de generar encadenamientos aguas arriba y abajo (Comotto y Meza, 2015; Lavarello y Sarabia, 2015). En este marco fueron lanzados el Plan Estratégico Industrial 2020 (elaborado por el Ministerio de Industria) y el Plan Argentina Innovadora 2020 (formulado por el MINCyT).
En el caso del primero, en la dimensión tecnológica el foco estaba en aprovechar las capacidades existentes en el país para cerrar las brechas tecnológicas con los países desarrollados y adaptar la revolución tecnológica en marcha con las necesidades del mercado interno y la inserción a los mercados externos. Es decir, la idea central era promover el pasaje de un modelo productivo basado en el aprovechamiento de las rentas generadas por las abundancias en algunos factores de producción a otro fundado en las rentas generadas por el conocimiento y el aprendizaje. En este marco, se definía al Estado como un actor central en la promoción de eslabonamientos productivos en actividades con elevada intensidad tecnológica. Y con relación al segundo Plan, se redefinieron las áreas-problema-oportunidad como Núcleos Socio Productivos Estratégicos (agroindustria, ambiente y desarrollo sustentable, desarrollo social, energía, industria y salud), sosteniendo la estrategia de promoción sobre los mismos a través del desarrollo y aplicación de las tecnologías de propósito general mediante la conformación de consorcios público-privados (MINCyT, 2012; Ministerio de Industria, 2012; Lavarello y Sarabia, 2015).
A lo largo de este período se observa, por un lado, desde el área de las políticas de CTI un deslizamiento de instrumentos horizontales a selectivos con un enfoque de subsidio a la demanda. Esto implicó mantener un rol pasivo del Estado en la selectividad de las tecnologías promovidas al quedar la orientación del cambio técnico en manos de los agentes individuales. En consecuencia, el alcance de los instrumentos se concentró sobre aquellos agentes con mayores capacidades tecnológicas y organizacionales. Y por el otro, la implementación, principalmente desde el área del MINPLAN- de un conjunto de políticas de desarrollo sectorial con el potencial de generar encadenamientos tecno-productivos a través del subsistema de empresas públicas. Este conjunto de políticas tuvieron como principales limitaciones, siguiendo a Lavarello y Sarabia (2015): (i) la falta de focalización de los regímenes de incentivos sectoriales hacia la red de proveedores de las empresas estatales; (ii) la orientación de las políticas de promoción de capacidades tecnológicas al desarrollo de spin offs intensivos en I+D, descuidando las actividades ingeniería intensivas, (iii) la falta de una mayor coordinación entre el MINCyT, la Secretaria de la Pequeña y Mediana Empresa, el MINPLAN y otras dependencias estatales para consolidar entramados de proveedores; y (v) que las políticas de financiamiento del Banco Central y del Ministerio de Industria no contaron con la capacidad de orientar selectivamente el financiamiento hacia los proveedores de las empresas públicas involucradas en el desarrollo de los proyectos tecno-productivos.
Con la asunción de un nuevo gobierno a fines de 2015, se produjeron una serie de retrocesos que afectaron la continuidad de las políticas implementadas entre 2003 y 2015. En primer lugar, se eliminó del organigrama institucional el MINPLAN, y asociado a esta decisión, se suspendió la ejecución de los programas de desarrollo tecno-productivo impulsados por esta cartera. En segundo lugar, por el recorte presupuestario, agravado por una creciente inercia inflacionaria que depreció el presupuesto asignado, se afectó diversas políticas emprendidas hasta ese entonces, por ejemplo, la política de ampliación de recursos humanos del sistema público de investigación. Y, en tercer lugar, el MINCyT fue degradado al rango de Secretaría, a la par que se revisaron buena parte de los instrumentos promocionales (por ejemplo, se suspendió la implementación del programa de crédito fiscal). Esto significó una discontinuidad en la operatoria de dichos instrumentos. En consecuencia, no se trató simplemente de una política de ajuste del gasto público, sino de un intento por redefinir el papel de la CTI en el desarrollo económico y social.
En último lugar, el período 2020-2024 se intentó retomar las iniciativas implementadas hasta finales de 2015. De esta forma, el campo de las políticas de CTI volvió a jerarquizarse al rango de Ministerio y se avanzó en la elaboración del Plan Argentina Innovadora 2030. Sin embargo, la emergencia sanitaria producto de la pandemia del COVID-19 obligó a orientar los esfuerzos de las diferentes carteras estatales en dicha dirección. De esta forma, se creó la Unidad Coronavirus, a través de la cual se coordinaron acciones para financiar e implementar diferentes soluciones tecnológicas (desarrollo de kits de diagnóstico, producción y desarrollo de vacunas, fabricación de insumos y equipamiento médico). Superada la crisis en 2022, se buscó retomar el desarrollo de otros proyectos (por ejemplo, la construcción del CAREM), aunque con importantes dificultades financieras para garantizar las inversiones de capital requeridas.
Entre finales de la década de 1980 y principios de la década de 1990, en el marco del proceso de privatizaciones y reformas estructurales, se buscó impulsar el mercado de telecomunicaciones y de servicios satelitales a través de una segmentación del mercado entre diferentes empresas privadas, su mayoría de capitales extranjeros: en el mercado de telefonía fija se dividió el territorio entre dos operadores (Telecom y Telefónica), se autorizó el ingreso de empresas privadas prestadoras de servicios de telefonía móvil (Movicom). Asimismo, las comunicaciones internacionales y las comunicaciones de datos (que incluyen Internet) fueron adjudicadas a Telintar (empresa conformada por partes iguales por Telecom y Telefónica que sucedió a la red ARPAC conformada en 1982 por la Empresa Nacional de Telecomunicaciones -ENTeL), y finalmente, se llamó a una licitación internacional para la conformación de una empresa de servicios de comunicaciones satelitales. En otros términos, se persiguió la conformación de un mercado ampliado de telecomunicaciones, en el sentido de ampliar el “mix” de servicios de telecomunicaciones a través de la atracción de Inversiones Extranjeras Directas, a las cuales se les garantizó exclusividad sobre sus respectivos nichos de mercado por una década para su posterior apertura a la competencia, reduciendo la participación del Estado a funciones de regulación de la actividad a través de la Comisión Nacional de Comunicaciones (Abeles, Forcinito y Schorr, 1998; Baladron, 2018; Hurtado y Loizou, 2019).
En este contexto, en 1993 se conformó Nahuelsat, bajo el control de la empresa alemana Daimler-Benz Aerospace, en sociedad con Aerospatiale (de Francia) y Alenia Spazio (de Italia), a la cual se le asignó la licencia por 24 años del sistema de comunicaciones satelitales de la posición orbital argentina 71.8°O y las que pudieran sumarse en el futuro. A Nahuelsat se le garantizó exclusividad sobre el mercado argentino por un período de 10 años. Reserva de mercado que se justificó en términos de garantizar a la empresa el retorno de las inversiones requeridas para desarrollar el sistema de comunicaciones satelitales, que implicaba la puesta en órbita de satélites y la instalación de una estación terrena para la recepción y trasmisión de datos.2 Sin embargo, en 1997, la decisión de abrir el mercado de televisión satelital con el ingreso de la firma norteamericana Direct-Tv, llevó al establecimiento de un convenio de reciprocidad entre la Secretaria de Comunicaciones y la Federal Communication Commision (FCC) de EE.UU. Esto implicó modificar los derechos de reserva de mercado de Nahuelsat, es decir, perder la exclusividad sobre la banda Ku de transmisión. En compensación, EE.UU. transfirió el derecho de uso sobre la posición 81°O, posibilitando la trasmisión de señales en el hemisferio norte.
Ante el incumplimiento de los compromisos asumidos por Nahuelsat y frente al reglamento de la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT) que indicaba que cada país que no ocupa la posición orbital asignada pierde sus derecho sobre la misma, en 2006 se creó la Empresa Argentina de Solución Satelitales (ARSAT) con cubrir las posiciones orbitales 71.8°O y 81°O. El objetivo no era solo ocupar las posiciones satelitales argentinas, sino también hacerlo con satélites geoestacionarios de fabricación nacional. En la Ley 26.092 de creación de ARSAT se fijó que la misma debía, por cuenta propia o través de terceros: a) diseñar, construir y poner en servicio los satélites geoestacionarios de telecomunicaciones para ocupar las posiciones orbitales –y las bandas de frecuencias asociadas- de acuerdo a los procedimientos de coordinación internacionales y b) explotar y proveer facilidades satelitales y comercializar servicios satelitales y conexos. De esta forma, la empresa asumió la “misión” de proteger las posiciones orbitales e inaugurar un sendero de producción nacional de satélites y desarrollo de servicios satelitales en Argentina (Hurtado, Bianchi y Lawler, 2017). Por su parte, la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE), acordaba en 2006 un crédito con el BID por 50 millones de dólares para sostener el Programa de Desarrollo de un Sistema Satelital de Aplicaciones Basadas en la Observación de la Tierra (PROSAT), iniciado en la década de 1990 y que transitó sin vincularse con el desarrollo de las comunicaciones satelitales.
En este marco, entre 2006 y 2011 se avanzó en la organización de ARSAT a través de la transferencia de los activos pertenecientes a Nahuelsat, así como de sus unidades de negocios. De esta forma, dicha empresa estatal asumió el control del Nahuel-1A y, dado que éste debía salir de servicio, se arrendó el satélite AMC-6, lo que implicó realizar la migración de los clientes a esta plataforma de forma transitoria hasta la puesta en operación de los satélites propios. Por otro lado, se concretó en 2007 la firma del contrato con la empresa estatal INVAP que asumió las tareas de fabricación de los satélites geoestacionarios, aprovechando las capacidades acumuladas por dicha firma en el diseño y construcción de los satélites de observación terrestre para la CONAE (Bidart y Lugones, 2021).
Por su parte, la CONAE retomó en 2009 el proyecto de construcción de medios de acceso al espacio (proyecto Tronador), y asociado al mismo, de servicios de lanzamiento, a través de la firma estatal VENG (que había sido creada originalmente en 1998). De esta forma, se esperaba alcanzar a mediano plazo dejar de tener que adquirir estos servicios en el mercado externo. Esto implicó abandonar la política adoptada a principios de la década de 1990 de impulsar una política espacial que pudiera ser identificada como proliferante al incluir la construcción de vectores que tienen un potencial uso para fines bélicos (Blinder, 2015).
A partir de 2010 se inicia una segunda fase al ampliarse los objetivos perseguidos. Dicha ampliación se fundamentó en una redefinición de las telecomunicaciones como herramienta de inclusión social, la cual quedó plasmado en el Plan Nacional de Telecomunicaciones Argentina Conectada 2010-2015. De esta forma, era necesario avanzar sobre el desarrollo de infraestructura asociada, tales como la construcción de la red troncal de fibra óptica estatal (REFEFO), de la plataforma de distribución de Televisión Digital Abierta (TDA), a lo que se sumó el lanzamiento de diferentes iniciativas de comunicación educativa: Educ.ar, Canal Encuentro y el programa Conectar Igualdad. Según Baladron (2018), se trató de un giro en la política pública que coincide, a nivel regional y global, con planes de implementación de banda ancha con el objetivo de extender la cobertura de las redes en el territorio, el uso de internet de sus poblaciones y el aumento de la velocidad y calidad de los servicios. Esto implicaba una profunda diferencia respecto de las políticas aplicadas en la década de 1990 que se basaron en la liberalización del mercado y privatización de la empresa estatal de telecomunicaciones y de diferentes medios de comunicación.
De esta forma, a la construcción de los satélites geoestacionarios se sumó el desarrollo de infraestructura de interconexión para dar respuesta a una demanda creciente de tráfico de datos y de servicios de acceso a lo largo del territorio nacional, lo que significaba que ARSAT, además de brindar el servicio de conexión a internet satelital en escuelas rurales y de frontera, debía generar un Centro Nacional de Datos y constituirse en proveedor mayorista de servicios de internet por banda ancha para facilitar el acceso de nuevos actores al mercado. Esto trajo aparejado que en 2013 la empresa encarara una reorganización de su estructura de negocios, para transformar a la misma como empresa prestadora de servicios (ARSAT, 2013). En consecuencia, la política satelital y de telecomunicaciones adquiría un nuevo sentido al incluir dos objetivos: modificar la estructura y funcionamiento del mercado de telecomunicaciones y garantizar el derecho al acceso a las comunicaciones como forma de inclusión social (Bidart y Lugones, 2021).
Esta fase culminó con la promulgación de la Ley 27.208 de Desarrollo de la Industria Satelital, que incluía el Plan Satelital Geoestacionario Argentino 2015-2035 que preveía la construcción de un total de 8 satélites en un lapso de 20 años. La formulación y aprobación de dicha Ley implicaba, además, en materia tecnológica, impulsar el desarrollo de una plataforma satelital de propulsión eléctrica, lo que permitiría ampliar la carga útil de los satélites, y por lo tanto, el tipo de servicios que se pueden ofrecer a través de los mismos.
El cambio de gobierno a fines de 2015 significó una profunda reestructuración de los objetivos hasta ese momento seguidos, abriéndose una nueva etapa caracterizada como de “cielos abiertos”: esto es, de desregulación del sector de telecomunicaciones, así como de paralización de diferentes proyectos: la instalación de antenas para TDA, el desarrollo de medios de acceso al espacio y la construcción del tercer satélite geoestacionario argentino (Hurtado et al., 2017; Cúneo, 2024a). Esto último obligó al arrendamiento del satélite de banda Ku (el ASTRA-1H por un costo de 7 millones de dólares) para proteger la prioridad asignada en la posición 81°O. Lo que posibilitó que ARSAT lograra extender el periodo para ocupar dicha posición.
La política de “cielos abiertos” implicó la autorización para brindar servicios sobre el territorio nacional a un total de 25 satélites operados por diferentes organismos y empresas externas, tales como la empresa española Hispasat, su filial brasileña Hispamar Satélites, la empresa canadiense Telesat y la empresa norteamericana Hughes Network Systems, entre otras empresas operadoras de servicios satelitales. Esta última, que opera el satélite Telstar-19V, fue incorporada al sistema satelital argentino asumiendo de esta forma el servicio de banda ancha satelital en asociación con ARSAT, que se ocupó de la instalación de puntos de acceso (antenas VSAT).3 En este marco de apertura, se propuso conformar una alianza estratégica entre Hughes y ARSAT mediante la creación de una empresa (de la cual Hughes retendría el 51% de las acciones) para financiar la construcción del Arsat 3, acuerdo que fue cuestionado porque violaba lo establecido en la Ley 27.208 (Hurtado et al., 2017; Bidart y Lugones, 2021).
En este marco de discontinuidad de la política, INVAP avanzó en una alianza estratégica con la empresa Turkish Aerospace Industries (TAI)4 para conformar una sociedad conjunta (GSATCOM), con el objetivo de internacionalizar sus actividades en el campo de las telecomunicaciones a partir de satélites de nueva generación. De acuerdo a información recabada en las entrevistas con actores clave, esto significó asumir un rol diferente al adoptado anteriormente, ya que, a partir de este acuerdo, la plataforma satelital es aportada por TAI, mientras que INVAP se ocupa de la integración de componentes.
2 En 1996 era inaugurada la estación terrena ubicada en el partido de Benavidez (Buenos Aires) y en 1997 era puesto en órbita el Nahuel-1, construido por las empresas alemanas y francesas que poseían acciones en Nahuelsat.
3 En 2019, Hughes lanzó el servicio de banda ancha satelital en Chile y México, ampliando de esta forma la operación comercial que posee en Brasil, Perú, Colombia y Ecuador. Y en asociación con Facebook, también inició el despliegue de puntos WiFi comunitario en México, Colombia y Brasil. Este plan de ampliación de la presencia de mercado de la firma incluía la incorporación de un nuevo satélite (EchoStar-24) para ampliar su cobertura sobre el continente americano.
4 La firma TAI opera en la industria aeroespacial y de la defensa. La misma fue creada en 1984 entre el Estado turco y socios privados estadounidenses, y en 2005 se constituyó en una empresa enteramente pública bajo control de las fuerzas armadas y el Ministerio de Defensa de Turquía. Presenta como principal antecedente la fabricación de la plataforma de comunicaciones Türksat 6A, que contiene dos tipos de carga útil, uno para uso civil y el otro con fines militares.
A comienzos de 2002, en el marco de la crisis generada por la salida del modelo de la convertibilidad, el gobierno nacional decretó la emergencia sanitaria al constatarse un desabastecimiento de medicamentos y el cierre de clínicas y hospitales, quedando amplios segmentos de la población sin cobertura de salud. Para atender dicha emergencia, por un lado, se sancionó la Ley 25.649 que establecía la promoción de la utilización de medicamentos por su nombre genérico. De esta forma, se buscaba aumentar la competencia en el mercado de medicamentos y disminuir el predominio de la marca de los grandes laboratorios, lo que les permitía fijar precios de forma arbitraria. Y por el otro, se ponía en marcha el Programa Remediar, a través del cual, se estableció la provisión gratuita de medicamentos para aquellos sectores de la población sin cobertura médica, es decir, con necesidades de acceso a medicamentos esenciales insatisfechas, declarando a los medicamentos como un bien social (Zubeldía y Hurtado, 2019; Lugones y Lettieri, 2023).
Frente al desabastecimiento de medicamentos, se identificó la necesidad de impulsar la PPM y vacunas para atender la demanda de los programas de salud y sus efectores. Esto implicaba fortalecer las capacidades tecnológicas y productivas de los laboratorios públicos, los cuales mostraban fuertes heterogeneidades considerando las capacidades instaladas, fallas de coordinación, capacidad ociosa y la necesidad de implementar economías de escala para reducir los costos de producción (Apella, 2006). En esta dirección, en 2007 era creada la Red Nacional de Laboratorios Públicos Productores de Medicamentos que respondía a la propuesta elaborado por un grupo de laboratorios públicos y el Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI), que buscaban desarrollar capacidades de producción de principios activos de alta calidad y bajo costo.
La red se constituyó en una herramienta para centralizar las compras, mejorar la coordinación de la producción a nivel nacional y promover actividades de I+D en asociación con laboratorios e instituciones de investigación (Zubeldía y Hurtado, 2019). En 2008 sobre el diagnóstico del problema estructural que generaba el acceso a los medicamentos, se creó el Programa Nacional para la Producción Pública de Medicamentos, Vacunas y Productos Médicos. En la práctica, avanzó en incorporar como -a través del Plan Remediar- a los laboratorios públicos de producción y propuso generar una oferta de medicamentos y vacunas que, si bien no competía directamente con los laboratorios privados, podría actuar como formador de precios y alentar una baja en el precio final de los medicamentos. Por otro lado, los laboratorios públicos ofrecían al sistema de salud un precio menor que el ofertado por el mercado alentando una reducción en los costos de los programas de salud (Lugones y Lettieri, 2023).
Por otro lado, en el Plan Estratégico Industrial 2020 se fijó como objetivo triplicar la producción del sector de medicamentos, crear 40 mil puestos de trabajo y revertir el creciente déficit comercial del sector. Se reconoció que el Estado cumplía un rol preponderante como consumidor y regulador, pero que su presencia en el mercado en calidad de productor era reducida. Para revertir este último punto se propuso avanzar sobre una Ley de Producción Pública de medicamentos, vacunas y productos médicos y promover actividades públicas de I+D (Zubeldía y Hurtado, 2019). Sobre esta base, en 2011 era sancionada la Ley 26.688 que declaró como área estratégica la investigación y producción de medicamentos, vacunas y productos médicos, a partir del supuesto de que los medicamentos deben ser de acceso universal, es decir, como un complemento necesario para garantizar el derecho a la salud (Piñeiro, Zelaya y Chiarante, 2020). En esta dirección, los objetivos fueron los de impulsar: (i) el desarrollo tecnológico y productivo de laboratorios de producción pública y (ii) el desarrollo de líneas estratégicas de producción en los denominados medicamentos huérfanos.
A lo largo de este proceso maduró la idea de constituir al Estado en un actor relevante en la producción de medicamentos. Sin embargo, esto generó importantes resistencias de los grandes laboratorios que entendían que la producción pública competía directamente con el sector privado. Adicionalmente, la principal debilidad del sector público tuvo que ver con la importante heterogeneidad tecnológica y productiva de los laboratorios púbicos, y su impedimento para avanzar efectivamente en la oferta de medicamentos y vacunas (Lugones y Bidart, 2023).
Los atrasados y dificultades para avanzar en la aplicación de la Ley 26.668 condujo a que en 2014 se sancionara la Ley 27.133 de creación de la ANLAP, como organismo descentralizado bajo la órbita del Ministerio de Salud (MINSAL), entre cuyos objetivos se destacan otorgarle al Estado la capacidad para centralizar las compras y fijar precios de referencias mediante convenios con el MINSAL, el Programa de Atención Médica Integral (PAMI), el Consejo de Obras y Servicios Sociales Provinciales de la República Argentina (COSSPRA) y el Instituto Nacional Coordinador de Ablación e Implante (INCUCAI), es decir, articular a través de las compras del Estado la PPM con las demandas del sistema de salud (Lugones y Lettieri, 2023). Y por otro lado, mejorar la competitividad de la producción pública, lo que implicaba sostener y fomentar inversiones en I+D, infraestructura y equipamiento para universidades, institutos de investigación, laboratorios públicos de producción y la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (ANMAT).
En paralelo, desde diferentes organismos del SNCTI se impulsaron distintos programas orientados a la PPM. La Agencia I+D+i, a través del FONARSEC, realizó dos convocatorias (2013 y 2021) para el financiamiento de proyectos presentados por consorcios integrados por los laboratorios públicos de producción. La primera se enfocó en promover innovaciones incrementales para cubrir la demanda de medicamentos considerados críticos y/o huérfanos para el sistema de salud. Mientras que en la segunda se establecieron tres líneas prioritarias: (i) producción de vacunas para enfermedades de control estratégico, (ii) I+D de sueros antivenenos y antitoxinas y de medicamentos para enfermedades desatendidas y (iii) modernización tecnológica para escalado productivo y/o adecuación a estándares de calidad. Por su parte, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) estableció en 2015 entre sus temas estratégicos para el ingreso de investigadores: biosimilares y PPM. Producción de fármacos biosimilares, aprovechamiento de técnicas de ADN recombinantes y procesos biotecnológicos (Zubeldía y Hurtado, 2019; Lugones y Lettieri, 2023).
En el marco de la pandemia de COVID-19, se impulsaron mecanismos de compra pública de diferentes tecnológicas que se habían desarrollado a partir de financiamiento otorgado previamente a través de instrumentos como el FONAREC. Es decir, se buscó reorientar un conjunto de capacidades que se habían gestado de forma descentralizada para desarrollar kits de diagnóstico y vacunas (Verre et al., 2023; Cúneo, 2024a). Superada la crisis sanitaria, la ANLAP buscó retomar la estrategia orientada a desarrollar las capacidades del sistema público de producción de medicamentos, por ejemplo, inaugurando una planta de producción de principios activos para reducir el volumen de insumos farmacéuticos importados.
En 2006 era relanzado el plan nuclear al anunciarse (i) la finalización de la obra de la central de Atucha II (en 2013 se realizaron las pruebas de sincronización con la red eléctrica, entrando en operación comercial en 2015), (ii) la extensión de la vida útil de la central de Embalse (en 2019 se realizó la puesta a crítico y se obtuvo la licencia para reiniciar la operación comercial para su segundo ciclo de vida), (iii) avanzar en el desarrollo del CAREM y (iv) evaluar la factibilidad de incorporar una cuarta central. Este relanzamiento se produjo tras tres años de elevadas tasas de crecimiento económico que empujaron la demanda energética, generando un escenario de restricción en la oferta de energía, lo que impulsó la necesidad de fomentar inversiones para ampliar la capacidad de generación eléctrica (Rodríguez, 2020).
El proyecto CAREM se remonta a 1983 al proyectarse el concepto de un reactor de baja potencia (15Mw) para el suministro de electricidad a regiones aisladas, lo que dio lugar, en 1984, al contrato con la empresa INVAP para la ingeniería y construcción de instalaciones de soporte para el desarrollo del proyecto. En 1987 se realizó el estudio para una central de mediana potencia (380Mw) basada en un reactor de agua presurizada del tipo de recipiente a presión, con la posibilidad de configurarla para un reactor del tipo de tubo a presión, que pudiera utilizar diferentes tipos de combustibles (uranio natural, uranio ligeramente enriquecido y plutonio). En un mercado internacional deprimido por los elevados costos de instalación y una menor demanda producto del accidente de Chernobyl, el proyecto se ofrecía como una alternativa tecnológica orientada hacia países de menor desarrollo por su menor costo financiero, por su impacto sobre la industria local al requerir la fabricación de equipos más pequeños que pueden fabricarse en serie, por los menores gastos en diseño e ingeniería y por presentar una mayor flexibilidad y adaptación a redes de distribución eléctrica con capacidades limitadas para absorber energía adicional (González, et al., 1987; Zappino, 2023).
Durante las décadas de 1980 y 1990, dado el contexto presupuestario y macroeconómico vigente por aquellos años, INVAP -principal contratista de la CNEA para el desarrollo del proyecto hasta 1999- decidió concentrar sus esfuerzos al desarrollo y exportación de reactores multipropósito: el RP-10 (Perú), el NUR (Argelia) y el EETR (Egipto), lo que implicó importantes demoras en la ejecución del proyecto. No obstante, en 1997 se puso en marcha el RA-8, diseñado y construido para utilizarse como facilidad crítica para pruebas de diseño.5
A inicios del presente siglo, el proyecto comenzó a redefinirse al incorporarse la Argentina al GEN IV International Forum, llegando, finalmente, a 2006, momento en el cual el CAREM fue declarado de interés nacional (Decreto PEN 1.107/06), lo que dio lugar a la conformación de la Gerencia CAREM dentro de la estructura de la CNEA. Esto implicó alinear el desarrollo del sector nuclear argentino con las tendencias de la industria a nivel global, que desde principios del siglo XXI se centró en el diseño de pequeñas y mediadas centrales nucleares (SMR por sus siglas en inglés) como una opción técnica y económicamente viable para mitigar los efectos del cambio climático. En otros términos, se promueve el uso de la energía nuclear para promover la transición energética (CNEA, 2021; IAEA, 2022; Zappino, 2023).
En 2014 se inició la construcción del prototipo del CAREM de 32Mw (con la capacidad de abastecer de energía a una ciudad de 100.000 habitantes) en un predio lindante al de las centrales de Atucha I y II. La construcción del prototipo tiene por objetivo la validación del diseño y avanzar en el desarrollo de un modelo comercial, estableciéndose como meta que el 70% de los materiales, componentes y servicios sean provistos por empresas nacionales. De acuerdo a la planificación original, se estipulaba tener el prototipo operativo en 2019.
A lo largo de este proceso se estableció la utilización de combustible de uranio levemente enriquecido (entre el 1,8 y el 3,4%) y de agua liviana como refrigerante. Por otro lado, se avanzó en la ingeniería de diseño de un reactor autopresurizado integrando el circuito primario, los generadores de vapor y los mecanismos de control al recipiente de presión, la circulación del refrigerante por convección natural (sistema de seguridad pasivo), por lo cual no requiere de bombas de refrigeración, para una vida útil de 40 años. Asimismo, se avanzó en el desarrollo de los prototipos de los elementos combustibles y se propuso el diseño conceptual del “CAREM Comercial” o Central Nuclear CAREM-480, que se compone de cuatro módulos de 120 Mw cada uno, es decir una central multimodular que permitiría aprovechar economías de escala para bajar los costos de inversión de capital y operación al tener sistema compartidos, lo que a su vez, facilitaría la fabricación en serie de componentes (Delmastro et al., 2017; Zappino, 2023).
En paralelo al desarrollo del CAREM se iniciaron negociaciones con China para adquirir dos reactores de potencia por un costo total estimado de 14.5 mil millones de dólares. Uno del tipo CANDU, lo que permitiría aprovechar las capacidades instaladas en materia de combustibles y agua pesada existentes en el país.6 Y el segundo, un reactor de III generación HPR-1000, esto es, de uranio enriquecido y agua liviana. En 2014 se firmaron las cartas de intención y memorandos de entendimiento, los cuales con el cambio de gobierno a fines de 2015 fueron objeto de varias revisiones. Entre otros aspectos, se cuestionó que el proyecto demandaba una serie de modificaciones para que el reactor CANDU pudiera satisfacer los requerimientos de seguridad pos-Fukushima, lo que podría resultar en un incremento de 800 a 1000 millones sobre el costo original, resultando en un alto costo de capital del Mw instalado (Caro, 2023). Estos cuestionamientos llevaron a la revisión de los acuerdos alcanzados con China, lo que en la práctica implicó la suspensión del proyecto.
La potencial compra de dichos reactores estuvo atravesado por el interés de China en expandir su influencia en la región (así como el interés por incrementar su participación en el mercado nuclear como exportador de tecnología), lo que implicó, de acuerdo a Caro (2023), vincular el proyecto con otras negociaciones encaradas entre ambos países: un swap de monedas, la construcción de dos centrales hidroeléctricas y la instalación de una base de observación espacial en la región patagónica. En otros términos, la cooperación nuclear con China se produjo en el marco de una relación bilateral que se elevó al status de asociación estratégica en 2014 (Haro Sly, 2019), y que ha sido objeto de presiones internacionales, en particular de EE.UU. que pretende evitar el avance de China sobre la región, lo que se agrega a la presión ejercida –a través de diversos canales diplomáticos- para que Argentina desestime seguir avanzando en el desarrollo del CAREM (Blinder y Vila Seoane, 2023).
Según la CNEA, la energía nuclear, y en particular el CAREM, presentan para Argentina la oportunidad de: 1- posicionarse a nivel internacional como un país innovador en tecnología nuclear, e insertarse en el mercado mundial como exportador de tecnología, que colabore a reducir la restricción externa de la economía y favorecer el ingreso de divisas; 2- contribuir al proceso de descarbonización con una tecnología accesible económicamente que puede aprovecharse para la producción de calor, electricidad e hidrógeno sin emisiones de gases de efecto invernadero y 3- garantizar el acceso a la energía en regiones aisladas del sistema eléctrico (CNEA, 2021). De esta forma, se definió una estrategia orientada a adecuar el desarrollo de la industria nuclear nacional a las tendencias innovativas a nivel mundial, aprovechando las capacidades tecnológicas e industriales adquiridas en las etapas anteriores. En este marco, el déficit del sistema eléctrico, junto a la necesidad de impulsar el proceso de transición energética se visualizó como una ventana de oportunidad para legitimar la nucleoelectricidad como una opción tecnológica, económica y ambientalmente viable, con el potencial de apalancar el desarrollo de otros sectores productivos.
Por lo tanto, además de legitimar el programa nuclear al igual que en las décadas de 1960 y 1970, en función de su impacto en términos de diversificación de la matriz energética y en el desarrollo industrial, incorporó como elemento novedoso su contribución al proceso de transición energética, al definir a la energía nuclear como una fuente de generación “limpia y segura para el medioambiente”. En esta dirección, se afirmó que la energía nuclear podría complementarse con otras fuentes renovables considerando, por un lado, que las mismas no pueden cubrir todas las necesidades energéticas en un plazo de tiempo razonable para transicionar desde los combustibles fósiles hacia esas fuentes de energías. Y por el otro, que las energías renovables, por sus ciclos de funcionamiento e intermitencia, no garantizan la cantidad de energía necesaria en los momentos que necesita ser consumida (Zappino, 2023). Asimismo, ampliar la capacidad de generación de energía de base, incorporando al sistema 1200Mw de origen nuclear, permitiría reducir la demanda de combustibles fósiles y reemplazar sistemas de generación convencionales por otro no emisor.
De esta forma, se adoptó una visión del papel de la energía nuclear en el proceso de transición energética que retoma los principios emanados desde el Organismo Internacional de Energía Atómica (IAEA por sus siglas en ingles) y la industria nuclear a nivel mundial. Esto implicaba desarrollar de forma paralela la incorporación de nuevos reactores a gran escala para proveer energía de base y de SMR para complementar la oferta de energía a través de fuentes renovables (sistema de generación híbrido), y de esta forma, cumplir con las metas establecidas de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. Asimismo, esto permitiría contar con una tecnología capaz de ser exportada (en referencia al CAREM) y contribuir a la generación de divisas.
Por otro lado, a partir de 2016, la explotación de gas no convencional en Vaca Muerta (provincia de Neuquén) adquirió una creciente importancia para reducir el impacto negativo de las importaciones de gas de Bolivia sobre la balanza de pagos e incrementar los ingresos de dividas vía exportaciones. De allí que la política energética se constituyó en un problema de orden macroeconómico (Ceppi, 2022) que debilitó los esfuerzos dirigidos a una planificación integral de incorporación de nuevos equipamientos eléctricos tendientes a modificar la matriz de generación de electricidad.
5 En el RA-8 se realizaron estudio sobre el efecto de los venenos quemables (incluidos en las barras combustibles) en la reactividad del reactor, los coeficientes de seguridad y los límites de concentración de boro en el moderador. Ensayos destinados a verificar y ajustar los cálculos neutrónicos (Zappino, 2023).
6 Hacemos referencia a las facilidades industriales y al sistema de empresas asociadas a la CNEA, creadas entre mediados de la década de 1970 y la década de 1980, en el marco del proceso de construcción de las centrales nucleares de Atucha II y Embalse, ambas basadas en el uso de uranio natural como combustible y agua pesada como moderador.
De la descripción de los tres casos de políticas antes mencionadas, la dimensión social aparece claramente formulada en el caso 1 y 2. En ambos casos, se impulsó el desarrollo de diferentes soluciones tecnológicas –y de infraestructura asociada- orientadas a garantizar procesos de inclusión social y ampliación de la ciudadanía, en particular para aquellos sectores sociales más vulnerables por sus condiciones socio-económicas y/o ubicación geográfica en áreas de bajo nivel de desarrollo (internet a escuelas rurales y medicamentos para el programa Remediar). Por otro lado, la idea fue mejorar las condiciones de acceso a determinados bienes y servicios a un menor costo para promover mejoras en la calidad de vida del conjunto de la población.
La principal diferencia entre estos dos casos radicó en que, en el caso 2, la dimensión social apareció tempranamente en la agenda y se fue ampliando al definir a los medicamentos como un bien público y el derecho al acceso universal a la salud. Mientras que en el caso 1, esta dimensión emerge tardíamente en 2010 al definirse la conectividad como un mecanismo de inclusión social asociada a la noción de ciudadanía digital. Sin embargo, esto no implicó reconocer el servicio de internet como un servicio público. Por lo tanto, estas diferentes definiciones respecto al carácter público de los bienes y servicios involucrados impactó sobre la forma en que el Estado intervino sobre ambos sectores.
En el caso 3, la dimensión social se estructuró en torno a los objetivos de sostenibilidad ambiental y transición a un modelo energético más amigable con el medio ambiente a través de la reducción en el uso de los combustibles fósiles y su reemplazo por otras fuentes de energía.
Con respecto a la dimensión económica, esta aparece en los tres casos. En primer término, el objetivo de contribuir a la eliminación de la restricción externa de la economía a través del ahorro de dividas (por reducción de las importaciones y generación de bienes y servicios exportables). En segundo término, en particular en los casos 1 y 2, generar una oferta pública que contribuya a regular los precios de mercado, a través de precios testigo o estimulado un mayor número de oferentes incrementando una competencia que induzca precios a la baja. Este objetivo va ir adquiriendo mayor relevancia a partir de 2011 como mecanismo antinflacionario. Adicionalmente, se buscaba intervenir para modificar la estructura y funcionamiento del mercado de telecomunicaciones y servicios satelitales y del mercado de medicamentos, ambos caracterizados por un elevado grado de concentración en un número reducido de actores privados. Y en tercer término, para el caso 2, y en menor medida el caso 1, contribuir a una reducción del gasto público en la oferta de bienes y servicios de distintos programas sociales.
En relación a la dimensión industrial, esta aparece explícitamente formulada en los casos 1 y 3 en el sentido de: promover el desarrollo de actividades vinculadas a servicios satelitales, generación de una industria aeroespacial (diseño y fabricación de satélites y lanzadores de cargas útiles al espacio) y expandir la industria nuclear nacional (fabricación de insumos como agua pesada, elementos combustibles y pequeños y medianos reactores modulares). Adicionalmente, a través de proyectos de inversión intensivos en capital con una significativa demanda de componentes, inducir el desarrollo de capacidades tecno-productivas de las empresas proveedoras. En el caso 2, el objetivo era elevar las capacidades tecnológicas de los laboratorios públicos de producción, incrementar la escala de producción y mejorar sus estándares de calidad, en particular para la producción de medicamentos y vacunas de enfermedades huérfanas, esto es, desatendidas por el bajo nivel de rentabilidad que representan para los agentes privados. Finalmente, en el caso 3, a través de la ampliación de la nucleoeletricidad, se proponía como objetivo modificar la estructura de la matriz energética a través de la sustitución de combustibles fósiles por otras fuentes no emisores de gases de efecto invernadero, es decir, contribuir a la construcción de un sistema de generación híbrido que estimule una mayor adopción de energía renovables compensando sus intermitencias.
Finalmente, con respecto a la dimensión geopolítica, en los casos 1 y 3 se buscó insertar a la Argentina como proveedor de tecnologías de las que existen pocos proveedores en los mercados externos. Adicionalmente, contar con capacidades para diseñar y producir bienes y servicios complejos con tecnologías propias –satélites de telecomunicaciones, pequeños reactores modulares para generación eléctrica y vacunas- permitirían fortalecer la capacidad de decisión nacional y reducir la dependencia de las condiciones que imponen las principales potencias para acceder a dichos bienes y servicios. En esta dirección, en los tres casos, el desarrollo de diferentes tecnologías se visualizaron como herramientas para garantizar el ejercicio de la soberanía (comunicacional, sanitaria y energética); considerando la importancia de estos sectores en la construcción de posiciones dominantes en la división internacional del trabajo o las cadenas globales de valor; lo que fortaleció la justificación del papel central del Estado atendiendo a los costos y riesgos que implica el desarrollo de sectores capital-conocimiento intensivos (Mazzucato, 2013; 2021).
Las denominadas políticas orientadas por misiones se definen como un conjunto sistemático de acciones estatales transversales en torno a grandes proyectos tecnológicos de frontera que articulan redes de actores (públicos y privados) ordenados bajo una agenda de crecimiento y transformación productiva (Mazzucato, 2021; Cúneo, 2024a; 2024b). La construcción de dicha agenda, que implica definir a determinadas tecnologías como estratégicas, es resultado de un proceso complejo y dinámico, en el cual se van priorizando los diferentes impactos esperados. Estos se pueden agrupar en distintas dimensiones: (i) la económica (crecimiento económico, ingreso de divisas, generación de nuevos empleos, etc.); (ii) la industrial (desarrollo de nuevas actividades productivas y/o de servicios, sustitución de importaciones, generación de encadenamientos tecno-productivos, etc.); (iii) la geopolítica (modelo de inserción internacional del país, autonomía tecnológica, etc.) y (iv) la social (inclusión social, ampliación de la ciudadanía, acceso de la población a nuevos productos y/o servicios, etc.).
Entre 2006 y 2015 se puso en marcha un proceso de revalorización del rol del Estado como agente central para promover el desarrollo en diferentes sectores como la industria satelital, farmacéutica y nuclear que implicó la producción nacional de tecnologías a través de diferentes actores estatales: INVAP, ARSAT, laboratorios públicos de producción de medicamentos y CNEA, entre otros. Esta política planteó una ruptura respecto del proyecto impulsado en la década de 1990 basado en la iniciativa de actores privados a los cuales se le transfirieron diferentes segmentos de mercado a través de las medidas de liberalización económica y privatización de empresas públicas como ENTEL. Por el contrario, entre 2016 y 2019 se produjo un cambio sustancial en el modelo económico, dando lugar a un proceso de desregulación económica y reformulación del rol del Estado que derivó en la paralización de los proyectos en ejecución.
En primer término, se puede observar que los casos 1 y 3 son dos ejemplos de una política con un alto nivel de centralización en torno a empresas u organismos estatales (ARSAT y CNEA) en el diseño y desarrollo de las soluciones tecnológicas. En el caso 2, por el contrario, se inició como una política en la que intervinieron múltiples actores, y que frente a las dificultades de implementación, se buscó generar una instancia centralizada de coordinación mediante la creación de la ANLAP.
En segundo término, los tres casos constituyen ejemplos de diferentes políticas que se articularon en torno a un conjunto diverso de objetivos, los cuales se fueron proponiendo durante el proceso de implementación de las políticas. Hasta el 2015, la inclusión de nuevos objetivos vinculados a la inclusión social, el medio ambiente y el desarrollo tecno-productivo permitieron fortalecer la intervención del Estado en el desarrollo de los tres sectores involucrados. Sin embargo, este proceso de construcción de una agenda estratégica presentó una serie de limitaciones: fallas de coordinación entre diferentes esferas estatales, debilidad financiera para sostener el proceso de inversión, y a partir de 2016, se hizo evidente que los objetivos planteados no lograron constituirse en una agenda transversal que transcendiera las áreas involucradas, lo que afectó la capacidad de sostener en el tiempo el desarrollo de los proyectos, como pudo observarse con la suspensión del Plan Satelital Geoestacionario o las demoras incurridas en la construcción del CAREM.
En otros términos, si bien las tres políticas analizadas presentan objetivos comunes, esto no implicó una articulación ampliada como forma de sustento de una agenda estratégica orientada a promover un proceso de cambio estructural. Adicionalmente, la débil construcción de consensos transversales estuvo atravesada por la resistencia que presentaron otros actores, en particular las empresas privadas que dominan los mercados de telecomunicaciones y farmacéutico por un lado, y la coyuntura económica en el caso del sector energía, lo que dio lugar a priorizar la explotación de gas no convencional para mejorar el déficit de la balanza de pagos. Estas discontinuidades presentan como principal riesgo la dificultad de acumular capacidades tecnológicas y productivas.
En último término, las dificultades de articular y sostener una agenda estratégica en materia de desarrollo tecnológico y productivo, se tradujo en dificultades para gestionar las presiones del escenario internacional, y en consecuencia, la posibilidad de impulsar un sendero de desarrollo para alcanzar mayores grados de autonomía tecnológica.
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