Patriarcado y Masculinidades. La deconstrucción como tarea de re-construcción de un orden social otro
Patriarchy and Masculinities. Deconstruction as a task of reconstruction of a social order
Aldo Sebastián Vergara DuveauxEn la primera marcha del “Ni una menos”1 el 3 de junio de 2015 en Catamarca (Argentina) los comentarios, durante y después de la marcha, coincidían en que no se había visto tanta cantidad de personas y de tan diferentes extractos y condiciones, desde las últimas marchas del silencio.2 Algo estaba cambiando y de manera radical y vertiginosa. A partir de esto, como varones integrantes de diversos espacios de militancia social, política y cultural, empezamos a intentar generar espacios propios de reflexión sobre nuestro papel en toda esta lucha en contra de la violencia patriarcal. Dichos espacios, esporádicos y casi siempre en paralelo a las actividades y convocatorias feministas en torno al 8 de marzo (día de la mujer) o 3 de junio (Ni una menos) siguen siendo intentos parciales, precarios, oscilantes, pero que me sirvieron de base para poner en palabras algunas de las tantas interpelaciones del movimiento feminista en este tiempo y en estos territorios.
Si como varones cis-heterosexuales escribimos sobre género y violencias, sobre machismo y patriarcado es, entre otras cosas, porque de alguna manera buscamos hacernos cargo de las interpelaciones de nuestras compañeras y de las diversas luchas del amplio campo del movimiento feminista en este tiempo (próximos a ingresar en la segunda década del siglo xxi) y en estas geografías (Abya Yala) en las que intentamxs3 habitar de manera cada vez más humana y armónicamente posible los espacios-tiempos que nos toca transitar. Y porque de alguna manera somos capaces de reconocer el peso de esa ley patriarcal que nos rige y nos impone la obligación de renovar su validez diariamente si queremos ser parte de esta sociedad heteropatriarcal. Creemos, siguiendo a Pecheny (2008), que es posible hacer investigación social comprometida y apasionada en tanto evidenciemos los lugares de enunciación desde el cual lo hacemos.
De esta manera, buscamos comprender qué responsabilidad como varones cis-heterosexuales nos toca asumir en esta coyuntura actual y en este movimiento de lucha en contra del patriarcado, más allá de la tarea de “deconstrucción” que muchas veces no sé4 si terminamos de entender de qué se trata. Quizás mi intención en este trabajo es justamente desentrañar o intentar profundizar qué sentidos se juegan detrás de este propósito: ¿Cuáles son las implicancias concretas de la deconstrucción patriarcal? ¿Cuáles son las demandas de dicha tarea en esta hora histórica? ¿Qué nos están diciendo las compañeras con sus reclamos, movilizaciones, consignas, exigencias, a quienes nos consideramos varones no-violentos? En definitiva, quienes se sienten interpelados por el feminismo ¿Por dónde empezamos la tarea? Y por otro lado ¿Qué hacemos con los congéneres que aún no se dan por aludidos? Estas y otras preguntas atraviesan el presente escrito y de alguna manera es un intento por darles/me respuesta.
Para ello iniciamos este trabajo caracterizando aquello que llamamos orden patriarcal haciendo eje en la violencia moral o simbólica como elemento estructurante del lazo social siguiendo los aportes de Rita Segato. A continuación intentamos caracterizar el orden social dominante en tanto orden patriarcal siguiendo sobre todo a Heritier. Luego exploramos las dinámicas de configuración de las masculinidades hegemónicas que genera el orden patriarcal y sus posibles implicancias subjetivas y políticas haciendo referencia a algunas realidades sociales concretas. Finalmente intentamos abrir horizontes desafiantes para quienes habitamos la identidad sexo-genérica dominante en el sistema patriarcal imperante.
1 Al respecto puede indicarse que: “…es un grito colectivo contra la violencia machista. Surgió de la necesidad de decir “basta de femicidios”, porque en Argentina cada 30 horas asesinan a una mujer sólo por ser mujer. La convocatoria nació de un grupo de periodistas, activistas, artistas, pero creció cuando la sociedad la hizo suya y la convirtió en una campaña colectiva.” Extraído de https://niunamenos.com.ar/
2Las “marchas del silencio” fueron movilizaciones que se dieron en la provincia de Catamarca (Argentina) en reclamo por el esclarecimiento y justicia del crimen de María Soledad Morales, un crimen que hoy podríamos denominar como uno de los feminicidios más emblemáticos de la historia del país e incluso de la región, tanto por la saña y la crueldad ejercidas sobre su cuerpo, como por las complicidades y los vínculos con fuertes sectores del poder político y empresarial involucrados en el crimen y en su encubrimiento.
3Utilizaremos alternativa y aleatoriamente la “o”, la “a”, la “x” o la “e” a fin de generar disrupciones imprevistas en el uso del lenguaje como parte de la disputa contra el lenguaje sexista y por considerar que cualquier método de los que se van gestando, tanto en la escritura académica como fuera de ella,es útil a dichos fines y no afecta en nada el rigor o la claridad de las ideas o planteos acá expuestos. El uso aleatorio de estos modos es una forma de evitar que la uniformalización derive en nuevas formas de normalización.
4Utilizamos alternativa y aleatoriamente la primera persona del singular y la tercera persona del plural para dar cuenta que esta construcción teórica es fruto de un razonamiento tanto personal como colectivo y forma parte de un proceso de construcción-deconstrucción política de mi/nuestras subjetividad/es.
La crueldad que se ensaña con los cuerpos de las mujeres y otras identidades sexuales no hegemónicas parece ir cada día en aumento. A pesar de las conquistas de los últimos años, la violencia machista y la misoginia parecen no poder detenerse (ver, entre otras, Segato, 2014). De alguna manera esto nos impone ahondar en la genealogía de este sistema patriarcal para intentar abordar el problema desde sus raíces. Y comprender sus dinámicas más profundas e invisibles que garantizan su supervivencia y reproducción. En este sentido Rita Segato (2010) sostiene:
Si hay algo de artificioso e ilegítimo en el orden patriarcal (…) es precisamente la maniobra que instaura su ley. Esta ilegitimidad originaria produce que, inevitablemente, los votos de obediencia a esa ley y al orden que ella establece deban renovarse diariamente (p. 105).
El sistema, por lo tanto, se sostiene y subsiste debido a diversos grados y modalidades de violencias cotidianas. Es una dinámica intrínsecamente violenta que estructura nuestra vida en sociedad desde sus orígenes. Por tanto, muy probablemente, esta violencia adquiera cada día nuevas modalidades y expresiones ya que se reconfigura constantemente, no sólo de acuerdo a las condiciones económicas, políticas, sociales y culturales sino sobre todo, por la resistencia que van generando las mujeres y otras identidades sexo-genéricas subalternizadas.
Caer en la cuenta de esto nos impone a los varones cis-heterosexuales, en tanto identidad sexual hegemónica, una obligación ético-política irrenunciable, aún incluso a aquellos que nos consideramos varones “en proceso de deconstrucción”: reconocer que nuestra supuesta neutralidad o pretendida pasividad es un imposible, una opción inviable, ya que el “no hacer nada” es directamente funcional a la reproducción de la violencia. Aún más, en este momento histórico, es la mejor garantía de su supervivencia, porque como veremos, la violencia patriarcal se alimenta de una violencia simbólica cotidiana que la mayoría de nosotros somos incapaces de percibir y reconocer, aún a pesar de todos los esfuerzos de las compañeras por visibilizar y desnaturalizar las múltiples violencias.
Por lo tanto, tampoco alcanza con la simple autorreflexión o examen de conciencia. Eso es importante, pero insuficiente. Es el primer paso, básico e ineludible: intentar reconocer de qué manera concreta se manifiesta la violencia patriarcal en mis propias conductas. Pero incluso para que esto resulte efectivo, es imperioso ir más allá de lo meramente individual. Entre otras cosas, debido a que:
(…) el mantenimiento de esa ley dependerá de la repetición diaria, velada o manifiesta, de dosis homeopáticas pero reconocibles de la violencia instauradora. Cuanto más disimulada y sutil sea esta violencia, mayor será su eficiencia para mantener despierta y clara la memoria de la regla impuesta y, al mismo tiempo, podrá preservar en el olvido el carácter arbitrario y poco elegante de la violencia fundadora así como los placeres propios del mundo que ella negó.
Se diseña así el universo amplio y difuso de la violencia psicológica, que preferiré llamar aquí “violencia moral”, y que denomina al conjunto de mecanismos legitimados por la costumbre para garantizar el mantenimiento de los status relativos entre los términos de género (Segato, 2010, p.105).
Esta “violencia invisible” es la que, según Rita Segato (2010), le permite al sistema patriarcal sobrevivir y reproducirse a pesar del gran avance conquistado por las luchas feministas a lo largo de la historia. Hay, entonces, toda una tarea personal, pero además colectiva por realizar, a fin de generar no sólo procesos de “deconstrucción” sino de construcción de nuevas formas de relacionalidad entre nosotres, por fuera del mandato de género que impone jerarquización, subordinación y violencia material y simbólica entre nosotres. Y en esto, es sumamente relevante pensar en (y al mismo tiempo más allá de) las violencias materiales y simbólicas cotidianas en relación con las mujeres y todas las identidades sexo-genéricas disidentes. Para ello, es imperioso incorporar una nueva mirada sobre las masculinidades que nos permitan cuestionar los estereotipos de la masculinidad hegemónica a fin de construir otras formas de ser varón. Esto implica el desafío de propiciar nuevos procesos e instancias de subjetivación contrahegemónicas a la masculinidad dominante.
La asimetría y la desigualdad de género, al decir de Heritier (2007), aunque basada en la diferencia biológica, no es un efecto de la naturaleza. En sus propios términos:
(…) fue instaurada por la simbolización desde tiempos inmemoriales de la especie humana, a partir de la observación y de la interpretación de hechos biológicos notables. Esta simbolización es fundadora del orden social y de las discrepancias mentales que siguen vigentes, aún en las sociedades más desarrolladas. Es una visión muy arcaica que, sin embargo, no es inalterable (p. 15).
Si esta categorización de género ha devenido en la estructuración de una sociedad dual que enaltece la masculinidad (o, más bien, cierto estereotipo de masculinidad) por sobre la femineidad, esta sería en sí la violencia fundante del orden social de la que habla Rita Segato (2010) y que permea y legitima todas las sucesivas violencias, logrando un grado de naturalización e invisibilización que permiten su reproducción y supervivencia al ir estructurando todas las tramas de nuestra vida en sociedad.
En el marco de los estudios de Levis-Strauss (1956), Francoise Heritier (2007) identifica la ley universal de prohibición del incesto como un pacto originario fundante de la valencia diferencial de los sexos. Esta ley nace como una renuncia de los hombres de un determinado grupo humano a usar sexualmente a sus hijas o hermanas al sólo efecto y en razón de la necesidad de acordar con otros hombres un intercambio por otras mujeres de otros grupos, estableciendo así las premisas de la vida social pacífica y regulada. En su texto “La familia” de 1956, Levis-Strauss afirma:
(…) nunca se insistirá lo suficiente en el hecho de que si la organización social tuvo un principio, éste sólo pudo haber consistido en la prohibición del incesto; esto se explica por el hecho de que, como hemos mostrado, la prohibición del incesto no es más que una suerte de remodelamiento de las condiciones biológicas del apareamiento y de la procreación (que no conocen reglas, como puede verse observando la vida animal) que las compele a perpetuarse únicamente en un marco artificial de tabúes y obligaciones. Es allí, y sólo allí, que hallamos un pasaje de la naturaleza a la cultura, de la vida animal a la vida humana, y que podemos comprender la verdadera esencia de su articulación (p.16).
Será sobre la base de estos estudios y reflexiones que Heritier (2007) concluirá: “Por lo tanto, la valencia diferencial de los sexos está presente en el origen mismo de lo social” (p. 18). Sin este enlace, dirá esta autora, las otras condiciones de lo social no habrían podido instaurarse.
Pero es necesario precisar la forma en la que se configura la valencia diferencial de los sexos desde su origen: se trata de lo que en términos actuales calificaríamos como una clara instrumentalización del cuerpo femenino, una expropiación de su autonomía personal y una denegación de su capacidad de decidir sobre su cuerpo/vida en la raíz misma del orden social. De lo dicho se deriva que el cuerpo femenino en tanto mera mercancía intercambiable es el objeto simbólico que permite el lazo social. Sin cosificación/instrumentalización del cuerpo femenino, sin acto de dominación sobre su corporalidad, no habría convivencia social posible.
Si en este acto radica el origen de lo social, los actos de dominación sobre el cuerpo femenino son algo necesario e imprescindible. Detrás de este supuesto se construye y se estructura toda una masculinidad que permite comprender mucho de la subjetividad de los varones y, por consiguiente, de la naturalización de determinadas formas de relaciones intersubjetivas que entablamos como seres humanos. A partir de esto, al utilizar nociones como “orden”, “paz social”, “moral pública”, “bien común”, entre otras, deberíamos al menos reconocer la influencia que sobre las mismas genera esta pre-historia del orden social primigenio. En principio, diríamos que al menos pierden bastante su abstracción así como el velo de ingenuidad y valencia positiva universal con que las asumimos.
Incluso la estructuración del deseo en la subjetividad masculina resultaría casi incomprensible sin el reconocimiento de este “origen de lo social” del que nos habla Heritier (2007). En este sentido la denominada ley de prohibición del incesto, al decir ´no´ al incesto, está diciendo al mismo tiempo sí a otras cosas: sí a la cosificación/mercantilización del cuerpo femenino por parte del varón, sí a su utilización/reducción a mera mercancía. Las implicancias y derivaciones de esto, se evidencian, por ejemplo, en el nivel de crueldad de la violencia sobre los cuerpos feminizados que constatamos en la actualidad.
De las múltiples violencias que derivan de esta hipótesis, una en la que se detiene con particular interés la autora citada es en la subalternización del rol de la mujer en la procreación. A pesar de considerar a las mujeres como algo muy preciado para garantizar la supervivencia del grupo, el rol preponderante lo tenía el varón. La mujer era considerada simple continente o recipiente del nuevo ser, siendo el esperma del varón –al decir de Aristóteles- el que aportaba la vida, el aliento, el espíritu, la forma humana, la identidad, los valores nobles y opuestos a la opaca materia femenina indiferenciada (Heritier, 2007, p. 20)
Estas afirmaciones, a la luz del debate actual en torno a la legalización y despenalización del aborto, adquieren una vigencia y una relevancia insoslayables. Sobre este punto Heritier (2007) afirmará:
La importancia y la cuasi universalidad de estas representaciones que despojan a las mujeres de su fecundidad animal demostraban con claridad que el motor de la jerarquía se hallaba allí: en la apropiación de la fecundidad y en su reparto entre los hombres (p. 20).
En el reciente debate que se dio en nuestro país a favor de la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo por parte de toda persona gestante5, la polarización de las posiciones parecía desbordar los límites de una discusión que en sentido estricto correspondería a un tema de salud pública. Consideraciones de carácter ético, moral, filosófico, teológico, jurídico, sociales, culturales y hasta económicos se esgrimían a fin de intentar avanzar o detener el proyecto de ley de interrupción voluntaria del embarazo. Luego de haber concluido dicho debate que finalmente rechazó el proyecto, queda en evidencia no solo la fragmentación social que generó la discusión pública del tema, sino la imposibilidad de comprender a fondo por qué dividió y antagonizó tanto a la sociedad.
Los planteos de Heritier (2007) quizás nos pueden ayudar a pensar las derivaciones que conllevan los actos de reivindicación de la autonomía de la mujer sobre su cuerpo y por qué es tan difícil intentar cuestionar la expropiación ancestral del cuerpo femenino que estructura nuestros regímenes patriarcales. Sus planteos nos evidencian cómo “lo social” se configura a partir de dicha expropiación y, por lo tanto, la “defensa de la vida” es una bandera que incluso otras mujeres se sienten compelidas a enarbolar oponiéndose a la legalización del aborto, por considerar que la misma –en tanto acto de reapropiación de sus cuerpos- conmueve los cimientos sociales sobre los que se sostiene toda vida.
5Desde el mes de marzo hasta el mes de agosto del 2018 en Argentina se desarrolló un intenso debate parlamentario en torno al proyecto de ley de interrupción voluntaria del embarazo que excedió los marcos de la política institucionalizada para colarse en todo el entramado social. Por ello, a pesar que finalmente el proyecto no fue aprobado, la sensación del campo feminista en general, es que el estado de la cuestión a nivel de conciencia social sobre la problemática del aborto clandestino se ha modificado sustancialmente, sobre todo en relación a las nuevas generaciones de jóvenes que se movilizaron masivamente en las diversas jornadas y convocatorias públicas para apoyar la sanción de la ley.
Quienes se oponen al aborto legal seguro y gratuito parecen interesarse más por la vida de les no nacides que por las personas ya nacidas. Pero en realidad, en línea con nuestro planteo, estarían defendiendo no sólo la vida de los no nacidos, sino sobre todo la de los ya nacidos cuya vida se siente amenazada, al ser cuestionado el orden social en su conjunto, cimentado, sostenido y garantizado por la violencia patriarcal expropiatoria originaria.
Así, quienes propician mayores derechos de autonomía sobre el cuerpo de las mujeres son peligrosxs, por poner en riesgo los orígenes, las bases mismas de la vida, pero no en tanto ataque directo al proceso biológico –aspecto que parece elevarse como el valor absoluto- sino más bien a las condiciones de posibilidad de carácter social y político que la hacen viable. Es por esto que no resulta llamativo que muchas veces sean otras mujeres quienes encabecen estos espacios o se movilicen defendiendo el orden patriarcal. Es que es este “orden vital” el que se pone en crisis por parte de los feminismos cada vez que reclaman el derecho de decidir sobre su propio cuerpo, generando angustia y zozobra tanto en varones como en mujeres y en otras identidades disidentes. Un efecto simbólico similar tiene el cuestionamiento a cualquier autoridad, lugar de privilegio, decisión o poder masculino, por eso no resulta nada extraño ni anómalo los casos de posturas sexistas por parte de quienes se identifican con una identidad sexo-genérica no hegemónica. Y esto queda en evidencia en las manifestaciones públicas de diversas identidades sexo-genéricas en contra del aborto, pero también en contra de la educación sexual integral6o en contra de cualquier otra iniciativa que propicie mayor autonomía del cuerpo femenino.
Heritier (2007) lo dirá expresamente:
¿Cuál es entonces la palanca lo suficientemente fuerte para salir de este engranaje? La conclusión se impone rápidamente. Si las mujeres han sido puestas bajo tutela y privadas de su estatuto de personas jurídicamente autónomas -que es el de los hombres—, para ser confinadas en un estatuto impuesto de reproductoras, sólo devolviéndoles la libertad en este terreno ellas podrán obtener al mismo tiempo dignidad y autonomía. El derecho a la anticoncepción, con todo lo que implica disponer de su cuerpo -consentimiento, derecho de elegir su cónyuge, derecho al divorcio regulado por ley y no por el simple repudio, prohibición de dar en matrimonio a las prepúberes, etc.-, constituye la palanca esencial porque actúa en el corazón mismo de la dominación. Es el primer paso: el resto, por necesario y significativo que sea -la reivindicación de la paridad política, la igualdad en el acceso a la enseñanza, la igualdad profesional, salarial y de promoción laboral, el respeto por sus pensamientos y sus costumbres, la distribución de tareas, etc.-, no puede tener un efecto significativo y duradero si este primer paso no es dado por todas las mujeres (p. 25).
Esta última frase me obliga a volver a la pregunta de la introducción que de alguna manera recorre todo este texto ¿Y nosotros? ¿Qué tenemos que hacer? Como varones ¿cuál es nuestro rol en esta lucha por la emancipación y la transformación de este orden social patriarcal y por tanto, violento, injusto y desigual? Si un primer paso es desnaturalizar las violencias que impone la jerarquía de género, un segundo paso, casi simultáneo e imprescindible, es generar pactos de otro tipo con nuestros congéneres.
Si todo orden social se basa en pactos y acuerdos, hay algunos que sólo garantizan y reproducen la dominación de unos, mientras se instrumentaliza o se sacrifica a otras. Es necesario reconocer qué dinámicas sociales reactualizan aquél pacto expropiatorio primigenio o garantizan su reproducción. En este sentido, se habla mucho del “pacto de silencio” entre varones para dar cuenta de la incapacidad que tenemos de interpelarnos unos a otros, cara a cara, directamente, sobre las violencias que ejercemos sobre las mujeres y otras identidades sexo genéricas no hegemónicas, o sobre los estereotipos que reproducimos en nuestros espacios de confraternización masculina.
Romper ese pacto de silencio implicaría, entre otras cosas, renovar sobre nuevas bases el acuerdo esencial de no agresión mutua que garantiza la convivencia pacífica porque, según los planteos de Levi-Strauss retomados por Heritier (2007) sobre el origen de la ley de prohibición del incesto, la violencia que no se ejerce entre hombres es en razón y debido a que se canaliza sobre el cuerpo de la mujer.
Esto implicaría poner en jaque los cimientos de la subjetividad masculina porque quien no instrumentaliza/cosifica a la mujer no es hombre. Sólo los hombres pueden hacerlo. El que no lo hace es porque no puede. No querer hacerlo es una realidad inimaginable, casi una imposibilidad ontológica según las exigencias del orden social patriarcal. La no instrumentalización/cosificación de la mujer, desorienta, rompe un lenguaje en común, por tanto imposibilita la comprensión y el entendimiento mutuo entre los hombres, desorientándolos por completo o, peor aún, anulando las posibilidades del lazo social dejándole sólo dos opciones: la huida o la violencia.
Romper ese pacto de masculinidad habilita la agresión como forma legítima de vinculación entre varones. Esto es claro en el caso de los varones trans, gays u otras identidades de género no hegemónicas, quienes al asumirse desde otras formas de ser varón, traicionan el pacto de masculinidad hegemónica dominante, habilitando de esta forma en quienes se consideran defensores del orden social patriarcal, la violencia y la agresión como forma de vinculación/represión con quienes no son parte de este pacto o habiéndolo sido han osado traicionarlo.
De esta manera, se entienden las complicidades tejidas entre la cofradía masculina ya que en muchos aspectos no se trata tanto de convencimiento personal de que las cosas deben ser así sino de conveniencia o simple instinto de conservación. Callamos o somos indiferentes a la violencia contra la mujer porque somos conscientes que es una agresión que en realidad en cualquier momento puede re-dirigirse hacia nosotros y eso no sólo nos pone en riesgo personal a nosotros, nuestro cuerpo, nuestra vida: pone en jaque el orden y la “paz social” en su conjunto-tal y como se construye en este sistema social-.
Para comprender mejor esto resulta muy útil retomar y profundizar la caracterización que realiza Segato (2010) de la “violencia moral” o “violencia psicológica” ya que de alguna manera logra hacer visible esta violencia originaria que estructura y permea toda nuestra vida social:
La violencia moral es el más eficiente de los mecanismos de control social y de reproducción de las desigualdades. La coacción de orden psicológico se constituye en el horizonte constante de las escenas cotidianas de sociabilidad y es la principal forma de control y opresión social en todos los casos de dominación. Por su sutileza, su carácter difuso y omnipresencia, su eficacia es máxima en el control de las categorías sociales subordinadas. En el universo de las relaciones de género, la violencia psicológica es la forma de violencia más maquinal, rutinaria e irreflexiva y, sin embargo, constituye el método más eficiente de subordinación e intimidación.(…) La violencia moral, por su invisibilidad y capilaridad, es la forma corriente y eficaz de subordinación y opresión femenina, socialmente aceptada y validada. De difícil percepción y representación por manifestarse casi siempre solapadamente confundida en el contexto de relaciones aparentemente afectuosas, se reproduce al margen de todas los intentos de librar a la mujer de su situación de opresión histórica (p. 113).
Si esta violencia resulta casi imperceptible para la generalidad de los seres humanos, cuanto más para quienes se benefician de dicha situación de privilegio/dominación donde además operan los mecanismos de negación y las más diversas complejas tramas de justificación. En ese mismo texto Segato (2010) dirá que la eficiencia de esta violencia en garantizar su reproducción resulta o se deriva de tres aspectos:
- Su diseminación masiva en la sociedad, que garantiza su “naturalización” como parte de comportamientos considerados “naturales” o banales;
- Su arraigo en valores morales, religiosos y familiares, lo que permite su justificación y;
- La falta de nombres u otras formas de designación e identificación de la conducta, que resulta en la casi imposibilidad de señalarla y denunciarla e impide así a sus víctimas, defenderse y buscar ayuda (p.113).
6Establecida en nuestro país por ley nro. 26.150 del año 2006. A pesar de haber entrado en vigencia hace más de 12 años su implementación efectiva es escasa y a la fecha sólo 9 de las 24 jurisdicciones provinciales adhirieron expresamente a ella.
El poder de disposición/dominación del cuerpo femenino se expresa en la actualidad de diversas y múltiples manifestaciones. Por ejemplo, para la masculinidad hegemónica el acto sexual es entendido como acto de conquista sobre ese territorio/cuerpo femenino. Dicho acto estructura la subjetividad masculina al punto de que, quien lo ejerce, se convierte en dueño y señor de dicho territorio. A partir de allí, dispone de dicho cuerpo cual propietario de sus bienes, disposición que incluso lo habilita a destruir ese bien propio. No es casual que el flirteo y la galantería se denominen acciones tendientes a “conquistar” a la mujer y que ésta, muchas veces, sea objeto de disputa de otros “pretendientes” como si se tratase de una batalla territorial en la que se enfrentan para ver quien resulta “vencedor”.
Faur y Medan (2010) han definido a la masculinidad hegemónica como:
…la que reproduce la lógica patriarcal por la cual se establece la dominación de los hombres y la subordinación de las mujeres. La masculinidad hegemónica, como su cualidad indica, no domina totalmente sino que es desafiada permanentemente (…) En nuestra sociedad estaría representada por el hombre blanco, de mediana edad, heterosexual, de clase media, de alto nivel educativo, exitoso en su trabajo y el proveedor principal de su hogar (p.60).
El sujeto moderno se constituye en torno a la figura del varón blanco conquistador, cuya racionalidad está precedida y configurada por el acto de dominación/apropiación. La configuración de las masculinidades hegemónicas estructuran el deseo y la sensibilidad de los varones al punto tal que para muchos el placer sexual es inexistente si no se ejerce acto de dominación/subyugación sobre el cuerpo femenino. La pornografía industrial está cimentada sobre esta premisa básica, por tanto exacerba estas imágenes y estereotipos del macho dominante que somete el cuerpo femenino, configurando y moldeando a escala global el deseo y las sensibilidades masculinas, principales destinatarias de dicho producto.
En este punto es importante hacer referencia a la noción de interseccionalidad para comprender cómo interactúan las diversas violencias en las dinámicas sociales concretas. En términos de Rita Segato (2010):
no basta decir que la estructura jerárquica originaria se reinstala y organiza en cada uno de los escenarios de la vida social: el de género, el racial, el regional, el colonial, el de clase. Es necesario percibir que todos esos campos se encuentran enhebrados por un hilo único que los atraviesa y los vincula en una única escala articulada como un sistema integrado de poderes, donde género, raza, etnia, región, nación, clase se interpenetran en una composición social de extrema complejidad. De arriba abajo, la lengua franca que mantiene el edificio en pie es el sutil dialecto de la violencia moral (p.120).
El concepto de interseccionalidad nos sirve para comprender en profundidad las relaciones entre cosificación y mercantilización de los cuerpos inferiorizados y los procesos de acumulación del capital que se beneficia de delitos deleznables como la trata de personas o la prostitución infantil. De aquí que, resulte falaz pretender plantear una especie de prioridad en las luchas por parte de algunos referentes o líderes masculinos del denominado campo popular, quienes sostienen que la lucha por la liberación femenina será una especie de consecuencia inevitable de la emancipación de la clase trabajadora. Esta prelación en la lucha no tiene en cuenta que la dominación en toda su complejidad tiene como raíz esta violencia originaria sobre el cuerpo femenino y por lo tanto, si hay alguna prioridad entre las múltiples batallas que deben dar lxs excluidxs, es acabar con esta dominación primera que ejercemos los varones sobre los cuerpos feminizados, más allá de la clase social de la que provengamos.
Si los pactos resultan imprescindibles para evitar la resolución de las diferencias y los conflictos a través de la violencia o la satisfacción de las necesidades básicas por medio del despojo y la aniquilación del otro, estos pactos deben poder encontrar otras formas, otro contenido que no sea el uso de los cuerpos feminizados como moneda de cambio. Mientras este siga siendo el lenguaje que estructura y da forma al entramado social en el que vivimos la violencia sobre los cuerpos inferiorizados será cada día más cruel y despiadada.
Los feminismos a lo largo de la historia vienen construyendo una sensibilidad otra, vienen desarticulando y desnaturalizando las múltiples violencias que el sistema patriarcal/colonial/capitalista impone sobre los cuerpos y territorios subalternizados. Esta tarea histórica encarnada por las propias víctimas, tiene su correlato entre quienes con ellas se solidarizan. Sin embargo, nuestra respuesta como varones, en esta hora crítica de la historia, nos exige un compromiso mayor.
Si en primer término ese compromiso pasa por un proceso de sensibilización que nos permita reconocer cuando estamos ejerciendo violencia a fin de evitar o erradicar dichas actitudes y conductas de nuestras vidas, en una segunda instancia dicha sensibilización nos debe permitir cambiar de actitudes y conductas no sólo en relación con las mujeres y otras identidades sexuales no hegemónicas, sino además con nuestros propios congéneres.
Sobre este punto, en lo personal siento que aún nos falta construir espacios y tiempos de encuentro que no estén atravesados por discursos cosificantes del cuerpo femenino o reproductores de la violencia simbólica o moral tal y como la caracteriza Rita Segato (2010). Nos falta generar esos espacios propios donde encontrarnos desde la desorientación y el no-saber qué hacer ante la interpelación de las compañeras que no desean seguir viviendo en este orden que las violenta cotidianamente. Los espacios de encuentro de varones antipatriarcales son una iniciativa muy valiosa que viene construyendo sentidos y saberes muy importantes pero que no suele encontrar réplicas o espacios similares más locales dedicados al debate y la crítica sobre las masculinidades.
Los escraches, las expulsiones de los espacios colectivos, las denuncias públicas y judiciales y, otras formas de lucha contra los violentos, vienen ejerciendo un trabajo de des-naturalización y visibilización de las violencias que al mismo tiempo, a nosotros como varones, nos genera cierto temor, cierta incomodidad, cierto escozor que no podemos/queremos explicitar. Es quizás el sentimiento o la sensación propia de una identidad sexo genérica hegemónica y, por tanto, privilegiada, que percibe el cuestionamiento a ese status o situación dominante por parte de quienes se encuentran en situación de subordinación.
Ante ello, creo que quienes nos asumimos como varones feministas, antipatriarcales, en “proceso de deconstrucción”, reconociendo este momento de crisis y de cambios que se está gestando al fragor de las luchas de las compañeras, tenemos que evitar fugarnos hacia viejas seguridades conocidas. O replegarnos sobre nosotros mismos de manera evasiva y esquiva, como si lo que viene ocurriendo nada tiene que ver con nosotros. Esta actitud lo único que logrará será encerrarnos en la negación y la resistencia al cambio, aislándonos y dejándonos aún más desamparados, o peor, rodeado de quienes no están dispuestos a cambiar nada.
Para reconstruir nuestros lazos sociales por fuera de la lógica del miedo que paraliza y, de la lógica de la violencia que mata, es necesario refundar el pacto social sobre otras bases que nos permitan reconocernos en la precariedad de esta vida en común y en un territorio igualmente frágil, cuyo equilibrio está quizás ya invariablemente afectado en razón de este modelo civilizatorio cimentado sobre la base de la violencia expropiatoria originaria.
Coincidimos con Aguayo y Nascimiento (2016) cuando sostienen que “América Latina sigue presentando grandes niveles de desigualdad de género, altos índices de violencia contra las mujeres (Bott, 2012) y homo-lesbo-transfobia (Barrientos, 2015)” (p. 212) y que, entre los desafíos actuales se encuentra la necesidad de “más investigación crítica en masculinidades y género y transformaciones profundas, a nivel sociocultural y de las políticas, para cuestionar y transformar el patriarcado, el machismo latinoamericano, la heteronormatividad” (p. 212).
Una pista para seguir (des) andando nuestros pasos la podemos encontrar en el propio camino recorrido por lxs compañerxs que transitan los diversos feminismos. Si ahora la calle es de ellxs, tal vez para nosotres es tiempo de encontrarnos más en espacios domésticos, en un hacer práctico cotidiano que habilite la palabra para hablar de lo que sentimos, de lo que nos duele, lo que necesitamos, deseamos y soñamos. No se trata de abandonar las acciones públicas sino de aprender de esa superación de la falsa dualidad público/privado que van alcanzando los feminismos. Revalorizando las tareas de cuidado y reproducción de la vida como parte de la construcción política de ese orden social otro que hace de los espacios domésticos, lugares y tiempos propicios para generar encuentros significativos que nos permitan vislumbrar otras formas de relacionarnos, otras maneras de ser y estar en este mundo como varones.
-Aguayo, F. y Nascimiento M. (2016). Dos décadas de Estudios de Hombres y Masculinidades en América Latina: avances y desafíos, en Sexualidad, Salud y Sociedad Revista Latinoamericana, 22, pp. 207-220.
-Faure. y Medan, M. (2010). Las masculinidades en los medios de comunicación social: decisiones públicas, consumos privados, en S. Santoro y S. Chaher (compiladoras). Las palabras tienen sexo II: herramientas para un periodismo de género(1ra ed.). Buenos Aires: Artemisa Comunicación Ediciones.
-Héritier, F. (2007). Masculino/Femenino II. Disolver la jerarquía. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
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