Ética en investigaciones con seres humanos vulnerables en el marco de la Bioética. ¿Conocimientos para quién?
Ethics in research with vulnerable human beings in the framework of Bioethics. Knowledge for whom?
Cintia Daniela Rodríguez GaratEn el presente ensayo nos proponemos analizar el aspecto ético en las investigaciones con seres humanos vulnerables. Para ello, nos interesa comenzar describiendo el conocido caso de Tuskegee (Alabama), en el que 600 personas afroamericanas fueron inoculadas con sífilis 1. En particular, de este caso nos preocupa considerar la “doble vara” que le permitió a Estados Unidos ser, por un lado, garante del sostenimiento de escenarios aberrantes de experimentación con seres humanos mientras que, por otro lado, se convertía en uno de los países firmantes de los Tratados Internacionales que enmarcaban el respeto por la autonomía y el consentimiento informado de las personas en investigaciones clínicas y experimentales con el Código de Nüremberg 2 (1947). También nos interesa abordar las formas de engaño de las que fueron víctimas estas poblaciones, estrictamente por su condición de vulnerabilidad.
Así, desde el plano jurídico-normativo internacional, nacional y provincial, expondremos aquellos derechos fundamentales que debemos contemplar en el marco de toda investigación bioética con seres humanos. En concreto, en el plano nacional, analizaremos la Resolución 1480/11 del Ministerio de Salud de la Nación y la Disposición 6677/10 de la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología (A.N.M.A.T.) y en cuanto al encuadre jurídico provincial, nos referiremos a la Ley 11.044 de la provincia de Buenos Aires. Allí, nos centraremos no solo en los aspectos éticos que revisten este tipo de investigaciones, sino también en la importancia que adquiere el equilibrio en la distribución de cargas producidas en cada investigación particular para todas las partes implicadas.
Posteriormente, luego de describir y encuadrar los aspectos éticos y jurídico-normativos en el caso planteado, nos encaminamos a abordarlo desde una postura crítica que nos permita, en primera instancia, un análisis desde el principialismo formulado por Tom Beauchamp y James Childress. En este sentido, el propósito que perseguimos se centra en describir los principios de autonomía, beneficencia, no maleficencia y justicia para, posteriormente, evidenciar las formas de transgresión que se efectúan en el caso de Tuskegee de estos cuatro principios.
Finalmente, nos resulta sumamente importante considerar, además de los aspectos éticos generales en el marco de todas las investigaciones con personas, precisamente, las características concretas que asume este tema cuando las poblaciones participantes son consideradas “vulnerables”. De allí que, desde el enfoque conceptual de la “vulnerabilidad” desarrollado por Santi (2015), nos centraremos en la relevancia que adquiere entender la expresión de “persona vulnerable” en el marco de las investigaciones desde una semántica ontológica, enfatizando particularmente en la dinámica de toda relación asimétrica de poder. Finalmente, desarrollaremos ciertos miramientos a contemplar para realizar un análisis reflexivo sobre la necesidad de ponderar el respeto, y también, sobre la relevancia de crear una ética de la responsabilidad que responda a un enfoque centrado en la alteridad en toda investigación bioética con personas “vulnerabilizadas”.
1 La sífilis es causada por la bacteria Treponema pallidum. Actualmente, no quedan dudas de que la sífilis puede ser curada con antibióticos. Pero si no se trata, puede dar lugar a úlceras en el pene, el ano, la boca y la vagina. Además, con el transcurso del tiempo, también deriva en parálisis, ceguera, demencia y, finalmente, la muerte. El grupo en mayor riesgo de infección en la actualidad es el de los jóvenes de entre 15 y 24 años (OSPAT, 2018).
2 El Código de Nüremberg es el primer documento que plantea explícitamente la obligación de solicitar el consentimiento informado, como expresión de la autonomía del paciente. Asimismo, exige la cualificación del investigador, como garantía del proceso de investigación (Gallardo Miranda y Collado Torres, 2008).
Nos interesa comenzar delimitando el caso ocurrido en el experimento de Tuskegee, para poder, a continuación, no solo abordar el encuadre bioético-legal, sino también reflexionar acerca de las implicancias éticas que este estudio propició en las comunidades vulnerables en general y, en particular, en la desconfianza que esta experiencia generó sobre las investigaciones clínicas con seres humanos.
Así, hace cincuenta años que el New York Times y el Washington Star se hacían eco del conocido caso de Tuskegee y, de este modo, ponían fin al aberrante estudio clínico realizado a 600 personas afroamericanas de clase humilde, por el Servicio Público de Salud de los Estados Unidos. En este experimento, que tuvo una duración de cuarenta años (1932-1972), estas personas pertenecientes a la comunidad rural del Condado de Macon, localizada en el sur de los EEUU, fueron inoculadas con sífilis sin dar su consentimiento, ni ser informadas.
De esta manera inicia este estudio, que surge en el contexto de la Gran Depresión, a partir del engaño a una población vulnerable. Scaliter (2022) afirma que la información que se les proporcionó a los afroamericanos participantes del experimento se redujo a que estaban recibiendo tratamiento para la “mala sangre”, un término que abarcaba anemia, sífilis, fatiga y otras afecciones. Asimismo, a cambio de su participación, se les ofreció el costeo económico del tratamiento médico, el transporte gratuito a la clínica, las comidas y el seguro de sepelio en caso de fallecimiento.
El objetivo del experimento consistió en observar la progresión natural de las personas que padecían sífilis, si no se las trataba en los cuarenta años siguientes. En este sentido, es interesante resaltar que, en la década de 1930, la sífilis se había convertido en una epidemia en la zona rural sur de EEUU. Por ello, se crea un Programa en el Hospital Público de Tuskegee, que era el único centro sanitario al que solo asistían comunidades negras de la zona. Sumado a ello, se estimaba que el 35% de su población estaba infectada con sífilis (Scaliter, 2022). Entre sus pruebas, este experimento incluyó análisis de sangre, radiografías, punciones lumbares y autopsias de los sujetos (Scaliter, 2022).
Sin embargo, la reclusión de estas 600 personas para conformar la población necesaria para llevar a cabo el experimento no fue sencilla. Según señala Scaliter (2022), los participantes inicialmente manifestaban temor de ser incluidos en el programa, debido a que desconocían el objetivo de este experimento. Incluso, temían que el reclutamiento tuviese como finalidad reunirlos para el ejército. De modo que los responsables disiparon sus temores adoptando la estrategia de examinar también a mujeres y niños. Así, consiguieron seleccionar a “cuatrocientos hombres con sífilis y se estudió cómo evolucionaba la sífilis no tratada; (y) al mismo tiempo, se seleccionó otro grupo de hombres sanos para establecer correlaciones y comparaciones” (Domingo Moratalla, 2014). A todos los participantes que se alistaron, engañosamente, se les planteó que el tratamiento duraría solo seis meses.
A la gravedad de los datos expuestos, debemos añadirle los conflictos éticos que surgen no solo debido a las decisiones particulares de los responsables que sostienen el experimento, sino también a aquellos referidos a la negación de un tratamiento adecuado para la sífilis, debido a que este existía luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial. Un caso emblemático que expresa esta problemática ética de los responsables del experimento es encarnado por la enfermera Eunice Rivers, quien colaboró en el estudio aprovechándose de su común ascendencia con los afroamericanos reclutados para ganar su confianza y sostener el experimento durante las cuatro décadas que este perduró (Domingo Moratalla, 2014). Asimismo, entre las funciones que desempeñó la enfermera se encontró, además del convencimiento a varios trabajadores rurales para participar, el hecho de actuar como un enlace entre los médicos y estos sujetos de la investigación en el contexto del experimento (Bauso, 2022).
No obstante, algunos de los responsables del experimento se opusieron al trato que se les brindaba a los afroamericanos partícipes del estudio. En particular, como señala Bauso (2022), entre estos se encuentra el doctor Taliaferro Clark, que fue el fundador del proyecto y se vio moralmente obligado a renunciar un año después de ponerlo en marcha. Este alejamiento se debió a su descontento con respecto al manejo de los pacientes y la información. En este sentido, es interesante destacar que, “mientras los hombres negros morían, se quedaban ciegos o eran tomados por la demencia, los facultativos solo les daban placebos o suplementos minerales” (Bauso, 2022, p. 2).
Por otra parte, entre los aspectos éticamente cuestionables también nos encontramos con el acto de que no se diera a conocer a los reclutas el descubrimiento de la penicilina para el tratamiento de la enfermedad. Específicamente, porque este fármaco eludía, en parte, los inevitables conflictos concomitantes de la sífilis , es decir, el desarrollo de enfermedades multi-sistémicas, crónicas, dolorosas y fatales (Fundació Víctor Grífols, 2022). Justamente, la investigación continuó sin modificaciones, ni avances para la población partícipe del estudio, llegándose a publicar hasta quince estudios en diferentes revistas médicas de la época. Sumado a esto, Tobin (2022) señala que la gravedad de este asunto se encuentra en el respaldo internacional sobre el experimento, puesto que “ningún científico ni médico del mundo publicó un comentario o una crítica sobre la ética del experimento” (p. 1145).
Recién con la denuncia de Peter Buxtun, investigador de enfermedades venéreas del Servicio Público de Salud, quien probó la falta de ética del experimento ante el Centro de Control de Enfermedades (CDC), se dio de baja el Programa. Sin embargo, desde su primera denuncia en 1966, pasó un largo tiempo hasta que surtiera algún efecto en la continuidad del estudio. Para ello, se requirió que la prensa protagonizara la difusión del aberrante caso y sus terribles resultados. En este aspecto, solo quedaron vivas 74 personas, 28 murieron de sífilis, 100 más murieron de complicaciones relacionadas, 40 esposas fueron contagiadas y 19 niños nacieron con sífilis congénita (Cuerda-Galindoa et al., 2014).
Finalmente, luego del pedido de disculpas públicas del ex Presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton 4, los responsables fueron llevados a juicio y el servicio de salud aceptó pagar 10 millones de dólares a los centenares de damnificados, a sus hijos o a sus viudas (Scaliter, 2022). Así, los mencionados sucesos condujeron a la elaboración del Informe Belmont (Belmont Report) y al establecimiento del Consejo Nacional para la Investigación Humana (National Human Investigation Board), y los Comités de Ética de la Investigación (Institutional Review Boards) (Gamble, 1997). En efecto, a continuación, abordaremos algunos de los principales marcos jurídicos surgidos a partir del experimento de Tuskegee, con la finalidad de revisar el planteo ético que suscitan estas normativas como consideración inapelable en las investigaciones clínicas con seres humanos.
3 Más tarde se demostraría que sin el antibiótico (penicilina), la esperanza de vida de la persona infectada se reducía en un 20% (Beecher, 1966). Del mismo modo, en 1936, durante el estudio se comprobó que las complicaciones eran mucho más frecuentes en los infectados que en el grupo control, y diez años más tarde, resultó claro que la tasa de mortalidad era dos veces mayor en los pacientes infectados con sífilis (Brandt, 1978).
4 El 18 de mayo de 1997, Clinton brindó disculpas sin condicionamientos por lo que tuvieron que sufrir estas poblaciones en el experimento de Tuskegee, y afirmó que: “No se puede volver el tiempo atrás, deshacer lo hecho, pero sí se puede terminar con el silencio. Podemos dejar de mirar a otro lado”. Y dirigiéndose a los sobrevivientes presentes continuó: “Podemos, por fin, mirarlos a los ojos a ustedes y decirles, de parte del pueblo norteamericano, que lo que hizo el Gobierno fue vergonzoso y que lo sentimos profundamente” (Bauso, 2022, p. 3).
En este apartado nos interesa situar a la bioética como un campo de conocimientos que plantea un debate multidisciplinar y plural, a partir de la centralidad en los derechos humanos, y su consecuente sustanciación en documentos, que constituyen la base de las normativas que velan por estos derechos (Casado, 1996, en Busquets Surribas, 2017). Siguiendo a Casado (1996), Busquets Surribas (2017) afirma que “la bioética aúna el conocimiento científico-técnico, el conocimiento ético filosófico y el jurídico-político, estableciendo un diálogo y debate inter, intra y transdisciplinar” (p. 24). En este aspecto, consideramos que el enfoque jurídico-normativo adquiere un lugar central para el avance de la bioética, a partir de reconocer las transgresiones hacia los códigos éticos en las experimentaciones clínicas que involucran personas. Sobre este planteo, Tobin afirma que “la historia, aunque trata del pasado, es nuestra mejor defensa contra futuros errores y transgresiones” (2022, p. 1145).
Como es sabido, los crueles experimentos de Josef Mengele (y los médicos nazis) enfatizaron la toma de conciencia respecto a la importancia de regular las investigaciones con seres humanos. En ese caso, como en el presentado en este ensayo, la toma de conciencia fue casi inmediata (Bauso, 2022) y se puso de manifiesto la necesidad imperiosa de establecer pautas éticas en experimentación con individuos. De ahí que, como adelantamos, algunas de las consecuencias favorables que promovieron estos casos se vincularon con la posibilidad de dar origen a distintos marcos legales para poner freno al abuso y a la utilización de los sujetos de la investigación como “conejillos de india”. Así, además del Informe Belmont de 1979, el surgimiento del Consejo Nacional de Investigación en Humanos, y de los Consejos Institucionales de Revisión, actualmente, también se creó la Oficina de Protección en la Investigación Humana (Office for Human Research Protections, OHRP) dentro del HSS (U.S. Department of Health & Human Services) de los Estados Unidos.
Consecuentemente, el Informe Belmont, que precisamente fue creado para proteger a los seres humanos participantes de los ensayos biomédicos, establece una serie de regulaciones, basándose en principios bioéticos, y se posiciona como una de las principales guías que los investigadores emplean actualmente en los estudios clínicos (Fundació Víctor Grífols, 2022). De esta manera, respecto al marco bioético-legal, desde un primer momento se ponderaron las cuestiones vinculadas con el respeto por la autonomía de los sujetos de investigación y, en paralelo, se planteó la indispensabilidad del consentimiento informado, materializado en el Código de Nüremberg.
Posteriormente, en el año 1964, dos años después de prohibirse la talidomida 5, tal como señalan Gallardo Miranda y Collado Torres (2008), “la Asamblea Médica Mundial promulga la Declaración de Helsinki, como actualización de las normas éticas que deben guiar la experimentación con seres humanos” (p. 121). Este marco normativo será revisado y actualizado en periódicas asambleas “en 1975 (Tokio), 1983 (Venecia), 1989 (Hong Kong), 1996 (Somerset West, Sudáfrica), 2000 (Edimburgo) y 2002 en Washington” (Gallardo Miranda y Collado Torres, 2008, p. 121).
Sin embargo, al ponerse en evidencia que los abusos en investigación continuaron existiendo (Gamboa Pedraza, 2013), los requisitos esenciales incorporados posteriormente para las investigaciones clínicas, además del consentimiento informado, se centraron en criterios que aluden, en primer orden, al balance entre riesgo-beneficio favorable para el sujeto de la investigación; por otro lado, a la revisión y aprobación del protocolo de investigación por parte de un comité de ética independiente; y finalmente, a la preservación de la privacidad y confidencialidad de los datos personales de los sujetos. En particular, estos principios quedan plasmados en la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos (2005) 6.
En lo que atañe a los aspectos éticos de las experimentaciones con personas, el marco normativo nacional de Argentina crea, desde el Ministerio de Salud de la Nación, la Resolución 1480/2011 7, que diseña una Guía para Investigaciones con Seres Humanos basada en valores éticos fundados en el respeto por la dignidad de las personas, el bienestar y la integridad física y mental de quienes participan en investigaciones. Asimismo, con la intención de resguardar y proteger a estas personas participantes, estipula que dicha vigilancia será efectuada por los comités de ética en investigación, conformados de manera multidisciplinaria en el ámbito oficial jurisdiccional o en las instituciones.
Esta Guía se complementa con el Régimen de Buena Práctica Clínica para Estudios de Farmacología Clínica aprobado por la Disposición 6677/10 de la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología (A.N.M.A.T.). Con el objetivo de garantizar el máximo cumplimiento de las reglas establecidas, tanto nacionales como internacionales en materia de normas, valores éticos y jurídicos, esta Disposición concibe que en toda investigación clínica debe salvaguardarse, en primer orden, la dignidad de las personas intervinientes, asegurando sus derechos personalísimos, en especial, el respeto a la autonomía, su integridad física, psíquica y moral.
Del mismo modo, en la jurisdicción provincial de Buenos Aires, la Ley N° 11.044 8 establece que toda investigación que refiera al estudio de seres humanos deberá ajustarse a criterios de respeto de su dignidad y de protección de sus derechos y bienestar. Para ello, la investigación debe ser justificada en función de parámetros éticos y científicos. En este sentido, la norma provincial plantea que, en todos los casos que sea posible, toda investigación debe hallarse basada en experimentación previa de laboratorio, sobre animales u otros datos científicos. Es decir, para llegar al planteo de una investigación en seres humanos no debe resultar posible otro procedimiento alternativo.
Sumado a lo dicho, esta ley provincial determina distintos niveles de riesgo para las investigaciones sobre sujetos humanos. Entre las clasificaciones se encuentran aquellas que son: a) “sin riesgo”; b) De “mínimo riesgo”, a ser determinadas y especificadas como tales por la Comisión Conjunta de Investigación en Salud (CCIS) 9; y c) Investigaciones cuyo riesgo supere el mínimo establecido en b). En este sentido, la ley especifica que toda investigación sobre seres humanos será suspendida de inmediato cuando el responsable advierta la aparición de riesgos y/o daños derivados de la misma. Del mismo modo, la institución de salud en la cual se lleve a cabo la investigación será responsable de proveer los servicios de salud necesarios y suficientes para la reparación de cualquier daño derivado de la investigación, sin perjuicio de cualquier resarcimiento que proceda legalmente.
Evidentemente, resulta fundamental la expresión cabal de cuidado hacia el sujeto de la investigación, en su dignidad, autonomía y libertad de participación 10. Sin embargo, también es prioritario notar que, pese a estos avances en materia jurídica, el experimento de Tuskegee convivió con la creación del Código de Nüremberg y la Declaración de Helsinki (1964) de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Esta situación evidencia claramente el desinterés de los Estados Unidos sobre los compromisos internacionales asumidos, en tanto país firmante de diversos Tratados Internacionales sobre experimentación con seres humanos. Incluso, a pesar de que en 1964 la OMS obligó a que todos los experimentos con seres humanos tuviesen el consentimiento expreso de los participantes, este criterio no se revisó en el Experimento Tuskegee (Barnés, 2015). En efecto, si bien comprendemos la importancia de la existencia de los marcos jurídicos normativos para la regulación de las experimentaciones, no es menos relevante destacar que no resulta suficiente su existencia para el efectivo cumplimento de los derechos.
5 La talidomida es un fármaco desarrollado por la compañía farmacéutica alemana Grünenthal GmbH y comercializado de 1957 a 1963 como sedante y como calmante de las náuseas durante los tres primeros meses de embarazo, causando miles de casos de malformaciones congénitas. Entre las alteraciones más frecuentes producidas por este fármaco se encuentran: un incremento espectacular de niños nacidos con focomelia y otras alteraciones genéticas graves, como la ausencia o reducción de extremidades superiores e inferiores, malformaciones de órganos internos, alteraciones auriculares y visuales. La talidomida pertenece a una clase de medicamentos llamados agentes inmunomoduladores. Trata el mieloma múltiple reforzando el sistema inmunitario para combatir las células cancerosas. Actúa en el eritema nodoso leproso, bloqueando la acción de determinadas sustancias naturales que provocan inflamación (American Society of Health-System Pharmacists (2019).
6 En una búsqueda no exhaustiva de enumeración de los principios fundamentales de la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos, podemos encontrar la dignidad humana, los derechos humanos y las libertades fundamentales; como también la maximización de beneficios y minimización de efectos nocivos; el respeto por la autonomía y la responsabilidad individual; el consentimiento libre, expreso e informado, o bien, el consentimiento comunitario (revocable en todo momento), particularmente, en el caso de las comunidades indígenas. Además, el derecho a la información, como también a no saber; el respeto de la vulnerabilidad humana y la integridad personal; el respeto a la privacidad y confidencialidad; el almacenamiento de la información; la igualdad en derechos y dignidad, trato con justicia y equidad; el respeto de la diversidad cultural y del pluralismo; como también el aprovechamiento compartido de los beneficios (cooperación internacional); y, la protección de las generaciones futuras y el medioambiente. Por otra parte, desde esta Declaración, debe expresarse el conflicto de intereses por parte de los investigadores, como requisito científico y respaldado por protocolos de investigación (Comités de ética). Finalmente, a los Estados les corresponde la educación, la formación y la información pública sobre Bioética.
7 Con el artículo 2 de esta Resolución se crea el Registro Nacional de Investigaciones en Salud y se deroga la Resolución del Ministerio de Salud N° 102 del 2 de febrero de 2009, que creaba el Registro de Ensayos Clinicos en Seres Humanos.
8 La ley N° 11.044 de la provincia de Buenos Aires, en consonancia con la normativa internacional, afirma que los beneficios deben superar los riesgos posibles a sufrir. Por esto, es importante que el sujeto de la investigación esté en conocimiento de ello, y que queden expresados mediante instrumento público tanto los riesgos como el consentimiento. En este punto, el consentimiento escrito deberá explicitar la naturaleza de los procedimientos, los riesgos eventuales, la libre elección y la exclusión de toda forma de coerción hacia la persona del participante. En este aspecto, la identidad de estos sujetos deberá ser resguardada con carácter confidencial (podrán ser identificadas con su consentimiento expreso, mediante documento público). Asimismo, las investigaciones deben ser conducidas por investigadores responsables, al mismo tiempo que deben ser aprobadas por los Comités de Ética y de Investigación del Establecimiento. Otro aspecto interesante a considerar desde este marco provincial es que las experimentaciones deben ser autorizadas por la Institución de Salud en la cual se realice, y en los casos que esta Ley así lo establece, por el Ministerio de Salud.
9 La Comisión Conjunta de Investigación en Salud (CCIS) es un organismo creado por esta misma ley.
10 Según Domingo Moratalla “el consentimiento informado, la autonomía del paciente, la correcta información, etc., serán piezas clave de la experimentación con seres humanos posteriormente” (2014, p. 27).
En este apartado nos interesa reflexionar sobre el caso Tuskegee desde el enfoque del principialismo, formulado por Beauchamp y Childress en Principles of Biomedical (1979) 11. Para ello, partimos de la preeminencia que tienen los cuatro célebres principios, en el marco de la bioética y de la ética de la investigación. Concretamente, nos referimos a la “autonomía”, la “beneficencia”, la “no maleficencia” y la “justicia”.
De ahí que, prima facie, en el campo de la ética biomédica, la relevancia de estos principios radica en que se plantean como los requisitos ineludibles de toda investigación con seres humanos. En este aspecto, cuando planteamos el principio de “autonomía”, nos enfocamos en el respeto a las decisiones de los sujetos de investigación que se encuentran capacitados para dar consentimiento. Por ello, como acción autónoma, se espera una actuación intencionada, con conocimiento y sin influencias externas. De este modo, el “consentimiento informado plasma la autonomía y voluntariedad de los sujetos” (Gallardo Miranda y Collado Torres, 2008, p. 121). Incluso, según los autores, en caso de que los sujetos presenten discapacidad o sean niños, el consentimiento debe ser prestado por el tutor legal o autoridad competente.
Por su parte, el concepto “beneficencia” alude a la obligación moral que conlleva a la maximización de los beneficios de los sujetos de investigación participantes, y se vincula con el de “no maleficencia”, que busca la minimización de los riesgos de estos sujetos, priorizando sus intereses, y evitando así, los posibles daños. En este sentido, estos principios se traducen, como hemos notado en los marcos jurídico-normativos abordados, en la maximización de los beneficios y el acotamiento de los riesgos de cualquier investigación con personas. De modo que, como afirman Gallardo Miranda y Collado Torres, “estas deben conocer siempre los posibles riesgos que pueden sufrir” (2008, p. 121).
Finalmente, el principio de “justicia”, se enfoca en la distribución equitativa entre las cargas y los beneficios al participar en una investigación. En este sentido, Gallardo Miranda y Collado Torres señalan que debe darse una proporcionalidad entre los posibles beneficiados de la investigación y la vulnerabilidad, entendiendo la importancia de proteger, en particular, a las personas y/o colectivos vulnerables, como los “enfermos mentales, huérfanos, presos, colectivos de pobreza, etc.” (2008, p. 121).
Ahora bien, cuando reflexionamos sobre el caso Tuskegee desde el marco que ofrecen estos principios de Beauchamp y Childress, podemos entender que los vejámenes ocurridos en este estudio arrasaron con todo intento de encuadre ético mínimo. Puesto que, si bien es indiscutible que cuando comenzó la investigación no existían normativas que regularan la experimentación con seres humanos, no es menos cierto que a los pacientes en ningún momento se les informó de que participaban en un experimento que implicaba importantes riesgos para su salud (Fundació Víctor Grífols, 2022). Claramente, no se permitió que esta población decidiera de forma autónoma su colaboración con el estudio, puesto que fueron engañados en el reclutamiento y durante toda la experimentación. De modo que no solo no se buscó el mayor bien posible para los sujetos de la investigación, sino que también resulta claro que se aplicaron métodos maleficentes y dañinos. En este aspecto, el empleo de métodos dañinos con la población seleccionada encuentra fuerte resonancia en la enfática utilización racista que los investigadores hicieron de estos sujetos durante el estudio. Según afirma Barnés (2015), el doctor Oliver Wenger 12 felicitaba mediante correo a su compañero, el doctor Raymond Vonderlehr, “por su capacidad para engañar a los “negratas” (utilizaba el término nigger en su misiva)” (pp. 1-2).
Sumado a lo dicho, pensando en el principio de “justicia” propuesto por Beauchamp y Childress como requisito indispensable para toda investigación, resulta evidente que los responsables del estudio se aprovecharon de una comunidad vulnerable con el objetivo de mostrar, como observa Domingo Moratalla (2017), “si había diferencias fundamentales en la incidencia de la enfermedad con respecto a la población blanca” (p. 26). Incluso, según afirma el autor, los responsables del experimento sostenían la hipótesis de que la población afroamericana tenía una predisposición genética a este tipo de enfermedades de transmisión sexual. En este punto, más allá de la terrible impronta racista de la hipótesis sostenida, consideramos conveniente aproximarnos en el siguiente apartado a la delimitación conceptual del término “vulnerabilidad”, atendiendo específicamente a las consideraciones que la bioética y la ética de la investigación deben plantear en las investigaciones con seres humanos vulnerables.
11 “Hasta el momento, se han hecho seis ediciones: 1979, 1983, 1989, 1994, 2001 y 2009, con la particularidad de que, en las últimas ediciones, el libro ha sido reelaborado, reordenado y mejorado” (…). (Mir Tubau y Busquets Alibés, 2011, p. 1). Hay una traducción en castellano de la cuarta edición inglesa, denominada “Principios de Ética Biomédica”.
12 Oliver Wenger era director de la Clínica de Enfermedades Venéreas del PSH de Hot Springs, Arkansas. Este médico jugó un papel clave en el desarrollo inicial de los protocolos del estudio, y además continuó asesorando y asistiendo cuando se convirtió en un estudio observacional a largo plazo del no tratamiento.
Luego de haber analizado los hechos sucedidos en el marco del caso Tuskegee, y el consecuente marco jurídico producido para salvaguardar a las poblaciones que participan como sujetos de la investigación, nos interesa pensar acerca de los resguardos particulares que deben tomarse cuando los partícipes de un estudio clínico son personas vulnerables.
En este punto, nos parece relevante señalar que, desde el plexo jurídico-normativo, cuando nos referimos a poblaciones vulnerables nos referimos no solo a menores o personas con discapacidad mental, sino también a mujeres de edad fértil, mujeres embarazadas, mujeres en trabajo de parto o alumbramiento, puérperas, embriones, fetos y recién nacidos (Santi, 2015). También, como confirma Santi, deben ser incluidos en esta categoría los diversos grupos subordinados en los que sus decisiones quedan supeditadas a un tercero, como sucede con los estudiantes; los empleados de hospitales, de laboratorios y de otras instituciones públicas o privadas; o bien, las poblaciones carcelarias y los internados en centros de rehabilitación (Santi, 2015).
Sin embargo, la lista no se acaba aquí, puesto que, según tres de los principales documentos y guías éticas, como lo son el Informe Belmont (1979), la Declaración de Helsinki (2013) y las Pautas éticas de Council for International Organizations of Medical Sciences y la Organización Mundial de la Salud (CIOMS y OMS) (2002), nos encontramos con más de veinte grupos vulnerables distintos. Así, como afirma Santi, además de los grupos nombrados, también debemos pensar en los pacientes “terminales”, en las minorías étnicas, en las víctimas de violencia, en los refugiados, en las personas de bajos recursos económicos, entre tantas otras (Santi, 2015).
Claramente, si intentamos delimitar el concepto de “vulnerabilidad”, nos hallaremos frente a la ausencia de consensos sobre una definición unívoca del término. Primordialmente, si lo pensamos aplicado a los grupos o poblaciones participantes en estas investigaciones clínicas o experimentales. Sin embargo, según Santi, esta noción de “vulnerabilidad” es clave, tanto en el contexto de la bioética, como en el de la ética de la investigación desde hace más de treinta años (Santi, 2015).
Por ello, la autora propone una serie de definiciones que tienden a aproximarnos al sentido del término. Así, inicialmente se centra en la delimitación conceptual que ofrece la Real Academia Española (2001) sobre el concepto de “vulnerabilidad”, afirmando que “la calidad de ser vulnerable, implica que alguien `puede ser herido o recibir lesión, física o moralmente´” (Santi, 2015, p. 55). Sin embargo, entendiendo el grado de generalización de la definición, la autora avanza en una conceptualización más específica que incluya la relación entre este concepto y el de ética de la investigación, y lo define como: “[U]n grupo de personas que, en virtud de alguna característica que comparten, como la de poseer habilidades cognitivas limitadas o encontrarse en circunstancias sociales de desigualdad, merecen protección especial en el contexto de una investigación biomédica” (Santi, 2015, p. 55).
Es claro que, tanto en la ética de la investigación en ciencias sociales que desarrolla Santi (2015), como en la ética de la investigación biomédica (Luna, 2008; de Ortúzar, 2004), resulta central la preocupación por el bienestar de los participantes a través del análisis de los requerimientos éticos que deben contemplarse al realizar los diferentes tipos de investigaciones. En este sentido, cuando nos centramos en el planteo ético de las investigaciones enmarcadas en el ámbito de la bioética, el concepto de vulnerabilidad cobra un particular sentido. Por ello, Luna afirma que “las críticas a la vulnerabilidad aciertan en exigir un uso no vacuo del concepto” (2008, p. 5).
Luna desarrolla una serie de definiciones y conceptualizaciones sobre el término “vulnerabilidad” que permite un amplio abanico de posturas. En nuestro trabajo, asentimos a entender el concepto de vulnerabilidad “como la contraparte del poder, como la ausencia de poder”, entendiéndola en estrecha vinculación con las violaciones a los derechos humanos ocurridos en el caso del experimento Tuskegee que hemos desarrollado en este escrito. Esta propuesta es planteada por Zion, Gilliam y Loff que, como señala Luna, aunque continúan enfocándose en sub-poblaciones, “van un paso más allá en tanto reconocen la compleja red de relaciones que conforman la investigación médica” (2008, p. 6).
En este punto, coincidimos con el planteo de Luna cuando asegura que la noción de vulnerabilidad debe abordarse en relación a un “funcionamiento dinámico y relacional, y que esto determina tanto su alcance como las maneras de pensarlo o concebirlo” (2008, p. 7). En efecto, la autora considera que la vulnerabilidad debería ser pensada mediante la idea de capas, que “pueden superponerse y algunas pueden estar relacionadas con problemas del consentimiento informado, mientras que otras lo estarán con las circunstancias sociales” (Luna, 2008, p. 8). Evidentemente, la vulnerabilidad, en este caso, es definible según las condiciones concretas que atraviesa la persona o grupo determinado.
Por su parte, de Ortúzar, cuando delimita el concepto de vulnerabilidad, también establece que se trata de un concepto relacional, “al igual que las nociones de poder, libertad, y dependencia” (2004, p. 1). Consecuentemente, y haciendo foco en las condiciones históricas que consintieron el sometimiento de ciertas personas y grupos, la autora considera que:
toda referencia a la vulnerabilidad implica señalar tanto los mecanismos que son capaces de infringir daño a los otros, y en qué aspecto la persona resulta vulnerable. Pero también implica señalar en relación a quién la persona es vulnerable (quién infringe el daño sobre la persona) y, asimismo, quién puede proteger a la misma en contra de dicho daño” (Ortúzar, 2004, p. 1).
Incluso, para contrarrestar estas asimetrías de poder entre grupos, Ortúzar avanza hacia un planteo que defiende la relevancia de promover ciertas consideraciones de justicia cosmopolita, que apuesten a la exigencia de “redistribuir beneficios y cargas de la cooperación social en forma global, e impedir la creciente apropiación privada de bienes comunes” (Ortúzar, 2004, pp. 6-7).
Es evidente que cuando nos referimos a poblaciones vulnerables, debemos pensar el término en función a una relación dinámica vinculada a asimetrías históricas de poder y recursos, que propician un estado de situación desigual entre los grupos y personas. Por ello, concebimos que la demarcación conceptual del término “vulnerabilidad” nos posibilita pensar más adecuada y estratégicamente sobre las formas de respeto y protección a estos grupos en el contexto de las investigaciones biomédicas y sociales. En particular, siguiendo a Santi (2015), De Vries, DeBruin y Goodgame (2004), consideramos que identificar el tipo de vulnerabilidad o vulnerabilidades que padecen las poblaciones partícipes de los estudios clínicos o experimentales, permite pensar en “qué estrategias pueden implementarse para proteger a estas personas y grupos, y qué formas de promover la autonomía y el empoderamiento de las/os participantes pueden ser llevadas a cabo” (Santi, 2015, p. 70).
Por este motivo, cuando deliberamos acerca del caso de Tuskegee debemos entender que las vulnerabilidades a las que estaban expuestos estos cuatrocientos sujetos afroamericanos infectados con sífilis y los doscientos hombres sanos del grupo control, se sustanciaron no solo en el hecho de que, en su mayoría, eran analfabetos, sino también en la falta de recursos materiales, que permitieron inclinar la balanza en la elección de estas poblaciones por participar, para obtener pequeñas ventajas materiales, aunque en ningún caso se incluía el tratamiento de la sífilis (Fundació Víctor Grífols, 2022).
Por ello, pensamos que la responsabilidad ética que asumen los investigadores no puede escapar a la necesidad de construir una conciencia crítica y respetuosa del participante de la investigación. En este sentido, Tobin plantea que no existe regulación posible de investigación que sustituya a la conciencia del investigador. De ahí que, el autor enfatiza que hay tres lecciones centrales del Estudio Tuskegee para los investigadores, que pueden reducirse a “la importancia de hacer una pausa y examinar la propia conciencia, tener el coraje de hablar y, sobre todo, la fuerza de voluntad para actuar" (Scaliter, 2022, parr. 11).
La adopción de un posicionamiento respetuoso de la dignidad humana, los derechos humanos y la libertad de consentir del sujeto participante es fundamental en toda experimentación, puesto que la investigación es imprescindible para el avance del conocimiento. Sin embargo, es evidente que este fin no justifica el empleo de cualquier medio. Por ello, es sumamente relevante establecer una base mínima de equilibrio entre la protección brindada a los grupos vulnerables y el respeto de su voluntad por participar o no de una investigación (Santi, 2015). En este aspecto, Santi manifiesta que “considerar que una persona es vulnerable y debe ser protegida no implica necesariamente que se subestime su agencia moral y su capacidad para enfrentar situaciones complejas” (2015, p. 71). Por ello, coincidimos con el planteo de la autora, cuando afirma que el objetivo en el reclutamiento de participantes en una investigación se centra, por un lado, en la búsqueda de un equilibrio entre el respeto y la protección de estas personas y grupos y, por otro lado, en el compromiso y la necesidad de realizar investigaciones para conocer más sobre ellos y para poder colaborar en su empoderamiento.
En efecto, entendemos que, como señala Folgarait (2021), es primordial garantizar la confianza en las soluciones que pueden aportar la medicina y las investigaciones científicas. Por ello, como afirma la autora, es imprescindible que, en primer lugar, los ensayos de medicamentos y vacunas se realicen con transparencia, y los resultados se pongan prontamente a disposición del público. Pero también, como afirma Tobin, es imprescindible que los médicos revisen sus propias prácticas a la luz de una ética de la responsabilidad, con la finalidad de estar atentos y poder alertar a sus colegas y a la sociedad en general cuando se cruce un límite en la dignidad humana, fundamentalmente cuando los participantes de la investigación son poblaciones vulnerables, puesto que presentan mayores posibilidades de ser engañados (2022).
En este breve ensayo nos hemos propuesto analizar el experimento de Tuskegee desde una postura crítica, enfocada en tres perspectivas bioéticas. En primer lugar, desde el plano jurídico-normativo abordamos distintos encuadres internacionales, nacionales y provinciales, haciendo especial hincapié en las pautas éticas que estos formulan y concluimos que, si bien es sumamente importante la existencia de los marcos jurídicos normativos para la regulación de las experimentaciones, no es menos relevante destacar que no resulta suficiente su existencia para el efectivo cumplimento de los derechos.
Por otra parte, analizamos el nombrado experimento desde el principialismo formulado por Tom Beauchamp y James Childress y, desde este marco conceptual, asistimos a las transgresiones de los principios de autonomía, beneficencia, no maleficencia y justicia en el caso Tuskegee. En este punto, nos pareció importante comprender que parte de las repercusiones de estos abusos, aún en la actualidad, se cristalizan en la falta de credibilidad y confianza de las poblaciones sobre los estudios clínicos y los tratamientos médicos. Un dato interesante sobre este aspecto se vincula con la baja de controles médicos y la caída en los tests para diagnosticar sífilis durante la pandemia en la Argentina (Folgarait, 2021).
Finalmente, desde el enfoque conceptual de la “vulnerabilidad”, nos preocupó poner en cuestión las variables que se ponen en juego cuando las poblaciones vulnerables deciden participar de las investigaciones clínicas. En este punto, es relevante atender no solo a un equilibrio entre el respeto y la protección de estas personas y grupos, sino también, al sostenimiento del compromiso y la necesidad de realizar investigaciones para conocer más sobre ellos y para poder colaborar en su empoderamiento. Pensamos que, en el seno de toda investigación bioética con personas vulnerables, es prioritario ponderar el respeto, y del mismo modo, crear una ética de la responsabilidad que responda a la alteridad.
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