Rodolfo Kusch: La necesidad de “ensayar una palabra nueva”
Rodolfo Kusch: The need to
Hugo Alberto FinolaAnalizar el pensamiento de Rodolfo Gunter Kusch es adentrarse en el mundo de uno de los pensadores americanos que consideramos más originales y profundos del siglo XX. Kusch encarnó eso que Mignolo (2003) llamara pensamiento fronterizo, entendiendo por tal aquel que se fuera desarrollando desde el momento mismo de la invasión europea y que, hundiendo sus raíces en las culturas pre-modernas, sobrevive a los siglos de modernidad y aflora en la actualidad, presentándose como alternativa a un pensamiento moderno/occidental que, detrás del discurso del desarrollo, pretende imponerse como global.
A pesar de la constante presencia de lo indígena en sus escritos, coincidimos con Graciela Maturo (2010) en que Kusch no fue un indigenista.1 Su trabajo es filosófico, no habla de una reivindicación social y política del indígena. En una lectura atenta de su filosofía podemos atisbar que comprendió que en esta América mestiza tanto el indígena como el hombre moderno son abstracciones: el hombre real del que Kusch habló es el que encontró en el pueblo, ni totalmente moderno ni totalmente indígena (Pérez, 2003). Quiere rescatar, haciendo visible, una forma de estar en el mundo que sobrevivió a la modernidad colonial, para replantear desde allí una epistemología alternativa. Pero no teoriza sobre las formas de ser en el mundo sobrevivientes a la modernidad, sino que se afirma, piensa y habla desde una forma concreta de estar en el mundo, la americana. Es consciente, en consonancia con lo que más tarde fueron las visiones de-coloniales, de que un camino de descolonización deberá partir desde allí, pues las corrientes civilizatorias solo han portado nuevas formas de colonialismo. Ese planteo es epistémicamente muy radical. No dirá, como Ricoeur (2004) en Finitud y Culpabilidad –y en gran parte de su inmensa obra–, que el símbolo “da que pensar” y “da qué pensar”; sino que símbolo y pensamiento (al menos como lo considera occidente, racionalidad) pertenecen a vectores distintos, uno emocional y otro intelectual. El primero, que quiere ser negado en América pero que presiona desde la cultura popular, carga al mundo de signos; mientras el segundo, que es afirmado como el único camino conducente a una verdad estable por la epistemología occidental, no ve más que objetos y decide cosas prácticas. Hay pueblos que solo creen en dioses, dirá Kusch (2000c), y otros solo en la economía. En América los encontramos a ambos, y no siempre conviviendo en armonía.2 En general, por los procesos coloniales y las corrientes civilizatorias que vinieron con ellos pero perduraron en la época independiente, el mundo de la economía y de los objetos ha intentado desterrar al simbólico, siguiendo un patrón al principio impuesto desde fuera, pero luego interiorizado por las elites políticas e intelectuales locales. Sin embargo, ambos conviven en América, introyectados en sus habitantes. El plan filosófico de Kusch es resumido por María Rosa Lojo (1992) como un esfuerzo por traer a la consciencia la barbarie que permanece en el sustrato, en la gran historia agregaríamos, porque eso equilibraría las fuerzas, permitiendo salir del sentimiento de frustración permanente que habita el mestizo. La creación de un sistema filosófico, que es en definitiva la cuestión que va ganando espacio en los escritos de Kusch a través del tiempo, depende de cuál es el vector que se carga de significado, y esto está condicionado por una preferencia cultural (Kusch, 2000c, p. 626).
Kusch plantea una epistemología que se formula desde la negación, tomada esta como indeterminación, indefinición e inestabilidad; frente a la afirmación característica del conocimiento y la ciencia occidental: definición, esencialización, determinación y, en última instancia, instrumentalización. En América hay una inversión de los términos: no hay un dominio de la naturaleza por parte del hombre (progreso), sino una intemperie, una naturaleza que tiene un carácter teológico porque hace sentir al hombre a merced de la ira de Dios3y a la larga lo domina. El pueblo reconoce esta situación, y sabe vivir en ella. Es el “estar siendo” que reemplaza, como categoría central de una filosofía situada en América, al ser. Como si viviéramos en estado de “ahora estoy siendo esto”, gerundio que rompe con lo estático de las clasificaciones y las esencializaciones para dar lugar a lo móvil e inestable, al juego de opuestos, al vuelco (pachacuti).4 El americano aprende a vivir en esa inestabilidad, recurriendo a un horizonte simbólico como lo único “estable” (pero fuera del mundo de las cosas y los objetos). El resto es estar como exposición al destino (Maturo, 2010), y de allí algo que podría ser leído como inacción e interpretado como pereza, que junto al caudillismo constituyen dos rasgos distintivos de la inmensa “inconsciencia social” de América, y de los cuales nace una consciencia específica y novedosa (Kusch, 1997b).
En su intento de inversión de la epistemología occidental, mientras trabaja en terreno, Kusch no enfrenta al otro como un objeto, sino que intenta ver, sentir y pensar con él y sobre lo que él causa en su propio pensamiento. Kusch bucea en el bilenguaje (Mignolo, 2003) producido por la inserción de estructuras y conceptos amerindios en el español impuesto, buscando “operadores seminales” (serán abordados más tarde en este artículo), que son fuente de significados que a su vez sirven para clarificar, desde un punto de vista cualitativo, lo que está ocurriendo dentro del horizonte simbólico que enmarca la cultura (Kusch, 2000). Desde allí intenta escribir su filosofía, a la vez que propone un nuevo punto de partida para la filosofía americana que, rompiendo con los principios disciplinarios y el monolingüismo de las lenguas hegemónicas del conocimiento (Mignolo, 2003), comience a dar cuenta de lo que ocurre en América.
El lenguaje es el hablar de un pueblo, pero este es para Kusch un sujeto histórico concreto, un sujeto que está en este caso en América y que es el sujeto del filosofar americano. Dice Kusch (2003): “Será preciso escuchar realmente a los otros, el simple hombre, cara a cara, incluso en términos de interculturalidad, para que digan en qué términos sobreviven pese a la inmadurez del país o de la patria, en suma, para aprehender su simple modo de ser, o sea su estar” (p. 30).
1 Maturo (2010) dice: “Sin negar desde luego su sensibilidad social, tan aplicable al indígena como a todo hombre postergado por las inequidades políticas, su interés por la visión del indígena americano no es curiosidad antropológica ni vindicación de derechos sociales, sino el progresivo descubrimiento de un otro que revela en sí los estratos más ocultos de lo humano” (p. 44).
2 Para Mailhe (2009), tanto en Kusch como en Martínez Estrada (aunque en distintas perspectivas) se agudiza la percepción de la nación como fracturada en dos áreas geoculturales enfrentadas, y la historia nacional y continental revela la perduración del conflicto entre masas rurales y elites urbanas que impide la integración.
3 Título del libro I de América Profunda (Kusch, 1999a), en el que realiza una hermenéutica del escrito del indio Santa Cruz Pachacuti y desde allí a la cosmovisión americana a partir del sustrato metafísico-religioso indígena.
4 El abordaje de la noción quechua de pachacuti será un eje central de la obra El pensamiento indígena y popular (Kusch, 1999b).
Para comprender la construcción del sujeto americano a partir de la visión y la acción de la filosofía moderna europea, y la introyección de esa construcción tanto en el colonizador como en el colonizado, es imprescindible aludir a las reflexiones de Kusch sobre el mestizaje, concepto que no refiere en Kusch a un componente biológico o racial, sino a una situación “mental” propia del americano (Ruvituso, 2017). Estas reflexiones abren y cierran su obra, ya que aparecen como el tema central en La seducción de la barbarie: análisis herético de un continente mestizo (1953) y cierran el último de sus libros, Esbozo de una antropología filosófica americana (1978). Todo el tratamiento que el autor da al tema del mestizaje como categoría central para la formación de la identidad nacional (Mailhe, 2009), está atravesado por la idea de colonialidad que años más tarde acuñara Aníbal Quijano para describir las relaciones de poder que se dan en las naciones que fueran otrora colonia y sus consecuencias en las subjetividades (Quijano, 1997, 2004). Pero el elemento racial que predomina en la visión de Quijano se potencia aquí por otro que podríamos llamar cultural, y que tiene que ver con la división ciudad-interior que se hará presente en toda la obra de Kusch, y que en el primer libro, con especial énfasis, se identificará con la dicotomía civilización-barbarie. La seducción de la barbarie fue publicado en los últimos años del primer gobierno peronista, movimiento que lo fascinó en tanto volvió a poner en descubierto, en la movilización social, el sustrato bárbaro de la sociedad mestiza americana. Kusch, influenciado en alguna medida por la lectura de Heidegger, aborda la cuestión de la existencia “auténtica” en América, recurriendo a la dicotomía largamente consagrada en la literatura y el pensamiento argentino, civilización y barbarie, pero resemantizándola (Mailhe, 2009). El primer término, civilización, representará para el autor la ciudad, lo europeo, el desarrollo; en fin, la ficción. La barbarie, en cambio, el paisaje, el crecimiento y su principal característica: la vegetalidad, que le da una verdad profunda aunque negada al hombre americano. Afirma Ruvituso (2017) que
Kusch no buscó la ‘autenticidad’ americana en la obra de sus intelectuales, ni en la historia de las ideas producidas en contextos académicos y urbanos. Para Kusch, la cultura popular y mestiza, el enigma del legado indígena, eran los ejes de esa autenticidad americana y no la obra ficcional de sus intelectuales (p. 59).
Una mentalidad colonizada persistente de un modo aún más radical en la época de la independencia, lleva al hombre americano a intentar reprimir, negar ese sustrato profundo, en un intento de imitación de lo europeo. Esto lo frustra, sume a sus expresiones literarias e intelectuales en general en una especie de neurastenia; lo somete a una existencia inauténtica:
Escribir, en América, es una manera de bucear en el vacío la falsa personalidad que somos en la ciudad. La negatividad de la neurastenia literaria estriba en que todo el talento se alimenta de un futuro perpetuamente negado porque sabe que el país no puede ser pensado en función de los elementos de diagnóstico de que se sirve Europa (Kusch, 1997b, p. 127).
La seducción de la barbarie no busca describir ni denunciar mecanismos de colonización impuestos desde un norte imperialista, no mira hacia afuera buscando culpables, sino que estudia al mestizo que ha surgido de la colonización, personaje que se empecina en ser lo que no es, es más, lo que no puede llegar a ser, por estar situado en otro suelo y ser fruto de otra historia. A este mestizo le falta el coraje de mirar de frente ese sustrato bárbaro que, sin embargo, vuelve tenaz en los exabruptos, en el sentimiento de frustración y neurastenia y, periódicamente, en el surgimiento de caudillos y movimientos sociales que desafían el pulcro orden de la legalidad política, social y económica de la civilización. Esas fuerzas vegetales o demoníacas no pueden ser reprimidas porque ese hombre que se encuentra fundido en la urbe, indeciso entre la verdad y la ficción, en el fondo no cree en el colonialismo cultural, y termina actuando desde el inconsciente (Kusch, 1997b, p. 95). El americano presiente que un futuro de ficción (el desarrollo) no es apetecible ni creíble, solo es un objeto de interés, pero nunca de fe (Kusch, 1997b).
Kusch intenta explicar el origen histórico de este mestizaje. Cuando España llega a América su cultura estaba, según postula el autor, a punto de concluir el ciclo de su vitalidad. Una integridad envejecida invade y conquista un continente demoníaco, prevital y selvático. Así, América Latina liberó parte de sus fuerzas autóctonas, ya que su conquistador adolecía de vitalidad, y solo pudo refugiar su mentira final en las ciudades, creando la escisión entre realidad y ficción, interior y ciudad, que marca al mestizaje americano hasta la actualidad (Kusch, 1997b). Es decir, el encuentro del europeo con el americano generó un nuevo modo de ser, en el que se mezclan la civilización como ideal y la barbarie como vitalidad. Y esto nos obliga a vivir un divorcio entre lo que querríamos ser (una ciudad europeamente ordenada) y lo que somos.
Kusch plantea la existencia en América de una metafísica vegetal. El paisaje americano –selva o pampa– albergando infinitas posibilidades de existencia, es la antítesis del ser, y por él se marca la diferencia esencial entre América y Europa (Ruvituso, 2017). La persona que, más allá de su deseo, ha nacido y hunde sus raíces en este paisaje, tiene un destino vegetal (vitalidad y pereza al mismo tiempo, esta última en tanto dificultad de centrarse en un punto, propia de una consciencia arborescente, a la vez que tendencia a la contemplación antes que a la acción), y lo intenta superar mediante la ciudad.
El tema de la ciudad, como símbolo del orden y la seguridad buscada por el hombre occidental, es extensamente tratado en el libro II de América Profunda. La ciudad es anterior a occidente en sus orígenes, pero es allí donde adquiere la dimensión de recinto amurallado en el que se refugia el hombre para poner en vigencia su humanidad, sustrayéndose de la ira de dios, esto es, de lo imprevisible e inmanejable de la naturaleza, de su vegetalidad. A partir de este encierro, la historia de la humanidad comenzará a reducirse a la de ese grupo que se sustrajo de la ira para encerrarse entre murallas (Kusch, 1999a, p. 131). Por ello la ciudad estará estrechamente ligada a la aparición y el desarrollo de la modernidad y su racionalidad objetivadora, científica e instrumental (Kusch, 1999a, p. 130). En contraste, lo vegetal es la posibilidad pura, in-definida, i-limitada, in-forme. De esta oposición entre posibilidad pura y realización concreta se derivan las dicotomías por las que transitan La seducción de la barbarie y las otras obras de Kusch: América/Europa, Vegetal/Estructura, Estar/Ser, Crecimiento/Desarrollo, Seminal/Conceptual, Inconsciente/Consciente, Pereza (como inacción) /Acción.
El mestizaje adquiere su verdad carnal durante la conquista. Pero la tesis del autor es que había ya un mestizaje anterior a la conquista, representado entre otros símbolos por Quetzalcóatl, símbolo de la ambivalencia humana desarmada ante la exuberancia abrumadora de la tierra, de la que el hombre parece emerger como un accidente. El habitante de este paisaje apunta a un desarrollo espiritual, pero no puede lograrlo completamente. Esta ambigüedad, que es insatisfacción, se expresa en el Quetzalcóatl, que une sin fundir la verdad de la tierra (serpiente) con la del cielo (quetzal). De esta yuxtaposición serpiente-ave no pudo surgir un tercer símbolo que lo reemplazara (Kusch, 1997b). Mas:
Este mestizaje se perpetúa porque la escisión entre lo perfecto, lo armonioso, lo invasor, por un lado; y lo demoníaco, la amenaza de destrucción agazapada en la tierra que espera siempre el momento de destruir la veracidad de lo afirmado, por el otro, toman con la invasión europea una oposición similar a la que existe entre lo blanco y lo negro, lo consciente y lo inconsciente, lo social y lo insocial, lo luminoso y lo oscuro. A causa de Europa la oposición se perfecciona y toda forma de vida se bifurca entre lo estable y lo inestable, entre lo que es y lo que no es: se mantienen lejanamente en oposición los extremos en que ya latiera el continente en la época precolombina (Kusch, 1997b, p. 43).
El mestizo es quien fundó a las naciones americanas. La ciudad generaba una nación estructurada en ficción, mientras a pocos kilómetros campeaba el malón. Es el mestizo carnal quien opera como puente entre los opuestos, llevando a la ciudad un trozo del inconsciente social, la vegetalidad, aunque no logre participar del todo de él. Pero tampoco puede participar del todo de la ciudad, ya que porta la insociabilidad conectada a lo autóctono, por su pasado enraizado en el demonismo. Él mismo representa una fuerza esencialmente antagónica (Kusch, 1997b).
La inteligencia de la ciudad, práctica, es llevada a la conciencia, dejando el resto de la vida psíquica en el inconsciente. Se vive así una dicotomía entre la legalidad social y el sin-razón vital. La vida del mestizo está escindida, y esa escisión se presenta con más crudeza en el intelectual. Entre este y la cultura popular hay un abismo, que está dentro del propio intelectual, distancia entre su quehacer consciente y su vida cotidiana. “Este es uno de los problemas fundamentales de nuestra colonización: no podemos llevar nuestra cotidianidad a nuestro quehacer consciente” (Kusch 2000b, p. 219). “La inautenticidad radica en no poder ejercer el pensamiento real con valentía, sin tener que desviar la intuición porque alguna cita bibliográfica nos bloquee el camino” (Kusch, 2003, p. 28).
Algo similar ocurre en la política. La vegetalidad invade todas las esferas de la existencia, y los individuos, desde esa vegetalidad inconsciente, crean las masas vegetales americanas, en forma de una totalidad incomprensible, evasiva, ajena a la clasificación. Para la conciencia foránea del político ciudadano, su indefinibilidad es peligrosa, entonces la condena esquemáticamente: representa el atraso, el “lumpen”, el migrante (Kusch, 1997b, p. 60). Es “el margen desechado de nuestra verdad, que una civilización de objetos margina en sus cotizaciones y su colonialismo” (Kusch, 2003, p. 27).
Esta situación de escisión acarrea como consecuencia dos sentimientos en el mestizo: el resentimiento y el sentimiento de inferioridad. El primero tiene que ver con que en América se nos afirman verdades impuestas. Es un continente de afirmaciones (según la lógica que rige en la epistemología occidental), pero son todas formas afirmadas por otros e introducidas entre nosotros sin que hayamos participado en su creación (Kusch, 2000c). El mestizo quiere participar conscientemente de esas afirmaciones, pero la escisión interna hace que en secreto las niegue: esa es la raíz del resentimiento (Kusch, 2000c, p. 652). Estar resentido es una forma de negarse a una afirmación que se quiere imponer desde afuera. Existe una lógica del resentimiento, que consiste en decir siempre no al sí de los otros, porque se quiere afirmar algo, pero no se sabe cómo hacerlo (Kusch, 2000c). Por eso América no pudo, por ejemplo, participar del desarrollo al que la invitaban las políticas desarrollistas de los años en que Kusch escribía. “América ha sido creada para perjudicar los intereses de los economistas, porque la economía no es pensada en términos americanos” (Kusch, 2000b, p. 93). Es decir, es una afirmación impuesta –la economía– en cuya formulación no participó el americano, que aunque aspire conscientemente al desarrollo, ejercerá una especie de oposición inconsciente nacida de su resentimiento. Por otro lado, el problema del desarrollo no es del campesino o del indígena, sino del ciudadano, que a la vez siente que ese campesino o ese indígena está obligado a contribuir con el progreso como él lo entiende, que en el fondo es el modo que descansa en uno de los mitos que funcionan como fundamento de la cultura occidental: la oposición entre el hombre y la naturaleza, base de la idea del desarrollo. Finalmente, ese resentimiento representaría, tal vez, una advertencia de nuestra psique en el sentido de que lo que nos quieren imponer no está bien, y que los “enfermos” no somos nosotros. Pero también que tenemos una profunda cobardía para enfrentar nuestra verdadera concepción de las cosas, llevarla a la conciencia e imponerla (Kusch, 2000b).
El sentimiento de inferioridad surge de la impresión general de que América siempre ha dado productos catalogados como inferiores, en todos los ámbitos. Y es que hemos sido estructurados desde el criterio que distingue lo superior o útil de lo inferior o inútil, que además retroalimenta y es retroalimentado por la propia experiencia de frustración ante lo que aspiramos y no podemos llegar a ser (Kusch, 2000b). Este sentimiento es más fuerte entre los intelectuales. Acostumbrados a un saber acumulativo, el exceso de conocimiento incrementa en nosotros el sentimiento de inferioridad y de mutilación frente al saber de los otros. En realidad, el verdadero problema debería ser qué es lo que tenemos que saber (Kusch, 2000b). “Nuestra solución no está en la conservación de lo que nos han dado sino en su pérdida. Así, habrá que asumir la responsabilidad de empezar todo de nuevo” (Kusch, 2000c, p. 640). Y en este punto podría abrirse una perspectiva distinta, positiva, en tanto el mestizaje nos proporciona una experiencia original, capaz de cuestionar el modo de pensar y de conocer impuesto. Por ejemplo, el mestizaje nos permite intuir que la filosofía no es estrictamente enseñanza, y que no tendría por qué invertir todas sus energías en mantener minuciosamente un corpus establecido (Kusch, 2003). Pensar también que aquí se abre la perspectiva de que se dé una nueva sociedad, de índole imprevisible, que planteará la posibilidad de yuxtaponer los dos vectores, el emocional simbólico y el intelectual objetivo, en reemplazo de la evolución unilateral de este último propuesta por los esquemas prefijados (Kusch, 2000c). Kusch cerraba su último libro lamentando la mezquindad del colonizado, que quiere ganar por pulgadas su ubicación en el juego de los otros, pero es incapaz de asumir por impotencia su propio juego, generando así disciplinas y saberes que señala como estériles (Kusch, 2000a).
La historia es otro de los temas abordados por Kusch a lo largo de toda su obra. Su preocupación es desentrañar la noción misma de historia con la que intenta construir su presente el mestizo americano. El tratamiento de la cuestión es temprano, aparece en la segunda parte de La seducción de la barbarie, que comienza con una reflexión sobre la historia en tanto relato. Hacer historia, nos dice allí, es poner en juego la verdad del presente. Por eso cuando un pueblo comienza a hacer su historia, crea una primera autoconciencia de comunidad (Kusch 1997b). Pero, ¿qué historia ha elegido hacer la América mestiza? Una historia lineal y progresiva, que refleja el devenir ciudadano (civilizatorio) y que, en la práctica, reconoce su origen en la conquista, relegando todo otro pasado a la prehistoria (Kusch, 1997b, p. 74).
Es en América profunda donde Kusch desarrolla una concepción que buscará ser superadora de la idea de historia lineal y progresiva instaurada por la modernidad. Según Kusch, hay una manera más profunda de ver la historia que la heredada del positivismo, y es la que nos permite dividirla en gran historia y pequeña historia, no sucesivas sino contemporáneas.
La gran historia es la que, utilizando el mismo término que Kusch, palpita detrás de la aparición de los primeros utensilios, llega hasta hoy y durará lo que dure la especie: simplemente está ahí. La pequeña historia relata el acontecer puramente humano ocurrido en los últimos quinientos años europeos, y desde esa perspectiva describe un pasado que va más allá, considerándolo su origen (ya que está atravesada por la idea de progreso). Es la historia de los que quieren ser alguien, podríamos decir, del sujeto occidental. Es la historia de los próceres y los descubrimientos, y resalta al individuo por sobre la especie (cuyo sujeto en la realidad no es el individuo sino las comunidades). Esa pequeña historia, en definitiva, “Surge de la complicación adquirida por el hombre detrás del utensilio grande, que es, ante todo, la ciudad, y que data de las primeras ciudades griegas hasta ahora, claro está, salteando la ‘oscura’ Edad Media” (Kusch, 1999ª, p. 119).
La gran historia supone la simple sobrevivencia de la especie, la lucha cotidiana por subsistir, allí donde no se da el progreso (o el desarrollo, según la terminología economicista actual) sino el crecimiento. Es el escenario de la obsesión por conservar la vida. “Por eso hay prehistoria o gran historia en los suburbios de París –como dijo Frazer– y también en nuestra Plaza de Mayo cuando había actos políticos” (Kusch 1999a, p. 119).
Desde esa perspectiva Kusch combate la noción occidental de tiempo aplicada a la historia, asociada a la evolución antropológica. La anterioridad que aquellos que niegan la coetaneidad asignan a la cultura indígena es falsa, porque indígena y campesino cohabitan en la cultura urbana (Kusch, 2000c). Parte de la tarea que emprende, y se percibe con claridad en Indios, porteños y dioses (Kusch, 1997a), es presencializar esta coexistencia de culturas que la antropología ha dejado atrás, y que tiene como fundamento esa gran historia que se inscribe en el vivir cotidiano y que por lo tanto es el sustrato profundo de la vida de la humanidad. Una historia profunda de los pueblos que no solo es preexistente a la historia moderna, sino que la sobrevive y ofrece ámbitos de diálogo y encuentro, desde una perspectiva más abarcadora que las puras historias locales, desde las formas que ha tomado en cada situación concreta, en cada suelo diría Kusch. Nociones como la del buen vivir, o la de la tierra como sujeto de derecho, podrían responder a este tipo de lógica.
En Geocultura del hombre americano Kusch volvió a abordar el tema de la historia, remarcando dos ideas. La primera, la del “verdadero” sentido de la historia, que es identificado con la historia que irrumpe en la vida cotidiana, aquella que sentimos propiamente como vida. En definitiva, otra forma de llamar a la gran historia de la que habló en las obras precedentes. Y en esta cotidianeidad, el americano podría preguntarse si la historia, tal como fue contada, ha pasado realmente, cuando comprueba que América es un mundo de contrastes donde convive la ciudadanía civilizada junto al campesinado, con sus antiguas costumbres. “Saludar a un campesino es como saludar a una parte de nosotros mismos que aún no superamos” (Kusch, 2000b, p. 75). La segunda idea tiene que ver, nuevamente, con el sentimiento de inferioridad. Afirma en la misma obra (Kusch, 2000b) que: “Uno de los factores que ponen a nuestra supuesta inferioridad en el tapete es la historia. La historia lineal con su abajo y su arriba, así concebida y reiterada por la enseñanza, nos convence de que no podemos ser ajenos a ella” (p. 49). No podemos ser ajenos pero seríamos invitados siempre en rol de espectadores, destinados a acompañar las decisiones y los emprendimientos ajenos desde un margen. El americano tiene así el sentimiento de que son otros los que hacen la historia, entendida esta como el progreso, la toma de decisiones, el marcar los rumbos del mundo, mientras él permanece pasivo, rapiñando alguno de sus logros. La historia como un cúmulo de palabras, con hechos científicamente estudiados que lo sobrepasan y pesan, confirmando constantemente su inferioridad; la historia de un mundo moderno lleno de cosas que sobrelleva como residuos y en el cual no cuenta la participación de su vida. Y por eso, en la vida colectiva, restituye constantemente el mito, para mantener a cada instante el lugar que se le ha asignado “casi por milagro” (Kusch, 2000b).
La gran historia no es una historia de individuos sino de comunidades, en definitiva, de la especie humana sin distinciones que ha buscado formas de sobrevivir acordes al suelo que le tocó habitar y de lo que se le fue presentando como necesidad. Así, desde una especie de funcionalismo cultural sui generis, que pone más el acento en los entramados simbólicos que en los instrumentos y estructuras, Kusch va acuñando el concepto de geocultura, esto es, una conjunción de la cultura, como el “baluarte simbólico en el cual uno se refugia para defender la significación de su existencia” (Kusch, 2000a, p. 252); con el suelo, la geografía donde se ha instalado esa vida contenida en el molde simbólico.
Esta unidad estructural que “apelmaza la geografía y la cultura” (Kusch, 2000a, p. 254), constituye una totalidad difícil de penetrar para quien quiera interpretarla, a no ser que la misma unidad proporcione los medios para hacerlo. Un pasaje de Geocultura del hombre americano refleja este sentimiento de impotencia que, habiéndolo descrito en la figura del mestizo, siente descarnadamente dentro de sí mismo como pensador. En dicho pasaje describe cómo, con su decisión, el sujeto cultural puede integrar los dos límites dentro de los cuales decide: el inferior o suelo y el superior u horizonte simbólico. Pero el intelectual (con quien se identifica tácitamente a partir del uso de la primera persona del plural) no puede lograr esa síntesis, porque “en Latinoamérica no somos el sujeto de la cultura, sino solo sujetos pensantes” (2000b, p. 284). Y esta es la consecuencia de haber asumido una cultura que no es la propia, creyendo en su universalidad. Escribe Kusch (2000b):
Si hay un abismo entre nosotros y la cultura popular es porque ese abismo se da en nosotros. Se trata de la distancia que especialmente aquí en América se marca entre nuestro quehacer consciente, en el así llamado patio de los objetos (Hartmann), y nuestra vida cotidiana. No hemos logrado el suficiente grado de autenticidad para trasladar eso que es cotidiano a nuestro quehacer cotidiano (p. 219).
Sin embargo el otro, el pueblo, presiona. Tal es así que el concepto de unidad geocultural le dará pie para cuestionar filosóficamente la posibilidad de un saber absoluto al modo como lo propone el pensamiento occidental (Kusch, 2000b). Y finalmente, y en eso radica su mayor originalidad, para proponer un nuevo enfoque epistémico, la palabra nueva, tema que abordaremos en el siguiente punto.
Mientras tanto, intentaremos mostrar qué entiende Kusch por los dos componentes que se conjugan en su concepción de geocultura: cultura y suelo. No es fácil encontrar en Kusch definiciones, los conceptos no se dejan acorralar, cuando aparece una categoría relevante se la va rodeando, como mostrándola desde diferentes perspectivas, pero nunca se termina de objetivar. Esto tiene que ver con el esfuerzo de Kusch por tratar de pensar desde categorías distintas a las propuestas por una epistemología que tiende a definir y objetivar, amparada en una metafísica del ser. Kusch intenta hacerlo desde el estar, allí donde la movilidad de lo circunstancial se impone. Rastrear los significados que el autor ha asignado a un significante dado es un arduo trabajo, hay que recorrer toda la obra. Y sin embargo, es notable cómo los diferentes matices guardan una coherencia, sin dejar de percibirse una evolución: lo que en La seducción de la barbarie aparece casi como intuición, en Esbozo de una antropología filosófica americana se afirma desde los fundamentos que, podríamos decir, la palabra y la acción de lo indígena y popular le han prestado. Y esto se debe a la escucha atenta y es consecuencia también de poner, además del entendimiento, el cuerpo, en aquel terreno que se quiere abordar: compartir la vida con su habitante. Pero entre el principio de la obra y la madurez ha sucedido algo. El paisaje, tan potente en el primer libro, comenzó a ser habitado.5 Verdaderamente, para quien comienza a leer la obra de Kusch a partir de El pensamiento indígena y popular, y tardíamente aborda La seducción de la barbarie, es difícil que pase desapercibida la ausencia de las voces concretas del otro en este último. América profunda es una transición en este sentido, porque la voz del otro aparece en el escrito de Santa Cruz Pachacuti y, si se quiere, en la monumentalidad del Tawantinsuyo. Pero a partir de allí comienza a ser muy importante el trabajo de campo, y los diálogos con los distintos habitantes de la geocultura.
En un mundo signado por la inestabilidad que pone al humano en un sentimiento constante de intemperie y sometimiento al destino, como el americano, la cultura constituye un refugio, el baluarte simbólico dentro del cual la persona puede encontrar un significado tanto al acontecimiento como a su existencia. Esa es la razón de ser de una cultura, brindar un horizonte simbólico que posibilite la realización de un proyecto existencial (Kusch, 2000d). Porque existir implica ser posible, proyectarse; siempre enfrentando el riesgo de las circunstancias que se oponen al proyecto, la intemperie de la que hablábamos. La cultura ejerce esa función de refugio a través de los ya mencionados operadores seminales, que a nuestra mirada se presentan como conceptos, pero que en realidad no lo son estrictamente. Más que delimitar un objeto, ellos dan un sentido al existir. Como surgen del existir mismo, constituyen una fuente de significados, pero significados no denotables, porque están en un plano de indefinición. Son seminales en tanto fuente de significado, y operadores porque sirven para clasificar desde un punto de vista cualitativo lo que está ocurriendo, legitimando además esa valoración (Kusch, 2000c, p. 582). Son operadores seminales “conceptos” tales como Dios, la naturaleza (en tanto norma), el demonio, la Pachamama, la suerte y sus conjuros, etc. En última instancia su función es advertir lo fasto y lo nefasto en la vida cotidiana, y corresponden a un área de intuición emocional. A partir de estos operadores, la forma propia del pensar popular no tiende a ver solo cosas, sino más bien significados (Kusch, 2000c). Es más, las cosas mismas dejan de serlo para transformarse en símbolos.
Con las nuevas herramientas conceptuales que Kusch fue adquiriendo a lo largo de sus reflexiones, podía entonces ofrecer otra perspectiva sobre el estar con el que venía insistiendo, como contrapartida del ser, desde América profunda. La intuición ya estaba presente, cuando describía el estar del quechua como el aferrarse a aquello que podía brindarle alguna seguridad en medio de la inmanejable ira de dios. La concreción sociocultural de ese estar se encontraba en el ayllu, una estructura comunitaria que brindaba cobijo y que representaba, sin dudas, una respuesta cultural al sentimiento de desamparo (Kusch, 1999a, p. 89). En El pensamiento indígena y popular en cambio, intenta defender la diferencia entre el ser y el estar desde un punto de vista semántico, distinguiendo el stare, inquieto estar de pie y raíz del término estar; del sedere, permanecer fijo y quieto, que estaría en la raíz de ser (Kusch, 1999b, p. 526; Finola, 2014). Ahora, con el instrumental acuñado a partir de sus indagaciones, nos brinda una definición más clara del estar, precisamente desde la perspectiva de la cultura. Estar es el vivir sin más que rodea una cultura, entendida esta como universo simbólico que sirve para encontrar amparo. Dice dónde se hace lo fasto y se evita lo nefasto, pero no dice qué es un objeto, porque opera en el terreno de la ética, no de lo gnoseológico, como el ser (Kusch, 2000b).
La cultura es un código que brinda coherencia al sentido de existir. Desde ella hay que concebir las necesidades del individuo. Kusch señala (2000b) que el desarrollismo había partido de un criterio erróneo, porque exigió una mutación en el modo de vivir y miró solo al hombre y no a la cultura que él ha concebido. Entonces intentó obrar suspendiendo al sujeto a desarrollar, que es cultural. El resultado de esta acción desarrollista fue generar poblaciones marginadas, incluso la retracción de poblaciones indígenas que preferirían permanecer en la miseria antes que perder el sentido de sus vidas.
Este tema es retomado por Kusch en Esbozo de una antropología filosófica americana, cuando analiza la economía de poblaciones aymara a partir de las experiencias recogidas por Luis Rojas Aspiazu en Cochabamba (Kusch, 2000a, p. 10). Allí observó que en zonas aún no deformadas por el impacto occidental, en las transacciones entre campesinos, el interés comercial tenía una vigencia menor que las exigencias totales de lo humano.6 Cuestión que no pudo comprender el desarrollismo, por su incapacidad de ampliar el concepto de necesidad desde el hambre hasta la caída metafísica: la intemperie o, como analiza en ese libro, la invalidez como el equivalente concreto, en el lenguaje popular, de la finitud de la metafísica occidental. Así el desarrollismo, que constituía “una de las plagas que asuelan América” (Kusch, 2000a, p. 316), fracasó al querer imponer, junto a un modelo económico, una hegemonía cultural, por carecer de categorías para comprender la alteridad, por la carga política que le impidió ver qué pasaba con el otro y, en el caso americano, por la timidez en cambiar los criterios científicos. Afirma Kusch (2000b):
A nivel etnológico se prueba que el problema no es el comer, sino el de recobrar la dignidad del comer. Y este es el problema de nuestra área sudamericana. La dignidad se enreda en la ética de una cultura. Y para conocer esa ética habrá que recuperar las pautas o, mejor, tomar conciencia de las pautas culturales de esa cultura. Y hacer esto siempre con el cuidado de que no se resquebraje la coherencia cultural en la cual se mantiene el necesitado. Si no se hace así se corre el riesgo paradójico de que se destruye una cultura, o sea se comete un etnocidio por el hecho de dar de comer (p. 176).
El caso es que la cultura en América resistió, y aquello que desde fuera o desde una visión mestiza se lee como atraso y fracaso, Kusch lo leyó como resistencia. Una de las formas de resistencia, mecanismo vigente desde la época de la colonización, es la que él llama fagocitación (Finola, 2014). Las condiciones de aparición de este mecanismo se dan en el ámbito de este estar, ligado a la seminalidad del acontecer y al devenir de la gran historia.
La fagocitación es la absorción del ser por el estar propia del pensar popular. El hombre, integrado en su estar como su ámbito de pertenencia, posee una fuerza capaz de ser proyectada hacia aquello con lo que entra en contacto, y en ese encuentro se da la fagocitación: reabsorberlo y volverlo propio en coherencia con su sí mismo (Bordas, 1997). Mientras la aculturación se produjo en el plano material, en otros órdenes – en especial en el simbólico– se dio el proceso inverso, la fagocitación de lo blanco por lo indígena. Sugestivamente, este proceso no se restringe a lo rural o al pasado, sino que seguiría operando, según el autor, en lo profundo de nuestras idiosincrasias mestizas.
Para el autor, el proceso de fagocitación procede de forma dialéctica, surgiendo siempre una síntesis superadora de la mera imposición o pérdida, según el punto de vista. Se trata de una verdadera incorporación en un universo simbólico que, dada la unidad profunda que aún existe en la cultura popular entre lo sagrado y lo profano, tiene consecuencias en todos los ámbitos de la vida. Según Kusch (1999a):
Indudablemente, la fagocitación así tomada, como hecho universal, se produce en un terreno invisible, en aquella zona que Simmel coloca por debajo del umbral de la conciencia histórica, ahí donde se disuelve la historia consciente, diríamos, la pequeña historia, y donde reaparece la gran historia, en ese puro plano del instinto. La fagocitación no es consciente sino que opera más bien en la inconsciencia social, al margen de lo que oficialmente se piensa de la cultura y de la civilización (p. 146).
Madura su distinción entre ser y estar, y la característica del americano como estar-siendo o estar para ser de la que hemos hablado, Kusch esboza una explicación desde esa forma de resistencia que denominara fagocitación: estar siendo significa e implica que lo habitual (el estar) se fagocite al ser (Kusch, 2000c, p. 658). Sin embargo, no es la fagocitación, en tanto inconsciente, la única resistencia que ejerce el habitante de estas tierras. Hay otra resistencia cultural basada en criterios conscientes y críticos, pero regidos por otro tipo de apreciación, por ese vector emocional al que nos hemos referido anteriormente y que en realidad no es irracional, sino que opera desde una racionalidad otra. Mas en última instancia, si se da una resistencia es porque existe un organismo cultural de respaldo. “América resiste por motivos culturales a la presión de otras culturas porque tiene cultura propia” (Kusch 2000b, p. 142). Se puede percibir el peso inmenso de esa afirmación, en un ambiente intelectual e ilustrado que todavía seguía interpretando, desde una visión demasiado apegada a una imposición colonial, que el problema de América residía en el hecho de carecer de una cultura propia. La respuesta dada por Kusch es la inversa: América no se desarrolla según los patrones occidentales, precisamente, porque tiene una cultura propia y original, su habitante tiene una geocultura, y eso no representa un problema. El problema más bien está en intentar copiar modelos de desarrollo originados y útiles en otra u otras culturas. Aquí no cabe el sentimiento de inferioridad, sino que la diferencia colonial, percibida y experimentada, se presenta como una riqueza, como la posibilidad de abrirse, incluso, a una dimensión epistémica distinta. Es el pueblo, desde esa capacidad de resistencia, quien debe proporcionar al intelectual la base energética para sus especulaciones.
La cultura real no es universal. Pero sin embargo tiene una dimensión de universalidad: el suelo, ese “margen de arraigo que toda cultura debe tener” (Kusch, 2000c, p. 106) y sin el cual no tiene sentido la vida. No hay otra universalidad que la de estar caído en un suelo, punto de apoyo espiritual, símbolo del arraigo cultural que fija a la cultura en el lugar en que está. El suelo es el que a la vez fundamenta y, por su gravidez, deforma. Ninguna idea universal resiste esa deformación local, y sin embargo es en esa deformación donde podemos encontrar la verdad: desde esa deformación una filosofía, americana en nuestro caso, adquiere valor (Kusch, 2000a). El suelo, como sostén y molde de la cultura, tiene en esta América de lo móvil y lo imprevisto, en fin, del estar, la propiedad de deformar y corromper la intuición de lo absoluto, que es tal para otro suelo, no para el nuestro. El suelo, como gravidez del pensamiento que no concibe el absoluto porque no logra desprenderse del estar, esto es, de lo circunstancial, de aquello que se nos oculta como fundamento, provoca el fenómeno de la comunicación. Porque nadie es realmente, sino que todos estamos, y necesitamos reunirnos para buscar, en el diálogo, la palabra que brinde el sentido a la existencia. Por eso para Kusch la comunidad, en América, no es contractual, sino que surge de una instalación dialogante a partir de la conciencia del estar (Kusch, 2000a, p. 366). Sin embargo, a medida que el mestizo asciende socialmente, se cree individuo de una sociedad contractual, perdiendo de vista la comunidad en busca de disponer “lo que yo quiero”, propio de una posición individualista. (Kusch, 2000b, p. 43). Para Kusch, el camino político de América debe consistir en recuperar sus símbolos, afirmados en su suelo y su pensar deformado. Mas como este es en realidad el problema de todo hombre, desde el estar siendo americano se puede inferir que la posibilidad de salvación está en el Tercer Mundo, ya que el exceso de ontologización de occidente lo aleja de lograr una seguridad simbólica (Kusch, 2000a, pp. 370-371). Hace falta un nuevo pensar, cuyo suelo debería ser encontrado en la frontera.
5 Hay una lectura de este hecho, en especial desde la perspectiva de las distintas interpretaciones que tuvo la obra de Kusch, a veces considerada parcialmente, en Mignolo (2003, pp. 230 ss.).
6 Fuimos testigos, en estos últimos años, de ferias de trueque que se llevaban a cabo en Hito Cajón, puesto fronterizo entre Chile y Bolivia. Las mismas eran periódicas y resultaban en una ocasión de encuentro entre las poblaciones atacameñas de ambos lados de la frontera y, eventualmente, de Argentina. En la ritualidad que envolvía la feria, así como en la asignación del valor –que no tiene mucho que ver con el precio- de los elementos que se trocaban, comprobamos la vigencia de las observaciones de Kusch, casi medio siglo después.
Acorde con cierto optimismo que todavía imperaba en la época, Kusch pensó que frente al fracaso de las políticas desarrollistas (que tan certeramente había vinculado con el pensamiento moderno que dominara los últimos cinco siglos de historia occidental), el terreno estaba preparado para un verdadero “pachacuti filosófico”.
Todo esto lleva a pensar que conviene superar ya el período crítico en el que nos hallamos embarcados. La crítica de lo ya dado no hace más que consolidar al enemigo. Todos estamos ya de acuerdo y por eso mismo debemos ensayar la palabra nueva. Ahora bien, la experiencia de campo me ha hecho notar que lo nuevo que tenemos que decir, está en lo popular y en lo indígena. Estos nos orientan en el planteo de un nuevo verbo (Kusch, 2000b, p. 221).
Además, es un convencimiento no menor, ya que el optimismo se profundiza cuando vemos que para el autor, la capacidad de generar una filosofía nueva, propia, habiendo descubierto su sujeto auténtico, era un paso que podría abrir la puerta a los cambios políticos. Esto lo acerca a uno de los planteos más relevantes de la opción de-colonial, aquel que afirma que de los cuatro pilares en los que se sostiene la matriz colonial de poder, a saber: la economía; la autoridad; el racismo (más género y sexualidad) y el conocimiento (más la subjetividad); este último es el fundamental y, por lo tanto, aquel que hay que transformar primero para poder superar la situación de colonialidad. Si aceptamos que en el presente, con un capitalismo globalizado y consolidado, la lucha se ha trasladado especialmente al control del conocimiento y la enunciación (Mignolo, 2010), la visión de Kusch tiene aún más vigencia y lo conecta más con los planteos de-coloniales.
Para Kusch, los americanos hacemos una diferencia notoria entre el filosofar, como puro pensamiento, y la filosofía, en tanto disciplina. El pensar es autónomo toma la forma del “pa’ mí”, siempre constreñido por las instituciones pero que finalmente surge de un sujeto geoculturalmente situado. La filosofía, en cambio, en tanto actividad disciplinar, tiene que ver con esas instituciones importadas que presionan al pensar. Es lo que llamaríamos el “pensar culto”. A los intelectuales americanos, hijos de la ideología reinante en el nacimiento de las naciones y su ideal civilizatorio, algo les imposibilita sondear lo que Kusch llama la “pre-patria”, esa mera estancia donde quedó enterrada la verdad de este pueblo y que el afán de pulcritud impide escarbar (Kusch, 2003). Allí radica el margen desechado del que hemos hablado antes. Y de ahí resulta que la distancia entre occidente y América es la que media entre el pensar culto y el popular. El primero es abstracto, y termina pensando sin realidad, o sin ver la realidad: monta el pensar sobre una parte del mismo, pero pierde la totalidad (Kusch, 2000c). En el caso americano, se ha impuesto una lógica que bloquea la decisión seminal, para evitar que el operador seminal sea fuente de decisiones (lo cual no sería civilizado). En esto se define el colonialismo mental, en la negación intencional de pensar la totalidad de lo que somos (Kusch, 2000c). “En esto radica el problema de la colonización. Esta consiste en transferir el es del modelo científico al propio ser, el de la posibilidad de uno, y se es al modo de la ciencia pero no como se debería ser” (Kusch, 2000c, p. 667, el resaltado está en el original).
El desafío del americano, entonces, no es el de una filosofía que le diga todo lo que se tiene que hacer, sino de una que, a medida que se va realizando, vaya descubriendo las áreas que la colonización ha suprimido. Y un punto de partida es reconocer que la ciencia no dice más que una parte de la verdad, ya que rechaza lo plurívoco por una simple razón de comodidad (Kusch, 2000c). Este punto es profusamente desarrollado en Esbozo de una antropología filosófica americana, libro en el que Kusch prácticamente elabora una teoría de la alteridad mientras reflexiona cómo se resuelve la oposición entre el intelectual –americano– y aquel sobre el que se pretende pensar, cuando ambos pertenecen a una realidad pluricultural. Qué pasa con el hombre cuando se desgarra entre dos culturas, si intenta no provocar respuestas sino recibir la humanidad del “informante”. Reconocer que allí hay un inconveniente sería ya superar el modelo del imperio, porque comunicarse con el otro implicaría una reflexión a partir de la propia falta, sobre aquella parte que permanece negada (Kusch, 2000a). Pero es difícil pensar cuando la reflexión queda siempre en sus comienzos, porque algún esquema importado le impide llegar hasta las últimas consecuencias (Kusch, 2000c). Mientras que como contrapartida, es muy dudosa la contribución que un filósofo pueda hacer a una filosofía que fuera pensada, en sus orígenes, en otro ámbito geocultural, lo cual vendría siempre a reforzar el sentimiento de inferioridad, y de que en América no se hace filosofía (Kusch, 2003).
Recuperar lo negado es recuperar la potencialidad del pensamiento americano, y esto es una apuesta al futuro. Mientras se redescubre lo popular, asoman formas inéditas que surgen de la “amplitud milagrosa de ser hombre”, al tiempo que se descubre que el diálogo es, ante todo, un problema de interculturalidad (Kusch, 2000a, pp. 246-251). Mas, ¿qué es lo que lo popular puede mostrarnos, que nos permita construir una epistemología no solo descolonizada, sino también de frontera? En primer lugar, el vector emocional del pensamiento del que hemos hablado antes, aquel que más cargado de ética que de gnoseología, colma al mundo de signos y es capaz de convertir lo estático de los objetos en símbolos del devenir nunca totalmente controlado de la vida. Desde ese vector, según Kusch (2000b), se planteará la capacidad de recuperar para el pensamiento una conciencia mítica que es constitutiva de la conciencia en general. En segundo lugar, estrechamente ligado a esto, comprender la colonización –y la modernidad en general– en tanto fenómeno que ha privado al hombre de advertir lo natural del mundo, al tiempo que lo poblaba de entes. Para Kusch, todo el quehacer histórico de la invasión española y la implantación liberal criolla posterior, consistió en la instalación de entes (cuestión que analiza y que sostiene desde América profunda en adelante). Frente a esto, propone profundizar en nuestra capacidad total de ser a través del acontecer (en otras palabras, del estar siendo), sin permanecer atados al pensar estático de origen helénico. Para lograrlo, el pueblo que ha sido custodio de ese vector emocional del pensamiento debe ser la base energética de las especulaciones intelectuales (Kusch, 2000b, p. 19). Como hemos podido percibir en este recorrido por su obra, lo que Kusch sostiene no es plantear un panorama analítico de lo que piensa el pueblo, sino asumir desde un principio el pensamiento popular como propuesta para un pensar: desarrollar un pensamiento filosófico a partir de lo popular. Confiaba en que se estaría dando en ese momento histórico y por primera vez, una analítica real de lo que le ocurre al americano como pueblo. Para lograrla había que sortear las contradicciones planteadas desde afuera, pero asumiendo la condición de ser pueblo, y pueblo afectado por esa percepción de ser una deformación del modelo impuesto por la filosofía imperial. De esa distorsión asumida es de donde surgiría la necesidad de un sentido (Kusch, 2000a). Sumirse en el pensamiento popular, dirá, supone asumir una tradición elaborada por una masa anónima en medio de la cual el intelectual anda cotidianamente. Significa compartir no solo gestos y lenguaje, sino también el sentido que hace a todos, y por eso contiene también una potencialidad filosófica, como un principio ordenador de sentido. Solo desde allí surgiría una filosofía dinámica que busque constantemente el sentido de lo que nos rodea. Esto da inseguridad, porque resquebraja lo que occidente nos ha dicho del hombre, pero sería asumir el lugar filosófico, constituido como punto de arranque y a la vez camino que orienta a la indagación, donde se filtra la alteridad a través de la reflexión, haciendo vislumbrar un sentido que en general se le escapa a lo pensable. Un pensar no colonial debería partir desde allí, desde lo deformante hacia lo absoluto y no al revés, de lo absoluto a lo deformado (el humano y la sociedad de la colonia, considerados así por la antropología que elabora el modelo desde la ciudad imperial). De ahí la importancia de la geocultura para una filosofía que suponga lo fundante, lo deformante y lo corrupto (el suelo), respecto a cualquier pretensión de totalidad (Kusch, 2000a).
La filosofía, para Kusch, es el discurso de una cultura que encuentra su sujeto. El problema en América consistiría en saber quién es ese sujeto del filosofar. A lo largo de su obra, y como cerrando el itinerario, Kusch afirma que el verdadero sujeto de la cultura es el pueblo americano. Pero como hemos visto, esta afirmación no es excluyente, sino que el filósofo puede optar por pensar con y como el pueblo, aunque no sin dificultad. Depende de su decisión cultural, esa que integra el suelo con el horizonte simbólico (Kusch, 2000b, p. 284). Para ello, tendrá que dejar de resistir a la presión que ejerce el pueblo no solo desde afuera, sino también desde su interior, liberándose del peso de haber asumido una cultura que no era la propia como la única posibilidad de humanizarse. En esa revaloración de lo propio, no ya por oposición sino por recuperación, radicaría la descolonización del pensamiento.
7Y esto tendría, para Kusch, consecuencias a nivel político, porque: “Filosofar es programar el amanecer al cabo de la noche. Plantearse la liberación que ocurrirá seguramente al día siguiente” (Kusch, 2000c, p. 662).
Al comenzar a considerar la cosmología andina –y agregaríamos, el habla de los suburbios bonaerenses– no solo como un objeto de estudio sino, y sobre todo, desde su potencial epistémico, Kusch puso su atención en el lugar de enunciación del americano, y en las prácticas filosóficas en los márgenes de la civilización occidental. Como él mismo las realizó, filosofando desde los márgenes de la disciplina (lo cual le costó la marginación de su trabajo), terminó encarnando el desplazamiento del filosofar hacia el exterior del mundo moderno/colonial (Mignolo, 2003). Finalmente, Kusch mostró que pensar desde el seno de la colonialidad epistemológica del saber no puede ser otra cosa que pensamiento fronterizo, sea este practicado por un amerindio o por un criollo de ascendencia alemana como él; pues la otra alternativa posible es la reproducción de un pensamiento colonizador.
7 “En particular, Kusch construye un mito auratizador del universo andino precolombino como matriz de una cultura popular (más aún: de una concepción del mundo popular, que atraviesa transversalmente la sociedad americana, perviviendo residualmente también en los sectores populares urbanos, aun en los descendientes del aluvión inmigratorio europeo). En esa dirección, intenta realizar el gesto político evidente de rescate de la cosmovisión de los subalternos como sujetos plenos” (Mailhe, 2009).
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